Endeudado, atravesado por una interna política feroz, enfrentado a un buen número de sectores sociales, con relativo apoyo mediático y las encuestas dándolo perdedor: aún así, con todo eso gravitando negativamente a su alrededor, Javier Milei hizo una elección de medio término notable, superando el 40 por ciento de los votos y revalidando su condición de estrella política local y referente de la nueva derecha en Occidente. Hace algo más de un mes, en las elecciones legislativas que correspondieron solo a la Provincia de Buenos Aires, La Libertad Avanza, el espacio del excéntrico economista porteño, había sido derrotado por el peronismo por más de 13 puntos. El domingo, en esa misma provincia clave, el libertario superó al histórico partido fundado por Perón por medio punto, es decir, descontó casi 14 puntos. En Argentina, quien se impone en Buenos Aires tiene prácticamente asegurado el triunfo a nivel nacional, y allí Milei obtuvo 1 millón de sufragios más que los que había cosechado en septiembre. Fue una tormenta de votos de primavera.
Ningún encuestador ni mucho menos ningún analista político previó la holgada victoria del oficialismo, que de esta manera se aseguró una mayor presencia en ambas cámaras del Congreso, donde hasta ahora trabajaba en minoría. En el Senado, por caso, desde diciembre contará con veinte representantes, trece más de los actuales, un número vital para avanzar con las reformas del Estado con las que planea encarar la segunda parte de su mandato.
Las elecciones del domingo volvieron a subrayar el aspecto aluvional del público que vota a Milei, con quien lo une un vínculo cuya profundidad parece desconocer los estándares clásicos de la cultura política, y cuyas ramificaciones, que parecían agotadas, vuelven a tener el aspecto incierto de las ilusiones.
Los atributos poco convencionales -por decirlo de forma elegante- del Presidente argentino, o las denuncias por sospechas de corrupción (casos Libra, Andis, Espert) que lo rodearon en los últimos meses pesaron menos que la confianza que todavía deposita en él buena parte del electorado, para quien su hostilidad verbal no representa una amenaza y su “desprolija” gestión -recesión, endeudamiento serial, desprecio por el Congreso- parece ser un escollo momentáneo en el camino hacia la tierra prometida. Sus votantes, que incluyen al establishment y a la derecha clásica que odia al peronismo, sucumben en el altar del superávit fiscal y del orden público, y se rinden ante la piedra angular de su aventura, la baja de la inflación. No es un mérito menor. En diciembre de 2023, mes que asumió, la inflación argentina traspasó el 25 por ciento. Hoy supera el 2 por ciento mensual.

El estilo y las promesas de Milei ya no sorprenden e incluso indignan cada vez más a sus opositores, pero su singular narrativa y su carisma siguen generando esperanza, intangible sentimiento cuya llama, tras dos años de gobierno accidentado en el que fueron despedidos casi 150 funcionarios, pudo haberse debilitado pero, es evidente, todavía flamea. Del otro lado, además, carraspea el peronismo, que no solo viene de un gobierno roto y olvidable (Alberto Fernández, 2019-2023), sino que padece internas fratricidas y contó como principal candidato en las elecciones a Jorge Taiana, más un profesor retirado que un rival vigoroso y desafiante. Imposible que de toda esa debilidad, a la que se suma la prisión domiciliaria de Cristina Kirchner, surja un contendiente victorioso. Menos aún cuando quedó claro que el adelantamiento de las elecciones en Buenos Aires -votar en septiembre fue una idea de Axel Kicillof, el gobernador peronista- no resultó una buena decisión, porque ayudó a la polarización. Aún así, el 35 por ciento obtenido a nivel nacional no hace más que ratificar su condición de espacio incombustible, un batallador feroz, aun en sus horas más bajas.
Enfrente Milei, la fuerza desatada y desinhibida de Milei, cuya liturgia anti casta, por más que se dé bruces con su necesidad de pactar con esa casta para lograr gobernabilidad, sigue siendo creíble para una parte de su electorado, que todavía lo ve como un quijote tratando de ir contra los molinos de la política tradicional. Su discurso es anti casta pero, sobre todo, es un discurso profundamente anti peronista y anti populista, enemigo que en los últimos tiempos adquirió dimensiones demoníacas para él y su credo.
Lo curioso, en un país adicto a las curiosidades e incluso las excentricidades, es que Milei llegó a la elección con un nivel de desgaste económico-social importante, de manera que este triunfo no solo resulta sorpresivo, por su magnitud, sino, y tal vez por eso mismo, decisivo para poder retroalimentarse y, tal vez, bajar el nivel de crispación interna y externa.
Ese desgaste se pudo observar en un buen numero de episodios puntuales ocurridos en las últimas semanas, como la pronunciada baja del consumo, la suba del riesgo país (1200 puntos) y, sobre todo, el escándalo alrededor del principal candidato a diputado por el oficialismo, José Luis Espert, quien debió bajar su postulación por su relación con un acusado de narcotráfico por el gobierno de Estados Unidos. Y aquí se añade otra curiosidad: fue el mismo Estados Unidos el que rescató, casi del abismo, al gobierno de Milei, al darle hace apenas cuatro semanas un préstamo económico inaudito de por lo menos 20 mil millones de dólares. Fomentado y aclamado por el mismo Trump, la letra chica del acuerdo, que desató indignación en cierto sector de la opinión pública estadounidense -Paul Krugman entre ellos-, aun es desconocida, pero sirvió como un invalorable “acto” de campaña. Más aún cuando se supo que el salvataje podía crecer incluso hasta el doble de esa cifra. Ese enorme rescate financiero le sirve al gobierno de Milei para capitalizar sus debilitadas reservas monetarias, luego de que utilizara buena parte del préstamo que ya le había girado el Fondo Monetario Internacional en abril. Convencido de que la contención del dólar es el vector fundamental para controlar la inflación, tanto ese monto (14 mil millones) como el recaudado en las liquidaciones de exportaciones de soja fueron utilizados por la administración libertaria para ese objetivo, el freno en la cotización de la moneda norteamericana, que aún así se mantuvo inestable.
“El dólar fue una obsesión para el gobierno. Toda la artillería monetaria fue puesta al servicio de su control. Por eso, la pérdida de reservas fue constante”, observa Miguel Kiguel, uno de los economistas más consultados por el mundo financiero. “Luego de perder en la Provincia de Buenos Aires la tasa de interés empezó a tocar cifras imposibles (50 y 60 por ciento para depósitos), lo que generó una tensión muy grande. Eso sostenido durante un año te funde la economía. La preocupación es cómo va a reconstruir reservas. Con el triunfo del domingo, de todas formas, hay optimismo en la comunidad internacional”, concluye.

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Dos años después de su huracanada irrupción en la escena política, el triunfo del domingo no hace más que evidenciar que Milei conserva buena parte del encanto con el que cautivó a las masas. En ese sentido, funciona como némesis perfecta de Cristina Fernández: lo que para un sector es fascinación, para otros es odio e incomprensión.
A comienzos de octubre, en uno de los momentos más críticos de la campaña oficial, horas después de que el mencionado Espert debiera bajarse de su candidatura, Milei presentó su nuevo libro (La construcción del milagro) en un moderno estadio cerrado de Buenos Aires. Fue un show unipersonal, que no contó con el atributo de la brevedad (duró más de 5 horas) ni de la discreción estética, pero que sí sirvió para volver a exhibir la desmesurada y centellante personalidad del líder, quien entonó un repertorio de clásicos del rock nacional ante una platea de fans que deliraron con las canciones. Decenas de imágenes de un Milei en trance -su rostro y su psique du rol colaboran para ese metier- dieron la vuelta al mundo, lo que determinó que una parte de la prensa internacional observara esa celebración, llevada a cabo en medio de una crisis política y económica, con una mueca de perplejidad. Lo que antes despertaba cierta simpatía o curiosidad por su histrionismo o incluso su grado de extravagancia ahora comenzaba a ser visto con un atisbo de aprensión, por la pasión puesta al servicio del absurdo.
Pero aún así, para adentro, esa exuberancia visual y oral continuó sin ser trascendente. Milei tenía estudiado -es un gobierno adicto a los Focus group- que lo que lo fortalece ante su audiencia es la ratificación de su temperamento, por más que eso mismo pueda resultar bizarro o indignante para los que solo ven en él un disparate de la historia. En el medio, un océano de votantes a quienes ese comportamiento les provoca indiferencia, o al menos lo simulan, siempre y cuando la inflación esté controlada y haya superávit fiscal primario.
Se trata, el suyo, de un estilo que emula o repite el de otros referentes de la nueva derecha en el mundo, revitalizada en los últimos años por la irrupción de líderes que se presentan como outsiders y que apelan a las bajas pasiones para despertar interés en las audiencias. Nada nuevo en la historia del universo. Así lo ve el sociólogo italiano Giuliano Da Empoli (Neuilly-sur-Seine, 1973), estudioso del tema y autor de Los ingenieros del caos, libro que escarba en los resortes emocionales que llevaron a políticos como Milei al corazón del poder democrático. “Su caso -asegura- se inserta en todas las tendencias que atraviesan a este tipo de líderes: la lucha contra la casta y la estructura política, la agitación de la ira social. Ahora esta es una estrategia mucho más fina porque, gracias al algoritmo, se pueden extraer todas las fuentes de la ira. Así se construye la imagen de un liderazgo subversivo. Cuando el enojo y el desencanto alcanzan cierto nivel, la locura se vuelve una elección racional. Cualquier cosa es mejor con tal de que lo anterior no continúe. La diferencia entre un político exitoso, que funciona, y uno que no es exitoso es el control que se tiene sobre la narración. Pero la realidad no cuenta en política, lo que cuenta es la percepción de la realidad. La que importa es la verdad emocional, que a veces es verdad y a veces no lo es”.
De cualquier forma, aún cuando se presente como alguien no contaminado o alguien que combate desde adentro al Estado -a quien califica como una organización delictiva-, lo cierto es que Milei se vale de la ortodoxia más clásica para llevar adelante su plan. La idea central de su gobierno ha sido ordenar la macroeconomía, bajar la inflación vía ajuste fiscal y, tras atravesar ese desierto, generar las condiciones favorables para la inversión extranjera, que aún no ha llegado. La receta, ya utilizada por otras administraciones, golpea a los sectores más vulnerables pero, es evidente tras el resultado del domingo, todavía es tolerable para un gran sector de la ciudadanía. El ajuste es un requisito impuesto históricamente por el FMI, para quien es indispensable bajar el gasto público y así despejar el ruido que no permite que llegue la ansiada lluvia de capitales.
Sinuoso e interrumpido, el vínculo de la Argentina con el mayor organismo internacional de crédito se parece, a esta altura, al de esos viejos y fatigados matrimonios cuyos protagonistas a la mañana se necesitan y a la tarde se repelen, y cuya dinámica podría ser tildada de, en el mejor de los casos, tóxica. En su larga caminata hacia ningún lugar, la Argentina parece un ludópata que una y otra vez promete que será la última vez que necesite auxilio pero, un tiempo después, con idéntica convicción vuelve a reconocer que no hubo caso.
