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Eudald Espluga te pide que ‘No seas tú mismo’

El filósofo radiografía a una generación fatigada por las promesas del capitalismo digital en un ensayo que también es arma de resistencia.

Barcelona
El filósofo y periodista cultural Eudald Espluga, autor de 'No seas tú mismo', en Barcelona. ANTONIO NAVARRO WIJMARK

Eudald Espluga llega tarde a la entrevista. Y cansado.

Hace poco que ha aterrizado en un nuevo trabajo, y no da abasto. Justo lo que uno espera de alguien que viene a hablar de un libro subtitulado Apuntes sobre una generación fatigada.

Espluga encaja con el prototipo de eso que conocemos con el nombre de milenial: treintañero (nació en Girona en 1990), urbano (vive en Barcelona), curtido en medios digitales de espíritu juvenil (de Vice PlayGround, pasando por Radio Primavera Sound), activo en redes... y barbudo, claro.

Pero, precisamente, este filósofo y periodista cultural dedica gran parte del libro que motiva esta entrevista, No seas tú mismo (Paidós, 2021), a combatir el mito milenial perpetuado por el marketing y los medios de comunicación. No es su único caballo de batalla: el capitalismo de plataformas, la hiperproductividad neoliberal y los discursos de autosuperación personal son otras de las dianas a las que apunta su ensayo, una lúcida radiografía de esta sociedad cansada de trabajar para vivir y de vivir para trabajar. 

- No seas tú mismo carga contra esa idea de los mileniales como la generación creativa, amoldable y tecnológica. Escribes que, en 2021, los mileniales “somos adultos en edad de cotizar que combinamos tres trabajos para llegar a fin de mes y no hemos conseguido tener una relación estable y duradera ni con nuestro gestor”. ¿Qué definición de milenial propondrías para el diccionario, pues?

- Seré breve pero rebuscado: milenial es una categoría que funciona muy bien por parte de determinados grupos mediáticos para menospreciar determinadas formas de trabajar, de ser y de vivir. Para mí, importa más cómo se usa la categoría milenial que lo que designa. Y rechazo la lectura generacional de lo milenial porque las experiencias de una generación no vienen definidas por su grupo de edad, sino por otros muchos motivos, como sesgos de clase, de género, de grupos culturales… La edad no es definitoria.  

- De hecho, en el libro argumentas que “la violencia inmobiliaria o la pobreza energética son fenómenos mucho más mileniales que Pokémon Go o el shitposting”.  Y esos fenómenos son intergeneracionales: hay muchísima gente de 50 años que se queda sin trabajo y cae en la precariedad.

- Sí, justo la última novela de Belén Gopegui, Existiríamos el mar, habla de personas que rondan la cuarentena que se ven obligadas a compartir piso. Al final, la situación de precariedad causada por la digitalización del mundo laboral es mucho peor para las personas que tienen 50 ó 60 años, que son las que se convierten en parados de larga duración y que sufren la incapacidad de integrarse en el mercado laboral, ya sea por su edad o por sus capacidades técnicas. Es gente a la que, además, cuando busca herramientas para mejorar su empleabilidad, se le ofrece cursos enfocados desde una perspectiva de automejora individual. Por ejemplo, talleres de mindfulness o de gestión del estrés. A una persona de 58 años que no encuentra trabajo ni en un supermercado le recomiendas un curso de gestión de las emociones. Me parece terrible. 

- Otro mito que intentas derribar en No seas tú mismo es la distinción entre mundo real y digital. “Nuestra condición es poshumana, nos guste o no”, escribes.

- Esa distinción tan grande que hay entre lo que es natural y lo que es artificial es en realidad una falsa dicotomía. Siempre hemos sido poshumanos, la tecnología ha definido nuestra existencia desde el principio: cuando aprendimos a calentar la comida, cuando empezamos a escribir... La idea de la condición poshumana permite romper con los relatos del mundo online/offline que hacen que pienses que tu cuerpo digital es distinto del físico, o que internet es una realidad inmaterial. No hay que entender lo digital como una suma de unos y ceros, como algo abstracto. Detrás del mundo digital hay empresas con intereses económicos, conflictos geopolíticos, problemas de logística y obtención de recursos, costes energéticos... Tenemos que pensar el capitalismo de plataformas como una transformación material del mundo.

- Hablando del mundo online/offline, justo ahora Facebook trabaja en ese entorno virtual que es Meta.

- Sí, es como volver al imaginario de internet de los noventa y primeros dosmiles, al videojuego Second Life. Y eso sucede después de que a Facebook le haya empezado a salir toda la mierda. Se han evidenciado las implicaciones de su actividad empresarial, y Facebook ha decidido cambiar el imaginario.

El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, saluda a su avatar virtual del metaverso. META

- En tu ensayo también cargas contra ese discurso del valor de la creatividad tan propio de Silicon Valley, que el economista estadounidense Richard Florida encarna mejor que nadie con su tesis de que las ciudades mejoran con la presencia de las industrias creativas. ¿No es objetivamente mejor tener un barrio lleno de empresas tecnológicas que de fábricas vacías?

- Sí y no. Evidentemente, si el debate es entre conflictividad social y usos empresariales, puede que sea mejor. Pero lo que yo critico es que, al poner la creatividad en el centro, lo que se acaba haciendo es parasitar los discursos críticos con ciertas ideas de productividad y explotación. Eso se puede ver en las “oficinas creativas”: ponemos un futbolín y unos sofás para que estés a gusto, y así se acaba borrando la línea entre vida privada y trabajo. También se aprecia en esos discursos de que el trabajador feliz es más productivo que el infeliz. Todo queda subsumido a estas lógicas, incluso la propia creatividad, que es lo que puede singularizar a la persona. Por otro lado, el concepto de las “ciudades creativas” se usa para crecer industrialmente hacia modelos que generan mayores desigualdades de las que había antes. No es lo mismo un barrio industrial formado por trabajadores de la zona que uno dominado por empresas deslocalizadas como Glovo, que se basan en el capitalismo de plataformas y en las que hay explotación laboral, con contratos de falso autónomo.

- ¿No idealizas un poco el pasado fabril? Como si la vida de esos antiguos obreros industriales hubiera sido maravillosa…

- No, no, pero en los antiguos barrios industriales sí que había, como mínimo, un entorno social próximo, una integración urbana. Había explotación, claro, pero era más fácil articular una respuesta a eso. Cuando la empresa para la que trabajas tiene la sede repartida entre Bruselas y Nueva York y tú no tienes derechos laborales, es más difícil luchar.

- Tu libro es muy crítico con el neoliberalismo. Hay mitos de esa ideología que ya parecen superados, como el fin de la historia pregonado por Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín. Pero hay uno que se mantiene, y que constituye el eje de tu ensayo: la cultura del sé tú mismo. ¿Por qué es tan seductora esa idea?

- Uno de mis pasatiempos favoritos es seguir el Instagram de Fukuyama. Ahora está medio retirado y se pasa el día construyendo sillas de madera a mano. Para él sí ha acabado la historia: los ganadores como Fukuyama están una zona de confort perfecta. ¡Me parece sintomático! (risas). Yendo a tu pregunta, el neoliberalismo instala la idea de ser el empresario de uno mismo. La vida pasa a formar parte de la gestión productiva, desde lo hormonal —cómo te alimentas y duermes— hasta el trabajo de tu imagen —ve al gimnasio, retócate, cuida tus perfiles sociales—. Y la idea del “sé tú mismo” es poderosa porque entronca con unos discursos de la cultura de autoayuda que tienen que ver con la autenticidad. Cuando la identidad está tan problematizada por los discursos neoliberales, constantemente se te cuestiona a ti mismo. En las redes sociales se te dice que no seas falso, que seas auténtico. Así, en un contexto en el que hay tanta presión para gestionar tu individualidad, la apelación a la autoidentidad es el faro que sirve de guía para tirar hacia delante. Y eso es muy perverso: se conecta la parte más productiva del mundo neoliberal con la más terapéutica del autodesarrollo.

- De la mano del sé tú mismo va la idea de la fatiga, eje central del libro. Explicas cómo, en el contexto del capitalismo digital, ser uno mismo se convierte en “un trabajo inacabable”. Pero eso, al final, depende de cada uno, ¿no? Puedes decidir si estás o no en Instagram y Tinder.

- No, no depende de cada uno. El capitalismo de plataformas no solo afecta a los que van con un móvil a todos lados y se abren un perfil en las redes. El hecho de decidir tener o no tener un perfil en las redes no es una libertad real, de elección, sino que viene condicionado materialmente: en el trabajo te pueden pedir que tengas WhatsApp o Telegram, un correo electrónico, etc. E incluso si escapas a eso, habrá trabajos a los que ya no podrás acceder, que te serán negados. Por otro lado, el capitalismo de plataformas incide en todos los espacios, más allá de que estés conectado o no: el precio del alquiler de tu ciudad, las compras… Existe una estructura industrial que te afecta. En el supermercado, las métricas condicionan la disposición de los productos. Plataformas como Amazon Web Services gestionan los datos de las ventas online de medio mundo. Y, cuando viajas en avión, los motores de General Motors recopilan datos de su funcionamiento. El mundo funciona a partir de todo eso.

- Vamos, que no hay escapatoria.

- No, en ese sentido no. Pero hay que ser conscientes de la capilaridad material de las plataformas para poder dar una respuesta, porque sí que puede haber reacción: regular las empresas, crear redes alternativas... Para actuar, hay que ser consciente de cómo funciona el capitalismo digital. Y por eso hay que combatir también los imaginarios detox. Da igual que quieras combatir la fatiga desconectándote unos días de tus redes.

- Otra idea que combates es la de que pasarse el día enganchado a, por ejemplo, Instagram sea un “festín narcisista”.

- Hay que ser conscientes de todo el dispositivo técnico que hay detrás de algo como un selfie. Como explica Geert Lovink en Tristes por diseño, el selfie no es un acto individual: hay un montón de tecnología que te lleva a hacerte uno. Desde la cámara frontal al discurso en torno a las imágenes. Hay muchísimos condicionantes, un selfie forma parte de una estructura que va más allá de ti. Por otro lado, hoy, si quieres trabajar en algunas empresas, seguramente te pedirán que abras un perfil de Instagram, TikTok o Twitter, y tú tendrás que usar esas redes para entender cómo funcionan. No es una cuestión de que a los jóvenes simplemente les guste pasar mil horas ahí.

'This is fine', meme utilizado a menudo para expresar la fatiga. ARCHIVO

- El problema de la fatiga provocada por las plataformas digitales se discute recurrentemente en los medios. Y coincide con otros debates como el de la renta universal, la desigualdad salarial o la utilidad de determinados tipos de trabajo. ¿Crees que se acerca un cambio de paradigma, que vamos hacia un replantemiento del modelo laboral?

- Sí, me parece que hay una idea de que estamos en un momento límite. Por ejemplo, en Estados Unidos ahora está el fenómeno de The Great Resignation. En un contexto pospandémico, muchos están abandonando sus empleos voluntariamente, prefieren no trabajar a estar mal pagados. Si a eso le sumamos que se ha roto el estigma de las enfermedades mentales, que ahora vemos que la depresión o la ansiedad son tan importantes como romperse un brazo, vamos hacia una transformación. Ahora bien, hay un punto peligroso, porque, por ejemplo, en el terreno de la salud mental, se puede caer en una visión demasiado patológica, olvidando las causas materiales del malestar. Por ejemplo, el síndrome burnt out se suele abordar como un problema individual que hay que curar, y no como un problema estructural. Tenemos que ver qué es lo que genera ese malestar para transformar sus causas, no hay que caer en el inmovilismo.

- Hablando de inmovilismo, en el libro cargas contra filósofos-estrella actuales como el surcoreano Byung-Chul Han, que también ha radiografiado la fatiga del yo provocada por las plataformas, pero desde una visión algo nihilista. 

- Byung-Chul Han plantea imaginarios desmovilizadores, el no poder poder. Sus libros transmiten la idea de que no podemos hacer nada contra el capitalismo. Pero es un autor con una gran capacidad de movilización de imaginarios colectivos. Por ejemplo, sus entrevistas y artículos son lo más leído con diferencia en la sección cultural de periódicos como El País. Yo recomiendo mucho el libro ¿Por qué (no) leer a Byung-Chul Han?, en el que varias autoras argentinas analizan críticamente su discurso, que puede ser muy inquietante en su parte propositiva, como cuando aboga por una salida comunitaria de tipo pastoral para escapar de los efectos del capitalismo.

- Frente a la visión desmovilizadora, tú defiendes la idea de la improductividad para romper con el sistema. ¿Cómo se combate desde la pereza?

- Haciendo de El derecho a la pereza de[l revolucionario francocubano del siglo XIX] Paul Lafarge un manifiesto, que ya lo es. En ese texto, Lagarfe no solo cuestionaba la idea de la productividad, sino el amor al trabajo, el convertir en personal algo que no debería serlo. Y planteaba la vagancia como una forma de dinamitar esa dinámica. Uno de los problemas de leer hoy a Lafarge es que lo filtramos desde la visión del ocio creativo de Silicon Valley: el “necesitas descansar para ser más productivo”. Y lo que tenemos que hacer es reivindicar una atención no productiva. Hay que generar dinámicas que no puedan ser apropiadas por el discurso productivista, buscar imaginarios no reapropiables.

- ¿Por ejemplo?

- Pienso en los imaginarios del juego, una actividad que sigue acarreando un estigma social, y que reivindico como forma de perder el tiempo, y que no puede ser reaprovechada. También pienso en las ideas del xenofeminismo, un movimiento que busca la reapropiación de la tecnología bajo lógica hacker para darle otro sentido. O en el concepto de arquitectura menor, defendido por figuras como Jill Stoner, que aboga por resignificar lo que ya tenemos para hacer un mundo más habitable. Por otro lado, creo que la sociabilidad online puede ayudar a crear acciones de carácter colectivo puramente improductivas. Un ejemplo es la cultura meme, en la que se crean productos por pura diversión.

- ¿Puede un meme cambiar el mundo?

- No, evidentemente que no. Pero se ha subestimado su capacidad como productos culturales de aglutinar estados de malestar colectivos. Un meme se viraliza porque es de todos, no hace referencia a ser uno mismo. Eso permite aglutinar afectos bajo ideas fuerza, organizar una comunidad alrededor de sentimientos y fuera de una lógica de obtener beneficios. Pero no, los memes no derrocarán un Gobierno. Y probablemente tampoco una empresa.

Editor jefe de COOLT.