El Cuervo, una ‘rara avis’ en la edición boliviana

En un mercado reducido, la editorial dirigida por Fernando Barrientos ha logrado alzar el vuelo con su apuesta por la literatura autóctona.

Algunos de los libros de la editorial boliviana El Cuervo. ELENA CANTÓN
Algunos de los libros de la editorial boliviana El Cuervo. ELENA CANTÓN

Tarija es la capital de la provincia de Cercado, ubicada al sur de Bolivia. Una ciudad pequeña, rodeada de valles, fronteriza, que linda con el norte de Argentina. En una de sus calles laterales, durante los años noventa, funcionó el bar Caretas, donde se juntaban artistas, músicos, políticos y poetas. “Un bar minúsculo”, dice Fernando Barrientos (1977), el fundador de la editorial boliviana El Cuervo. “Lo regenteaba un mítico trotskista que hay en Tarija, que se llama Julián Cartagena. Un semillero de chicos jóvenes y también un punto de encuentro con gente rara”.

Frente a la barra, terminando una copa o pidiendo otra, esas noches de fin de siglo XX, solía sentarse un hombre con sombrero. Había días que estaba solo; otros, acompañado. Fernando, en los años donde aún no se decidía si mudarse a La Paz a estudiar Literatura o Sociología, lo encontraba cada vez que entraba al bar. Lo escuchaba hablar de política, mujeres, literatura y amigos poetas. También, narrar su trashumancia. El hombre era el poeta Julio Barriga. De a poco, empezaron a armar un vínculo de maestro y discípulo o, mejor, una amistad entre dos hombres interesados por la literatura.

Desde 1985, Barriga recorría con frecuencia, por trabajo, el camino que iba de Tarija a la Argentina. “Una vez que se fue me dejó un libro grande, manuscrito, a mano. Eran tres libros juntos. Yo lo guardé y cuando volvió se lo devolví”, dice Fernando por videollamada, protegido del frío paceño con una campera de cuero negro a tono con la polera y su contundente cabello, que cae como una ola por su frente. Luego, Fernando marchó a estudiar Sociología a La Paz. Por un tiempo, los amigos perdieron asiduidad. Hasta que, seis años después, Barriga lo fue a visitar con esos mismos papeles adentro de su mochila. “Julio me pidió que lo ayudara a editarlos. Buscamos una imprenta, un diseñador, y lo hicimos. Pero los libros no salieron muy bien, eran un poco precarios. A los dos años, Julio escribió otro libro, de aforismos, que salió mejor. Esos dos libros fueron mi primera experiencia como editor”.

Ambos libros, amateurs, precarios, valiosos, sin que Fernando y Julio lo supieran, a sus espaldas o enfrente suyo, estaban criando cuervos.

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En las últimas materias de la carrera de Sociología en la Universidad Mayor de San Andrés, Fernando Barrientos tenía la certeza de que sus intereses no estaban vinculados con Weber, Marx, Durkheim y otras teorías que venía estudiando. Intuía que iban por otra carretera, relacionados con las lecturas de ficción que fue haciendo en paralelo en sus años de estudiante y, en particular, con el entorno de amigos y colegas que lo rodeaban.

“El interés por la literatura me puso en problemas prácticos: ¿qué hacer? Yo trabajaba en oficinas públicas, pero tenía la mirada puesta en la literatura. En ese momento surge la idea de publicar un tercer libro de Julio Barriga. En esta tercera oportunidad, quería corregir los errores. Además, estaba muy consciente del boom de editoriales latinoamericanas y españolas. Para mí era claro lo que había que hacer. Había un modelo estético. Entonces lo planteamos como una experiencia más formal, con un logo de la editorial, con corrección de texto, diagramación, una buena portada, una presentación convocada por el blog que teníamos. Ese libro fue Cuaderno de sombra, una buena experiencia piloto que me permitió editar.”

El logo que nombra Fernando Barrientos apareció en el tercer libro de Julio Barriga, que fue, a la vez, el primero de la editorial El Cuervo en 2008. El logo es un cuervo negro, pequeño y desafiante, sobre la cabeza semicalva de Edgar Allan Poe. “El nombre El Cuervo surgió como una epifanía”, dice Fernando. “Estaba anotando nombres en un cuaderno y me vinieron la imagen, el nombre y el logo. Tenía que ver con una obsesión literaria. En Buenos Aires una vez me dijeron, ¿por qué no le pusiste El Cóndor, si en Bolivia no hay cuervos?”, dice con una sonrisa blanca.

El Cuervo fue un hecho inédito en el mercado del libro boliviano. Una rara avis que anidó en internet, en el boom de editoriales independientes de América Latina y en la fila de autoras y autores jóvenes que querían encontrar un lugar para hacer circular su literatura.

Fernando Barrientos, fundador de la editorial boliviana El Cuervo. CORTESÍA
Fernando Barrientos, fundador de la editorial El Cuervo. CORTESÍA

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Fernando no viene de una familia de lectores. En su ciudad natal, Tarija, tampoco abundan las bibliotecas ni las librerías con precios accesibles. La referencia, cuenta Fernando, era una biblioteca franciscana a cargo de un sociólogo franciscano. Su formación literaria penduló entre esa biblioteca y el bar Caretas, aunque también se vio influenciada por la cercanía de Tarija con Argentina. “Mis primeras lecturas fueron rioplatenses: Borges, Arlt, Filloy, Piglia, Saer, Aira”, dice. “En ese momento, en los noventa, la industria editorial tenía editoriales medio antiguas, como Los Amigos del Libro, que venía desde los cincuenta, y algunas que ya no recuerdo cuáles eran. El libro era una mercancía de lujo. Los salarios eran bajísimos y un libro importado podía salir casi igual que un salario mínimo. Los libros nacionales no eran tan caros, pero no eran accesibles a la población.”

Por la poca circulación de libros nacionales, Fernando tenía poco contacto con la generación de literatura boliviana que cerraba el siglo XX. Apenas conocía, en parte, la obra de Jaime Saenz, poeta y narrador, pero no mucho más. “Saenz es un mito, me costó entrar a su obra”, dice, “pero cuando entré, intenté leer todo lo que conseguí. Y eso me ha abierto a conocer nuevos autores, por ejemplo, Ramón Rocha Monroy, novelista”. En el relato de Fernando, al repasar sus lecturas, vuelve a aparecer el nombre de Julio Barriga: “Por él conocí la obra de sus amigos, grandes poetas la mayoría. Humberto Quino, Jorge Campero, y un narrador que lastimosamente acaba de fallecer, Adolfo Cárdenas”.

La tradición de literatura boliviana no se correspondía con la historia de la edición en Bolivia. “La lectura del campo editorial de Bolivia era obvia, no había que ser ningún iluminado. Las estéticas de los libros eran atrasadas: sobre una pintura al óleo se hacía una portada. Yo no quería seguir ese camino. Internet me ayudó a ver otras cosas. Los involucrados éramos parte de una generación. Había una especie de espíritu de lucha contra lo anterior”.

Fernando conocía lo que estaban haciendo sus contemporáneos, sus pares de generación. Los había leído, eran amigos, y le parecían escritores interesantes. Toda una camada que Fernando había conocido en el año 2000, por medio de una antología de escritores menores de 40 años. En esas páginas había varios debutantes que luego fueron parte del catálogo de El Cuervo: Liliana Colanzi, Giovanna Rivero, Rodrigo Hasbun, Juan Carlos Piñeiro, Maximiliano Barrientos.

“Queríamos publicar lo nuevo, ese era el espíritu. Para armar el catálogo, publicamos los primeros libros intimistas de Barrientos y de Colanzi. Era lo que a mí me gustaba leer y también publicar”, dice Fernando desde su búnker de trabajo, rodeado de estantes con libros. “También pensamos en otras líneas que la nueva generación estaba escribiendo: Rogero hace una cosa más histórica; Mauricio Murillo, algo más fantástico. Buscábamos esa diversidad. Y al tercer año ya nos fuimos a otro género que no estaba siendo muy publicado. Ahí aparece Alex Ayala con Los mercaderes del Che, un autor vasco que vivió en Bolivia 20 años, ligado a lo que se denomina crónica latinoamericana. En algunas cosas fuimos conscientes en armar el catálogo, en otras se fue dando con el tiempo”.

Dentro de ese catálogo con más de 70 títulos, sobresalen Vacaciones permanentes de Liliana Colanzi; la novela Los afectos de Rodrigo Hasbun; los libros de Alex Ayala Ugarte, en especial Rigor mortis, sobre historias y funerales y muerte en Bolivia; los cuentos de Giovanna Rivero, Tierra fresca de su tumba; y la última novela de Maximiliano Barrientos, Miles de ojos.

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En 1996, el gigante Alfaguara entró al mundo editorial de Bolivia, dándole un impulso neoliberal a la industria que se apagó en 2013, cuando cerraron la sede. En la actualidad, ni Random House ni Planeta, los pulpos que todo lo absorben, tienen oficinas en Bolivia. Su ausencia es una oportunidad que tienen las editoriales independientes para cubrir la demanda que, en palabras de Fernando, no suele ser muy grande.

“Si ellas dos estuvieran no sé cómo sería la situación. El mercado del libro en Bolivia es muy reducido, por eso no están. No es negocio poner oficinas, contratar gente. No es un mercado interesante para ellos, que son grupos grandes”, dice Fernando con pausa, pensando cada palabra. Luego continúa: “Como editorial te tienes que enfrentar a una población no habituada a la lectura. No hay una política de fomento. Aunque hayan bajado los índices de analfabetismo, no se han formado nuevos lectores. También se dice, aunque habría que corroborar antropológicamente, que en ciertas partes de Bolivia tendemos más a una cultura oral. Otra cuestión es la piratería, aquí está prácticamente institucionalizada, especialmente en ciudades más pequeñas, donde no hay librerías y se venden [los libros piratas] en ferias. Es prácticamente imposible que grandes grupos se metan acá”.

- ¿Cómo es la relación de las editoriales bolivianas con el Estado?

- Creo que hubo una época, hace como 10 años, en la que el Ministerio de Cultura hacía proyectos interesantes en todas las áreas. Nosotros propusimos un proyecto piloto en 2013 que se llamaba la Biblioteca Plurinacional, que luego la retomaron desde el Estado y llamaron la Biblioteca del Bicentenario, que sigue a un ritmo lento, donde van a publicar los 200 títulos más importantes de nuestra historia. Estamos en un momento, y peor desde 2019, donde se han anulado algunos premios de escritura, de ausencia casi total del Estado. Y es un poco triste. Justamente porque es un área que necesita inyección de presupuesto, de políticas públicas, porque hay una tarea pendiente de democratizar el acceso a la cultura en Bolivia.

- Pronto cumplen 15 años, ¿encontrás cambios en el mercado editorial de Bolivia?

- Varios. Cuando empezamos no había muchas mujeres ni conciencia de eso. Solo se publicaban hombres. Ese cambio ha impactado en nosotros, en nuestro trabajo, y también en el mercado. Hay más autoras, más reconocidas. Otro cambio es que cuando nosotros empezamos no había otros proyectos activos ni constantes. A partir de hace siete u ocho años han empezado otros proyectos, como Sobras Selectas, una editorial independiente de El Alto; otro de Liliana Colanzi, que se llama Dum Dum; otro de Mariana Ríos, Magela Baudoin y Giovanna Rivero, que tienen su colección de autoras mujeres, que se llama Mantis. Gracias a estas nuevas editoriales hay mayor diversidad. Hay aire fresco que vinieron a renovar y diversificar lo que había. Ahora como librero [en 2022 abrieron una librería en la Paz], no solo como editor, veo que estamos mucho mejor que hace veintipico años. No tanto como uno quisiera, pero está mejor.

- ¿Alguna misión pendiente como editorial?

- Seguir poniendo en circulación en Bolivia autores latinoamericanos y españoles. Ya publicamos a Enriquez, Bisama, Casas, Nona Fernández, Terranova. Otra misión es recuperar textos sobre Bolivia, que han publicado extranjeros o fueron publicados en otros idiomas, como Potosí de Ander Izaguirre. Soy consciente de que hay libros bolivianos a ser rescatados.

- Una última: ¿qué cualidad tiene que tener un editor?

- Para mí tiene que ser alguien que esté viviendo intensamente el presente.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.

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