Juanchaco es la puerta de entrada a Bahía Málaga, ese rincón del Pacífico colombiano donde cada año llegan miles de viajeros a ver ballenas saltar, comer encocado frente al mar y caminar hasta las playas de Ladrilleros y La Barra. Es un lugar donde la naturaleza manda y la gente aprende a negociar con ella: manglares que respiran, lluvias que no avisan, olas que no respetan muros.

Pero desde mediados de 2024 el mar ha venido cobrando terreno con una ferocidad inusual. Las calles se desmoronan, las casas caen de noche y la playa parece retroceder a ojos vistos. Los números —esos que suelen parecer fríos— aquí tienen rostro: más de 3.000 familias afectadas, 22 casas ya perdidas y 39 dañadas, el muelle turístico fracturado, el acceso a los pueblos cada vez más precario. La Gobernación declaró calamidad pública. La comunidad cavó trincheras y alineó costales de arena. Aun así, el agua avanza.

Pero esta no es solo la historia de un lugar que se hunde. Es también la historia de un pueblo que se levanta. En lugar de abandonar su territorio, las comunidades negras de Juanchaco, Ladrilleros y La Barra han optado por desplazarse un poco más arriba, en las pocas elevaciones que ofrece la costa. Siguen aquí, aunque de otra manera. Siguen cocinando para el turista, ofreciendo camas en hostales de madera, guiando a quienes llegan a ver las ballenas en temporada. El turismo comunitario no es solo una fuente de ingresos: es el pegamento que mantiene viva la decisión de quedarse.

Bahía Málaga es también santuario de yubartas. Y es este vínculo con la naturaleza el que ha impulsado un modelo de turismo organizado por los consejos comunitarios: reglas claras de avistamiento, formación de guías, control de flujos de visitantes. En 2024 llegaron más de 62.000 turistas en temporada de ballenas, generando un impacto económico de más de 43 mil millones de pesos. Esos recursos ayudan a reforzar diques improvisados, a pagar mingas para contener la erosión y, en muchos casos, a reconstruir lo que el mar se llevó.

El desafío es brutal: sin obras de protección —rompeolas, recuperación de playas, planificación del uso del suelo— cada marea viva seguirá arrancando metros de costa, encareciendo la logística de vida y poniendo en jaque el turismo que sostiene a estas comunidades. Pero si algo ha demostrado Juanchaco es que sabe reinventarse.

Esta crónica es testimonio de esa paradoja: mientras la orilla retrocede, el pueblo avanza. Mientras la marea se come una calle, alguien abre un nuevo hostal tierra adentro. Mientras el mar ruge, la comunidad organiza un festival, guía a los visitantes al bosque de manglar, convierte la tragedia en relato.

Juanchaco no es un mapa que se borra: es un lugar que insiste en existir. Su resistencia no es quedarse inmóvil, sino moverse lo justo para seguir siendo casa. Aquí la marea no solo destruye; también empuja a la gente a reinventarse, a seguir habitando el borde del continente como si dijeran: sí, el mar avanza, pero nosotros también.
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