Damián Huergo, la ley y el desorden

Los vínculos familiares y los límites de la ficción recorren la obra del escritor, que ahora publica ‘La ley primera’, historia de su hermano adicto.

El escritor argentino Damián Huergo. ALEJANDRO GUYOT
El escritor argentino Damián Huergo. ALEJANDRO GUYOT

Si este fuese un relato escrito por Damián Huergo (Longchamps, 1983), la historia tendría varios comienzos y estaría atravesada de distintas etapas temporales; un entramado de idas y venidas que permiten revisar el núcleo del disturbio que anida y se anuda en todo cuento.

Se podría empezar, por caso, y de una manera simple, en la escuela Mariano Moreno de Longchamps, al sur del conurbano bonaerense, un territorio que, a pesar de haberse mudado a la Capital Federal hace más de 15 años, Huergo sigue invocando desde su escritura. La escuela quedaba a “24 pasos” de su casa materna. Allí también asistió su hermano mayor, Sebastián, hasta que fue expulsado.

Cuando Damián tenía 12 años, una maestra llamada Mabel les propuso a los alumnos la idea de participar en un concurso literario. Para escaparse de su casa, Damián pasaba el tiempo en lo de su abuela croata que vivía a unos pasos humanos más de la escuela. La casa guardaba un misterio: la historia de un abuelo fantasmático cuyo retrato reposaba sobre una chimenea. En el cuento escrito por Damián, el narrador cuenta que el abuelo se sale del retrato y se pone a charlar con él.

—Gané el concurso —dice Damián, mientras mastica galletitas sobre la mesada oscura en su casa de la Siberia de Villa Urquiza, como llaman los vecinos a la zona por la ausencia de subte y de una oferta variada de colectivos—. El premio era un walkman y dos casetes vírgenes para grabar.

En ese cuento, está la semilla de una literatura futura: la charla fantasmática sobre los vínculos familiares y una música secreta guardada en un pequeño aparato de bolsillo.

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—El Ñoqui fue un traficante de lecturas. Y de casetes.

Ese es otro posible comienzo para entender la historia de Damián Huergo y su inefable contracara, la escritura. El mundo abierto por su cuñado Walter, alias El Ñoqui. Damián lo escribió en uno de sus mejores cuentos, publicado en la sección ‘Verano12’ del diario argentino Página12 y reunido posteriormente en su segundo volumen de cuentos, Biografía y ficción, editado por Notanpuan en 2017, que le valió el Primer Premio de Cuento del Fondo Nacional de las Artes.

“Vale aclarar que este cuento pertenece a ese subgénero extraño, aún poco explorado (quizá ni sea necesario hacerlo), que integra la mitología familiar y que, a falta de etiquetas, llamaré ‘literatura de cuñados’”, dice Huergo en la clásica explicación que llevan los relatos publicados por Página12 cada verano desde hace años. El cuento narra la relación respetuosa, distante y por momentos asimétrica, entre un chico de 12 años, y la vida de ese novio que le abre un mundo nuevo; un rockero con cierto renombre en la escena sureña local, que le hace conocer a Salinger, a Truman Capote, la revista de Cerdos & Peces, al mismo tiempo que le traficaba músicas cosmopolitas en un territorio poblado de casas bajas, hijos de inmigrantes y comercios sin rumbos. “[El Ñoqui] caminaba moviendo los brazos como si necesitara tirar brazadas al aire para avanzar. Lo recuerdo con el invierno detrás, usando jeans gastados, un camperón verde militar con el cuello levantado y el pelo castaño, tenso y grasoso, que revelaba un día más en su récord anarco-hedonista de no pasar por la ducha”.

A los 15 años, Damián le manifestó a su madre lo que quería ser cuando fuese grande.

—¿Escritor? —dijo su madre.

Y agregó en una de esas clásicas respuestas que te llevan directo al diván, o te hacen pensar en una posible solución al problema:

—Si vos no leés.

Acá viene otro comienzo hipotético en la historia de Damián. Su tío Rubén, el hermano de su mamá, era militante del Partido Intransigente (PI). Tenía una biblioteca muy grande que daba vuelta a toda la casa. Damián le robaba libros para completar sus lecturas bajo la mirada díscola del tío que, si bien no fomentaba la actividad con marcaciones de valor, tampoco lo condenaba en los actos delictivos de su sobrino. Como Roberto Arlt o de Jorge Luis Borges (nunca se sabe la diferencia), tal vez el tío conociera la máxima secreta de todo escritor o escritora: el robo literario está en la base fundacional de cualquier escritura. Sin robo no hay literatura.

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La vida como estudiante de Damián tuvo, también, varios comienzos, distintas idas y vueltas. Coincidió con los años posteriores a la crisis económica, política y social que llegó a su clímax durante la presidencia del radical Fernando de la Rúa, quien abandonó la Casa Rosada en diciembre del 2001 en un helicóptero, dejando atrás la plaza de Mayo convulsionada y un saldo de cinco muertos y más de 200 heridos.

Damián empezó sus estudios en Letras en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, luego los continuó en la Universidad de la Ciudad de Plata, para terminar con una licenciatura en Sociología bajo el brazo por la Universidad de Buenos Aires. Su carrera fue financiada gracias a su trabajo como librero, un oficio que desempeñó tanto en librerías de cadenas como en negocios familiares. Una experiencia que aparece en su primer libro de cuentos titulado Ida (Parque Moebius, 2012), con el que obtuvo una mención en un concurso de cuentos de la ciudad de Córdoba. Los breves relatos ahí reunidos funcionan como crónicas, semblanzas de lecturas e impresiones varias, en donde se entreteje la mirada de un mismo personaje: la de Danilo, un estudiante que viaja al centro en tren para trabajar y estudiar. El paisaje del conurbano aparece teñido y desteñido de experiencias amorosas, mucho Hemingway, robos de libros y familias que se desarman.

Si el germen de Ida estaba en los trabajos en librerías, su forma fue el resultado del trabajo en los cursos del Centro Cultural Rojas que daba Diego Paszkowski y el taller de Angela Pradelli. Aunque lo más importante de aquella época para Damián fue codirigir una revista literaria llamada Diez Pinos. Hecha íntegramente desde el conurbano sur en las horas muertas que daban los trabajos, redactada en los vagones de trenes como oficinas ambulantes, la revista le permitió entender, desde la periferia y con distancia, una movida literaria que se estaba formando en la ciudad de Buenos Aires: blogs, recitales de lecturas, la aparición de las primeras editoriales independientes. La propuesta de Diez Pinos era, en cambio, anacrónica; una revista impresa que buscaba crear un puente entre una generación de escritores consagrados con una nueva camada. Por sus páginas circularon Pedro Mairal, Juan Bautista Duizeide, Fabián Casas, Andrés Neuman, Magali Etchebarne, Luciana di Mello y Laura Meradi, entre otros.

Como suele decir Damián en los asados que prepara en la terraza de su casa, parafraseando a Fabián Casas, las revistas literarias, al igual que las parejas, suelen durar dos números. El tercero no salió de un CPU.

El escritor argentino Damián Huergo. ALEJANDRO GUYOT
Damián Huergo. ALEJANDRO GUYOT

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La primera novela de Damián se llamó Un verano y fue publicada por Notanpuan en 2015. Su autor asocia aquella escritura a una formación menos rigurosa que la de un taller o un curso y más cercana al convite y la influencia de las lecturas propiciadas por su amigo y referente literario, Juan Bautista Duizeide: Erri de Lucca, Jean-Marie Le Clézio, los cuentos morales de Eric Rohmer, algo de Pavese. En Un verano, un preadolescente confunde los límites del cuerpo durante unas vacaciones. Mauro, el protagonista, observa una escena de lejos: un grupo de chicos se divierten durante el verano mientras que él debe trabajar en una lavandería.

—En un momento pensé en mi literatura por territorios. No narro, o hasta ahora nunca narré, la capital. En mis primeros cuentos narré el conurbano, y en la novela, quise habitar ese otro territorio que siento cercano, la costa atlántica.

En el año 2008, Damián comenzó a colaborar con Radar Libros, suplemento dominical del diario Página12, dirigido por el escritor Claudio Zeiger. Desde esa trinchera invisible fue creando un estilo y una voz que se armaba en cada entrega. Detrás estaban las lecturas de Antonio Dal Masetto y Juan Forn, el nuevo periodismo norteamericano, María Moreno; una lista de escritores que se acercaron al oficio del reportero sin perder el norte siempre ambiguo de la ficción, y no a la inversa. Para Huergo, la reseña fue mucho más que un lugar en donde comentar un libro; fue el cuarto propio tan mentado y necesario desde donde experimentar, sin tapujos y sin perder al lector de la mira, con el relato y su forma.

El resultado salió por el lado de la ficción. Biografía y ficción es un libro que tiene un origen atípico y disperso. Los cuentos que los componen fueron escritos por encargos de distintos medios: Revista Agenda (editada en su momento por Tamara Tenenbaum), Carapachay (dirigida por Hernán Ronsino), el mencionado Verano12, Revista Crisis, la sección ‘Mundos Íntimos’ de Clarín. Cada relato contiene una anécdota personal atravesada por un mapa de lecturas diversas. El mundo laboral de su padre, dueño de una empresa de volquetes, el rock barrial o los viajes por Latinoamérica y Europa encuentran puntos y lazos en común que entretejen, mezclan y borran las fronteras entre eso que llamamos realidad y eso otro que pensamos como ficción.

—El título funcionó como aglutinador de varios relatos que andaban dispersos por ahí. Había muerto hacía poco Ricardo Piglia, y retomé la lectura de Crítica y ficción. Así que me pareció un buen título, para mí, que no suelo poner buenos títulos o no siempre se me ocurren.

En Biografía y Ficción hay un cuento llamado ‘Viajes con Atilio’, una reescritura/homenaje al clásico libro de viajes de John Steinbeck, Viajes con Charley. El narrador viaja hasta una huerta en la Patagonia tras los pasos de un hermano mayor que, perdido y fugado, da señales de vida desde distintos lugares. Ese hermano se llama Sebastián. El cuento vuelve y actualiza, se expande y funciona como una reflexión central, estratégicamente ubicado en la mitad de La ley primera, la nueva novela de Damián Huergo, publicada recientemente por Tusquets, que ahora descansa sobre la mesada de su casa, mientras su perro Atilio, “mezcla de dóberman con salchicha”, mueve la cola a pocos metros con impaciencia a la espera de la inminente primera ronda callejera del día.

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Portada del libro 'La ley primera', de Damián Huergo. TUSQUETS

Hace varios años, Damián se conoció con el escritor y ensayista Agustín Valle, e iniciaron una gran amistad. La primera vez que se vieron fue en un asado en la casa de Agustín. Luego de unos vinos y unas tiras de asado, caminaron juntos hasta la parada del colectivo. En el fragor de la charla, Damián habló de su historia, su infancia en el conurbano, y la relación conflictiva con su hermano mayor, Sebastián, que peleaba, él y toda su familia, desde hacía años, con su adicción a la cocaína. Luego de revelar algunos detalles, Agustín no lo dudó. “Tenés que contar esa novela”, le dijo. 

Recibió el mismo consejo por parte de otros amigos. La historia estaba ahí, en el aire, y la terminó de confirmar cuando, una vez internado Sebastián en una granja de rehabilitación, Damián acompañó a su hermano en una de las reuniones que estos centros organizan para hablar sobre las adicciones. Los amigos y las situaciones comunitarias forman una parte esencial en el entramado que construye el narrador de La ley primera. Desde el epígrafe de Marina Garcés se señala: “Yo no sé decir dónde empieza mi voz y acaba la de otros. No quiero saberlo. Es mi forma de agradecer la presencia, en mí, de lo que no es mío”.

Dividido en dos partes, el narrador se apoya en consejos, experiencias ajenas, recuerdos compartidos con sus hermanos y sus padres, para entender el comportamiento de su hermano mayor. El cuerpo de Sebastián aparece desdibujado y alejado, su historia se cuenta por fragmentos. Sebastián aparece y desaparece, su cuerpo se vuelve flaco y de un día para el otro engorda, le crece la barba y cambia. Siempre en fuga, Damián Huergo construye un narrador-testigo (similar al Mauro de Un verano, que observa la alegría de los otros desde su encierro laboral). El narrador no puede actuar sobre la vida de su hermano, sino que busca entender sin juzgar. Los elementos góticos son notorios; el encierro en el altillo, el hermano como un fantasma, objetos que se pudren y resignifican en un mismo espacio, un mismo territorio. Si hay una ley a la que el narrador responde es a la del propio relato; organiza los elementos, los revisa y los interpreta. Cava en su propia historia como su hermano, quien en su fuga interminable termina su encierro en una mina patagónica.

En la segunda parte, el narrador cambia la mirada. A la intimidad desarrollada en la primera parte gracias a la cercanía de la literatura del yo, el registro se asemeja a la crónica periodística. Lo comunitario surge desde la esfera social; las historias relatadas sobre otros exadictos en la granja de rehabilitación constituyen un mapa y una forma de crear identidad. Aunque el narrador dude incluso de los términos asumidos por estos centros, cercanos a la práctica religiosa, busca la misma tregua que su protagonista: un espacio de encuentro posible, de vínculo genuino para poder formar, desde los cimientos cicatrizados, una nueva forma familiar.

En relación a la literatura del yo y al debate abierto por Emmanuel Carrère y Karl Ove Knausgård, la novela señala su ambivalencia: “En esos años, gran parte de mi generación estaba escribiendo en primera persona, con su ombligo de faro. Varios críticos empezaban a hablar de autoficción y escritura del yo como marca y decadencia de época. Incluso escritores que admiraba hablaban pestes de la escritura autobiográfica, aunque en su pasado el género formara parte de su obra y en el presente modularan su yo desde distintas redes sociales. De la denominada escritura del yo, si es que algo semejante existiese, me quería escapar igual que de una ropa de moda que te ridiculiza frente al espejo”.

Damián insiste en que no es un debate nuevo en literatura, y tampoco tiene 20 años de antigüedad, el tiempo de vida útil que llevamos habitando internet, las redes sociales y su exposición constante. Hace poco, por ejemplo, Damián entró en contacto con un género literario japonés de comienzos del siglo XX llamado ‘mi novela’ (watakushi-shōsetsu), con el texto Futón de Katai Tayama como referente, una prematura novela del yo que se afirma desde voz narradora al exponer el universo íntimo como un acto estético y político. En ese género, dice Damián, los escritores citan a las grandes obras para hablar de las emociones de los personajes. La ley primera es, siguiendo esa idea, un resultado de varias lecturas: la de Leónidas Lamborghini, Anne Carson, Joan Didion, la novela de aventuras, la novela de detectives, la crónica.

—Creo que en estas llamadas novelas en donde se trabaja con la intimidad hay un pacto tácito que se hace con el lector. Carrère lo dice: nada de lo que escribo es inventado. Pero para mí, él ahí inventa un pacto. Parafraseando su idea, podríamos decir: nada de lo que hay en la novela es inventado, todo lo que hay en la novela es inventado.

Se queda en silencio, con la última idea en el aire. Atilio no soporta más la espera, ladra sin cesar. La vida de Damián ha cambiado mucho en los últimos años desde el nacimiento de su primer hijo, Nino, a quien está dedicado La ley primera. Ofrece más café y galletitas, antes de despedirse. Si este fuese un relato de Damián Huergo tendría un cierre ambiguo e inesperado, uno de esos finales que quedan resonando en la cabeza del lector por varios días; una epifanía que suele cobrar sentido en lugares inesperados. Como no podemos más que copiar o robar su estilo, nos queda leerlo y releerlo tantas veces como sean necesarias.

Cineasta, periodista y escritor. Ha dirigido los documentales, Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini (2014, Premio Argentores) y El volcán adorado (2018). Es autor del libro de cuentos Bailando con los osos (2013) y del ensayo Una isla artificial: crónicas sobre japoneses en la Argentina (2019). Su último libro, coescrito con Damián Huergo, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), premiado por el Fondo Nacional de las Artes de Argentina.

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