Libros

Pioneros de un viaje psíquico

Damián Huergo y Fernando Krapp rescatan en ‘¡Viva la pepa!’ una historia “enterrada”: la de la llegada del LSD a Argentina de la mano del psicoanálisis.

Buenos Aires
El LSD, protagonista del libro '¡Viva la pepa!'. ELENA CANTÓN

En ‘El tío Alberto en el día de la bicicleta’, séptimo track del disco El ruiseñor, el amor y la muerte, Carlos Indio Solari narra una pequeña historia cuyo protagonista es el sujeto del título de la canción, un tal Alberto. Montado en su bicicleta, Alberto, que en realidad es Albert Hofmann, recorre las calles de su ciudad natal, Basilea, Suiza, mientras las terminaciones nerviosas de su cuerpo, sin que él lo note del todo, experimentan un big bang silencioso. Lo que le sucede por dentro es nuevo, desconocido, al punto que, según dice la canción, “ninguna palabra logró abarcar lo que lo invadió”. Es el 19 de junio de 1943 y Hofmann, doctor en Química e investigador, había trabajado esa mañana, y los días anteriores, con algunas sustancias tóxicas y con la dietilamida del ácido lisérgico. No lo sabe, pero es probable que cuando rozó la sustancia con la yema de sus dedos ésta se haya recristalizado, y que haya sido reabsorbida por su piel. Hofmann baja de la bici en un estado de letargo placentero e ingresa a su casa. Se acuesta en la cama y cierra los ojos. Entonces, las puertas de la percepción se abren de par en par. Muchos años después, en un reportaje publicado en 1976, dirá que ingresó en “un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada”. Es el primer “viaje” en LSD del que se tiene registro. Hofmann, de ese modo, se convierte en el “padre” de esa sustancia —con la que venía trabajando— derivada del cornezuelo de centeno, hongo imperceptible alojado en los cultivos de cereal. De acuerdo a lo investigado, esos alcaloides podían usarse para aplicaciones farmacológicas como la ergotamina, que se utiliza contra la migraña y, en especial, los trastornos nerviosos.

Ese episodio, ese viaje iniciático y sabroso convertido en canción popular, es uno de los tantos que Damián Huergo y Fernando Krapp abordan en ¡Viva la pepa! (Ariel/Notanpuan, 2023), libro que indaga no solo sobre ese momento fundacional, sino sobre todo el zigzagueante peregrinaje de la sustancia desde ese pequeño cantón suizo hasta el Río de la Plata, su posterior desarrollo, su interdicción y su mito. El texto, espléndidamente escrito, narra las peripecias de los “padres fundadores” en suelo argentino, como el caso de Alberto Tallaferro, un médico y psicoanalista adelantado que hizo traer, a comienzos de los años cincuenta, una valija con ampollas de LSD-25, y que sufrió el primer traspié no bien la recibió en Buenos Aires: por una confusión, una empleada de su casa se la tiró a la basura. Finalmente, Tallaferro consigue que le envíen una nueva partida de ampollas para de ese modo transformarse en el pionero en el tratamiento con LSD con sus pacientes. El objetivo: lograr que bajo sus efectos sucumban, se mitiguen o al menos se liberen algunos de los traumas o heridas del pasado.

La herramienta, nueva y revolucionaria, comenzó a propalarse de boca en boca en una Buenos Aires que, a comienzos de los años sesenta, se estaba convirtiendo en una colmena cultural y psicoanalítica, una de las ciudades del mundo con más terapeutas por habitante. En simultáneo, nacía además una elite intelectual nucleada alrededor del Instituto di Tella, mítico espacio de experimentación artística, estrechamente relacionado con ese auge del psicoanálisis. Al albur de ese despertar orbitaron pensadores de la talla de David e Ismael Viñas, Noe Jitrik, Juan José Sebreli, Oscar Masotta, cineastas como Rafael Filippelli, Luis Puenzo y Carlos Sorín y actrices como Cristina Banegas. “Si no estabas en el Di Tella y en mi clínica, en Buenos Aires no existías”, cuenta el Dr. Alberto Fontana, otro hombre crucial en el desarrollo del LSD en pacientes en Argentina.

En diálogo con COOLT, los dos autores del libro cuentan algunas de las experiencias derivadas de la investigación.

- ¡Viva la pepa! no solo rastrea el arribo y el recorrido del ácido lisérgico en Argentina, sino que también es una especie de bitácora de la historia al menos durante su desarrollo en la segunda mitad del siglo XX de la psicología local, y hasta de la ciudad en sí, con su larga tradición relacionada con la disciplina. ¿Qué los sedujo de contar la historia del LSD? ¿Se fueron sorprendiendo, de algún modo, con lo que fueron descubriendo?

- Damián Huergo (DH): En lo personal venía de escribir La ley primera, una novela con foco en las drogas, en su dimensión más oscura y destructiva: las adicciones. Uno de los objetivos de la novela era no caer en un tono moralizador ni romántico sobre el consumo de drogas. Sin embargo, los hechos, acciones y personajes que fui narrando tenían las dimensiones y el color de un pozo más que de un cielo luminoso. Cuando [el editor] Fernando Peréz Morales me contó la propuesta, me interesó la posibilidad de seguir pensando las drogas desde otras dimensiones más alegres, más coloridas, digamos, sea por su desarrollo científico como por la ampliación de las percepciones ordinarias. Además, me ofreció hacerlo con Fer [Krapp], y me pareció una fiesta en sí mismo escribir un libro a cuatro manos con un amigo.  

- Fernando Krapp (FK): Mi proceso fue distinto. Leí a los beatniks de adolescente; a Phillip Dick, amo a William Burroughs, a Ken Kesey, a Thomas Pynchon, a Terry Southern, muchos escritores que vivieron con intensidad los años cincuenta y los años sesenta; y gran parte de esos escritores cruzaron literatura con drogas, así que para mí era una manera de revisitar una época idealizada por mi bovarismo adolescente y juvenil. Aunque no tenía idea de que en Argentina se había dado algo así: psiquiatras que habían trabajado con ácido lisérgico en terapias de grupo y personales. La historia me parecía fascinante. Y la posibilidad de trabajar con Damián, después de años de intentar colaborar en proyectos, me pareció una oferta demasiado tentadora.

Fernando Krapp y Damián Huergo, autores de '¡Viva la pepa!'. ALEJANDRO GUYOT

- Es un libro de misterios y de historias personales, todas, o muchas de ellas, tal vez se sintetizan en el encuentro, y el final incierto, en el subte entre ‘Paco’ Pérez Morales y Olga, su mujer, como también en el hálito de ambigüedad que tienen ciertos aspectos de la personalidad de Alberto Fontana, pionero del LSD en la Argentina, como si hubiera un respeto por cierta mitología que también enriquece a la cuestión. ¿Lo fueron viendo eso?

- DH: Con Fer charlamos mucho, muchísimo, demasiado quizás, je, la forma, la estructura, el concepto, por llamarlo de algún modo, que tenía que tener el libro. Lo charlamos apenas recibimos la historia, durante la investigación y, también, cuando ya estábamos metidos en la escritura. Un concepto o, mejor, metáfora que se repetía era la del entierro: la primera valija con ampollas que llega a Argentina termina enterrada en un basural, en la bibliografía de las facultades de Psicología esta historia está enterrada entre millones de caracteres que no la nombran, el encuentro que nombras de Paco y su mujer bajo tierra, los rumores contradictorios que ocultan más que develan la vida de Fontana, los silencios en las biografías (propias y ajenas) de muchos de los personajes que pasaron por la clínica (Alberto Ure, por ejemplo, que fue muy importante en la clínica de Fontana, en sus textos no nombra la experiencia), hasta el final de esta historia, consumida por el fuego dentro de una parrilla o dispersa en el Río de la Plata. Ese entierro, ese misterio, lo quisimos conservar. Por eso, el paso siguiente en la forma fue ir develando la historia en viñetas, fragmentos, recortes, simulando la aparición azarosa, fortuita, inconsciente, discontinua, de imágenes y sensaciones que se presentan cuando consumís ácido lisérgico. La forma penduló entre el entierro y el ácido, entre lo oculto y lo develado, entre el misterio y la evidencia, entre la oscuridad y la luz.

- Hay una deliberada decisión de acompañar la historia cronológica con el clima y las vicisitudes que vivieron como autores en las diferentes entrevistas que hicieron a lo largo de la investigación. ¿Qué les pareció atractivo de hacerlo de ese modo?

- DH: Lo charlamos muchísimo. En un primer momento nos habíamos planteado narrar la historia sin movernos de la época donde sucedió. Teníamos el problema de que los personajes implicados, los más importantes, al menos, ya no estaban. Y los que quedaban vivos tenían casi 80 años, y habían atravesado varias décadas, consumos y una pandemia. Entonces trabajamos con segundas y terceras fuentes, apoyándonos mucho en la memoria personal —que era frágil— y colectiva —casi inexistente—, en textos sueltos que fuimos encontrando, en archivos que nunca habían sido visitados. Lo que fuimos recolectando, para darle sentido, lo teníamos que completar con imaginación. Siempre hay imaginación en la escritura, es fundamental para relacionar los documentos, los relatos, los fragmentos, por un lado. Pero, por otro, si bien el libro está escrito y pensado como si fuese una novela, al menos con sus técnicas, no queríamos quitarle el suelo periodístico, su rigurosidad investigativa. Por eso nos pareció importante contar desde el presente y darle relevancia a voces fragmentadas y vitales. Ayudó que dimos con testimonios y personas interesantes, como Hernan Scholten y otros protagonistas directos como Noé Jitrik o Rafael Filipelli. Con ese material en la mesa, nos propusimos que sus recuerdos funcionaran como una especie de portal por el que entrábamos y salíamos de ese pasado alucinante que en algún lado continuaba sucediendo.

- No deja de sorprender también la aparición de nombres rutilantes, o incluso históricos a lo largo del libro. No solo por la aparición del Che Guevara amigo personal de Pérez Morales, y asmático como él, sino también la del periodista Pepe Peña padre del recordado actor Fernando y el poeta Paco Urondo. En todos los casos, se me ocurre decir que era gente con una necesidad y una pulsión por expresarse, por sacar de adentro lo arcano. ¿Lo ven así?

- DH: La metáfora del caleidoscopio a esta altura es un cliché, pero sirve para explicar la cantidad de nombres relevantes del siglo XX que fueron apareciendo mientras fuimos descubriendo la vida de los protagonistas de la historia. En especial, la de Paco Pérez Morales. Poníamos el ojo en su vida y aparecían encuentros, afectos y cartas con el Che, Bernardo Houssay, Paco Urondo (le dedica uno de sus poemas más famosos), Walsh, Pepe Peña, Barbara Mujica, Noé Jitrik, Norma Aleandro, Gelman, Lanari, Masotta, Pichon-Rivière, hasta Albert Hoffman, en cartas que nunca pudimos leer porque fueron consumidas por el fuego. No sé si a todos ellos —y en mucho más que rondaron al cuarteto del LSD, como los llamamos nosotros— los une la necesidad de expresarse, de revelar lo oculto. En todo caso, entendemos que es la pulsión vital que tenía cada uno en lo suyo. Una pulsión vital que no era individualista, que no buscaba éxito en su carrera personal; por el contrario, era una pulsión de vida vinculante con otros, donde siempre pensaban de a dos, de a tres, de a muchos.

Me animo a decir que, quizás por la época, todo lo que ellos hacían, incluso su modo de vida, estaba impulsado y orientado a una causa mayor: la vida colectiva. Volviendo a tu pregunta, y en referencia a lo que vengo diciendo, quizá lo que sacaban de lo arcano, lo que intentaban fisurar para que emerja otra cosa, eran modos de vida caducos, conservadores, opresores de lo nuevo. En ese sentido, también los emparentan ciertas nociones vanguardistas, aventureras, valientes en su arrojo para modificar lo dado. Lo interesante es que muchos de ellos —por ejemplo, Paco Pérez Morales en la Asociación Psicoanalítica Argentina y en el hoy llamado Instituto Lanari— intentaron hacerlo desde adentro: darle pelea al poder desde el lugar donde el poder se sostiene o, en sus manos e ideas, empieza a temblar.

- En un momento consignan algo interesante, y es lo que dice Hernán Sholtern sobre la psiquiatría, que fue la paria de las patologías mentales, de las enfermedades de los nervios. Y que estuvo mal vista desde el ámbito de la medicina, de la ciencia. Agrega además que para los médicos más ortodoxos siempre fue un lugar para la superchería y la charlatanería. ¿Creen que esa falencia de origen tampoco colaboró con la reputación de la(s) droga(s) con la que experimentaban en esa disciplina?

- FK: Los años treinta y cuarenta fueron muy interesantes para la psiquiatría. La mente era un misterio carente de resultados empíricos comprobables. Pensemos que veníamos de un discurso positivista, se consideraba a los locos como “alienados”, sujetos que había que aislar y ocultar de la sociedad. Los locos estaban relacionados con lo sucio, lo prohibido, lo oculto. Quien se dedicaba a la locura, dentro del ámbito de la medicina, un poco loco debía estar. En los años treinta y cuarenta se da este viraje dentro de la medicina, gracias en gran parte a médicos como Gonzalo Bosch, que buscaban entender qué pasaba por la cabeza de un loco en lugar de alienarlo, obviamente con los discursos y las prácticas de la época.

Muchos de los psiquiatras que usaron el LSD estudiaron y trabajaron junto con Enrique Pichón-Riviere, alguien central en ese cambio de paradigma dentro de la medicina. Pichón creía en el narcodiagnóstico, o en el hecho de que aplicar electroshock en un esquizofrénico le producía un estado crepuscular de la conciencia, unos breves segundos de cordura en donde se los podía tratar brevemente como neuróticos. Cuando llegó a la Argentina, el LSD tenía esa funcionalidad dentro de este ambiente. Pero como toda droga nueva, lo que pasó con ella es que se liberó y tuvo su camino propio, y fue un camino largo cuyo destino parecía infinito. No creo que debido a su cercanía con la psiquiatría se la haya tildado de maldita; fue el mismo Estado policial norteamericano que, luego de usarla en interrogatorios, no le sirvió más e inició una campaña de persecución, desprestigio y demonización para apaciguar y callar movimientos sociales importantes de la época, como el black power, el hippismo y el feminismo. El ácido lisérgico y otras drogas se alzaron como chivo expiatorio para esta campaña.

Enrique Pichón-Rivière (izq.) y Alberto Tallaferro (sentado), con otros psicoanalistas argentinos, en Río de Janeiro, en 1945. APA

- Entre otras afirmaciones, hay una que llama la atención y es la de Enzo Tagliazzuchi, licenciado en Física y doctor en Neurociencia por la Universidad de Fráncfort, quien asegura que el LSD probablemente sea la droga más segura de todas. “Nadie murió de una sobredosis de LSD. No hay combinación con otras drogas que sean peligrosas”, dice. ¿Informaciones de este tipo fueron una revelación para ustedes? ¿Trabajar sobre el LSD fue un modo también de desmitificar creencias populares?

- FK: Quizás nuestro primer acercamiento a las drogas sea siempre recreativo. Al menos en mi juventud, te tomabas una pepa y tomabas alcohol, te fumabas un porro, todo a la vez, y a las cinco de la mañana estabas quebrado en el cordón de una calle. El uso de este tipo de drogas psicoactivas de manera consciente, en ambientes cuidados y con profesionales de la salud que ayudan en el proceso, es algo que no siempre se da y, creo yo, no se va a volver a repetir en mucho tiempo. El trabajo de Enzo es distinto, se encuentra enmarcado en un proyecto de investigación científica e institucional, alineado con ciertas corrientes teóricas que están discutiendo el uso de estas drogas desde una perspectiva neurocientífica. No creo que hayamos desmitificado el uso que se le da a ciertas drogas, me parece que en ese caso son decisiones vinculadas a políticas de salud mental.

- Había algo absolutamente transgresor y hasta subversivo en la experimentación en la clínica de Fontana. Llegaron a hacer sesiones con prostitutas, en tiempos en los que ese tipo de episodios podían ser vistos como performance, casi, pero también como una provocación. Estamos hablando además de una sociedad mucho más pacata que la actual. ¿Es probable que todo eso también haya contribuido para alimentar la mitología alrededor de aquel grupo y de la droga en sí?

- FK: Absolutamente. Al punto tal de que se hizo una película paródica dirigida por Héctor Olivera llamada Psexoanálisis , de 1968, con una escenografía lisérgica y pop. Lo interesante del ácido lisérgico es su dualidad: fue una droga que sirvió para expandir los límites de la conciencia, liberar barreras sociales y sexuales, y explorar paisajes íntimos, y al mismo tiempo, fue usada por los servicios secretos de EE UU como una forma de control para sus interrogatorios. El uso que le daban estos psiquiatras en Argentina, muchos de ellos de ideas liberales y conservadoras, pretendía ser un uso “correcto” de la droga, mediado por las teorías psicoanalíticas, lo que les proporcionaba cierta autoridad a la hora de administrarla. Pero quienes asistían a las clínicas no dejaban de ser jóvenes que estaban viviendo una época de cambios, que se reunían en bares de la calle corrientes o en el Di Tella para hablar de arte y política. En ese sentido, el cruce que se daba entre ambos mundos obtuvo diversos resultados de experiencias artísticas o incluso teorías estéticas (como, por ejemplo, el psicodrama) que persisten en la cultura porteña hasta el día de hoy.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).