Ir a la Isla de la Juventud por el fin de año es entregarse al azar. La segunda isla del archipiélago cubano es conocida por sus playas, sus historias de piratas y el infame Presidio Modelo, hoy monumento en ruinas. Oficialmente “municipio especial”, antes llamada Isla de Pinos, se ubica a unos 145 kilómetros al sur de La Habana.
Terminando el 2022, el viaje desde la capital arrancó bien tarde el 30 de diciembre, con los preparativos y la zozobra por llegar a tiempo al chequeo. Cuando de transporte público en Cuba se trata, lo cercano se aleja exponencialmente, aunque uno se encomiende a la mismísima Virgen del Camino.
A Nueva Gerona, la capital de la Isla, se llega por aire o por mar, siempre y cuando el tiempo lo permita. Desde hace cuatro años los vuelos son esporádicos y la vía marítima se ha convertido en la principal manera de conectar ambos destinos con regularidad. Hay que concentrarse en un punto A (la terminal), moverse en ómnibus hasta el Surgidero de Batabanó, el punto B; de donde finalmente sale el barco hasta el punto C, en Gerona. Un servicio complejo por su propia naturaleza, cuyo itinerario tarda alrededor de 11 horas; demasiado, en comparación con los 45 minutos que tomaría salvar la misma distancia en avión.
Con las primeras luces de la mañana llegué a la terminal de Viajeros, en la Avenida 26, y ya los salones estaban repletos de pasajeros ansiosos. La falta de información alimentaba especulaciones típicas de los pineros en estas situaciones. Aquello ya lo había vivido muchas veces.
Haciéndose paso entre la gente, un encargado de la agencia encontró una posición estratégica, desde donde voceó: "Atiendan, hay un cambio en el orden de las salidas previstas ¡El primer catamarán en salir es el de Fabré!”. Este catamarán, como suelen llamar al ferry, era una embarcación “de refuerzo”, gestionada para aliviar la tensa situación.
Cándido Fabré, a sus 67 años, sigue siendo una leyenda del son, un as del repentismo. Basta con haberlo visto en aquella batalla musical, en la televisión cubana de los 90, que quedó acuñada como la Improvisación del Siglo. Con sus canciones picarescas y su voz arenosa, Fabré pone a todos de pie. Luego de brillar como voz líder y compositor de la célebre Original de Manzanillo, fundó su propia orquesta, que perdura por más de tres décadas, afincada en su natal Santiago de Cuba.
Tras el anuncio, el salón se volvió una olla de grillos. A la falta de ventilación, la mezcla ríspida de olores y la aglomeración de personas, se le sumó el desencanto. De un lado, los desfavorecidos por la rotación estimaban la posible hora de llegada. Del otro, el barullo de los acampados en la lista de espera. Y los menos, estábamos emocionados ante la visita del afamado cantante. No faltó quien tratara de reconocerlo entre los presentes: "¿Dónde está Candito? ¿Está aquí?".
La noche anterior, Cándido Fabré se presentó en la céntrica intersección de Zanja y Galiano, en Centro Habana. Hasta allí llegó esa población que no entra a los centros nocturnos de la zona, un público marginado, perennemente dispuesto a bailar. Él, que sabe cuándo comienza, pero no cuando termina, alargó la cosa hasta bien tarde en la madrugada; algo digno de elogio, porque para el sector más humilde escasea la oportunidad de disfrutar música en vivo. Mentar a Fabré con su banda es sinónimo de repertorio interminable, de resistencia en tarima, y de ese sabor del oriente que tanto le cuesta difundirse al resto del país.
Una hora después, las guaguas iban llegando a la terminal de Batabanó. En un saloncito asfixiante, con sus bancos de mármol apretujados y una nevera siempre con agua a temperatura ambiente, había que volver a chequear el boleto y esperar el arribo del barco.
Avanzada la tarde, llegó un ómnibus del que bajaron un grupo de hombres campechanos, sin ínfulas de artistas. Seguían a una muchacha pinera, encargada de asistirlos durante el viaje con los procedimientos de rutina. Dada las condiciones del lugar, trataría de negociarles algún trato diferenciado, acorde a una banda de renombre. A veces no se pide algo extraordinario, bastaría con que las cosas funcionen bien: menos esperas, cierta cordialidad...
Cuando al fin alcancé a verlo, Fabré se movía elegante entre las personas que le salían al paso para saludarlo o pedirle una foto. A pesar del trasnocho y las pocas horas de descanso, no dejó una mano extendida. Es admirable su respeto por el público que se animó a abordarlo. Actuaba pausado, con seguridad en su rol de figura pública. Ser artista implica saber dar la nota más allá del escenario o las cámaras de televisión. Sin saberlo, su sola presencia aliviaría a un cincuentón que perdió parte del equipaje en La Habana, y ahora, con un apretón de manos, lo hacía feliz.

El sol iba cuesta abajo cuando el catamarán asomaba por el horizonte. Un trabajador del lugar le hablaba a Fabré con deferencia, como quien quisiera suavizar la escasez de protocolo. A pesar de la demora, Cándido, conocido no sólo por su talento para improvisar sino también por su actitud contestataria a la hora de reclamar algo, se mostraba tolerante. Oportunamente apaciguó las quejas de sus muchachos, y cuando todos abordaron y los instrumentos estaban resguardados, entonces ocupó su asiento. Zarpamos al anochecer en un mar en calma.
Al estar cerca de los músicos me enteré de algunos pormenores. El Ministerio de Cultura enviaba a la agrupación como parte de los tradicionales conciertos de grandes orquestas para celebrar el fin de año. Actividades como estas se le complican al gobierno local por las dificultades con el audio, las condiciones de hospedaje, y, sobre todo, el presupuesto para pagarles a los músicos.
Además, las presentaciones en otras provincias se vuelven un problema, por la combinación de la pésima movilidad y el “habanacentrismo”. Por ejemplo, Alexander Abreu, líder de la aclamada Havana D’ Primera, confiesa que ha podido tocar más en Roma que en Santiago de Cuba.
Sobre las nueve de la noche, el catamarán atracó en el puerto de destino. De manera atenta directivos del municipio recibían a la figura. Terminaba la fatigosa travesía que castigó al público y al artista por igual.

En pueblo chiquito... el rumor no se resiste: "Fabré está hoy en La Mecánica", como le llaman al parqueo devenido plaza de conciertos, con capacidad para una asistencia multitudinaria. Al menos eso estimarían los organizadores, dada la fecha. Históricamente, el cantante arrastra a una muchedumbre en sus presentaciones en las fiestas pineras.
Desde siempre, las preferencias del público de la Isla de la Juventud me resultan indescifrables: se pasan el año suspirando por bandas de moda, pero cuando sí vienen otras agrupaciones de primera línea, no se llena el concierto. No obstante, reconozco que la población ha disminuido y, además, los 200 pesos de la entrada, que en La Habana parecerían una ganga, para la economía familiar del municipio representa un gasto importante.
Al convite del sabor asistimos pocos esa noche. Aseguraba un señor que no iba porque en las últimas dos presentaciones en la Isla, Fabré habló más de lo que tocó. Sin embargo, este fue un concierto sólido, para recordar. Durante cuatro horas y media, que pasaron volando, Cándido dio una función como si fuese a plaza llena: un tema detrás del otro, sin excesos en el alargue de las canciones ni esos coros facilistas que se prestan entre las agrupaciones de música bailable.
Claro, no se esperaría menos de quien ostenta un repertorio de más de dos mil piezas, varias de ellas versionadas por celebridades como los Van Van, Gilberto Santa Rosa, Oscar de León, Willy Chirino y Celia Cruz.
El entusiasmo entre los presentes era contagioso. Los problemas de audio, ya endémicos, no le hicieron mella a la buena vibra. El clímax de la noche vino con su popular tema Bembé. Todos coreaban "pa’ que se vaya lo malo", y de repente a dos personas les vino una tembladera insólita. Pareciera que estaban poseídas y fuesen parte de alguna liturgia al aire libre. En el intervalo entre esa canción y la otra, mientras los músicos cogían resuello, aquellas mujeres retomaban el control de su cuerpo, cuando la energía iba pasando.
Al final de la velada, el artista se despidió hasta una próxima vez, mientras muchos de los presentes se quedaban con el deseo de amanecer. La condición de isla – isla dos veces-, más la falta de opciones que impone el transporte, prácticamente obligaban a la orquesta a ir directo del escenario para el barco. Esta vez sin tiempo ni para descansar. El catamarán saldría al alba.