Mate: anatomía de una pasión

Es la bebida por excelencia de Argentina y Uruguay. Y un signo de identidad ancestral que atraviesa todas las capas sociales.

El mate, una bebida que levanta pasión en países como Argentina y Uruguay. ELENA CANTÓN
El mate, una bebida que levanta pasión en países como Argentina y Uruguay. ELENA CANTÓN

Con el desayuno o con el trabajo, con amigos y parientes, en la playa o en la ruta; cuando estamos solos. Especialmente cuando estamos solos.

Por aburrimiento o porque cae la tarde, si nos sentimos tristes o rotos; si algo nos advierte que estaremos tristes o rotos.

Cuando todo se derrumba, o cuando algo se sostiene; en verano y en invierno, con nubes y con sol; seguro, durante las lluvias de abril.

Allí, en cada uno de esos momentos como en cientos de otros, los argentinos y las argentinas, la heredera y el proletario, la generosa y el avaro, el paisano y la socióloga, el abuelo y la adicta a Instagram, Messi y la aficionada, la política que hace campaña y el vecino que la recibe, en el exilio melancólico o alrededor de un fogón, cargando datos en un Excel o contemplando la calle desde un balcón, todos y cada uno de ellos, al menos una vez a lo largo del día tendrán algo en común. Calentarán agua en una pava, colocarán un puñado de hebras de yerba en un recipiente, verterán el líquido sobre las hojas, se llevarán la bombilla a la boca y, tras absorber el brebaje, completarán un rito que se practica en el Río de la Plata desde los tiempos de la conquista: la ceremonia del mate, inefable y sosegada aventura líquida cuya naturaleza excede su condición de consumo gastronómico para ser, gracias a la liturgia que gravita a su alrededor, una parte quintaescencial de nuestra cultura.

En Argentina se consume un promedio de 6,4 kilos de yerba por habitante por año, y está presente en más del 90% de los hogares. Es el país que registra un mayor consumo en términos absolutos, entre 240.000 y 260.000 toneladas cada año, aunque en la vecina Uruguay la ingesta por cápita es mayor: unos 10 kilos por habitante.

Como la música o el dolor, el mate es algo que está en todas partes.

Bebida, o práctica, poco menos que incomprensible para los ojos foráneos, el mate es una tradición ancestral que tiene mucho de traspaso generacional. Se comienza a tomarlo en los hogares, aunque no solamente allí. Decenas de miles de argentinos inicaron su romance con la infusión viendo a sus padres desayunarlo en las madrugadas, antes de salir para el colegio primario, y lo afianzaron en el secundario, cuando tomar mate con compañeros forma parte de uno de los primeros, y más sencillos, gestos de apropiación cultural, de ingreso al mundo adulto. Luego la vida universitaria, tanto como la vida social o más tarde la profesional, afianzarán el vínculo.

El futbolista Leo Messi, compartiendo un mate con sus hijos. FACEBOOK
El futbolista Leo Messi, compartiendo un mate con sus hijos. FACEBOOK

Hasta antes de la covid-19, compartir el mate —es decir, que un puñado de amigos o conocidos se pasaran el recipiente y aspiraran de la misma bombilla— era una práctica de ninguna manera fuera de la común. Al contrario, buena parte de su encanto reside en esa particularidad, en el hecho de beber del mismo dispositivo con gente cercana, como en tiempos tribales, aún cuando ello implique caer en un grado de intimidad infrecuente. Lo curioso es que a la mayoría de los que muchas veces hicimos eso —en una redacción, en una reunión, en una oficina— seguramente se nos helaría la sangre si tuviésemos que compartir un tenedor con el otro o, todavía peor, un cepillo de dientes. Sin embargo, por alguna razón arcana que no está vinculada a la falta de higiene o a un sedimento barbárico de nuestro ADN, sino a un límite lábil, a un vacío legal en la matriz misma del rito, en algún momento nuestra cultura consideró que la “carga afectiva” del acto colectivo relegaba cualquier atisbo de pulcritud individual. El mate, por consiguiente, naturalizó el tráfico de efluvios bucales sin mayores resistencias, como si, por alguna deriva del pensamiento mágico, eso que sucede allí no importara, o no se notara. Es cierto, no todos compartían la bombilla en tiempos precovid, porque siempre ha habido bebedores con algún escrúpulo que, más racionales que generosos, consideraban que la costumbre de “matear”, aún cuando fuera rica e integradora, no tenía porqué convertirse en una experiencia de intercambio molecular. Ellos tenían su propio equipo de termo y bombilla.

Bebida argentina y uruguaya por antonomasia, el mate es lo que el té para los japoneses o los ingleses, una ceremonia idiosincrásica que condensa y consolida en su modesto recorrido algunos de los atributos, o mudos anhelos, de las sociedades que lo practican: sociabilidad, respeto a la tradición, afán de compartir.

Como todo ritual, la ceremonia tiene un método pero sobre todo, a falta de mejores palabras, tiene un alma o espíritu que la eleva de categoría y estatus. No es una bebida, es una institución. El breve pero inevitable circuito de gestos y microestaciones que lo conforman —su preparación y distribución, su consumo— no alcanzan para describir la narrativa total que tiene el alcance de su práctica. En términos aristotélicos, podríamos decir que el rito del mate contiene un pathos, una especie de deslizamiento intangible que permite la circulación de una corriente de empatía entre aquellos que participan de su ceremonia, incluso aún, por paradójico que suene, si se toma solo. Ese pathos es una parte medular de su magnetismo, es lo que hace que su práctica también pueda convertirse en un leve sostén o en un refugio fugaz, una manera de sentirse en casa. En tiempos de incertezas —y la era de la covid es una catedral de preguntas sin respuestas— el mate, con su repetitiva e inclaudicable ritualidad, es una forma de protegerse del sinsentido, una forma de afianzarnos.

El papa Francisco, tomando un mate. ARCHIVO
El papa Francisco, un consumidor habitual de mate. ARCHIVO

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Además de resistentes y guerreros, los guaraníes, la comunidad de aborígenes que habitaban el noreste argentino y parte del actual Paraguay y Uruguay, eran considerados excelentes nadadores y recolectores. En su región, un amplísimo y abigarrado territorio atravesado por ríos y humedales, era —lo es hoy— un espacio fértil en el que el reino vegetal tuvo y tiene su apogeo, creciendo y desarrollándose árboles y plantas que solo pueden hacerlo allí, por su clima tropical. En ese lugar atestado de alimañas e insectos de un tamaño que asustan, en medio de decenas de miles de especies verdes, crece el árbol de la yerba mate. Fueron los guaraníes quienes se iniciaron en la costumbre de consumir las hojas de la planta.

“Un antiguo grupo de los guaraníes llamados avá lo usaba como un ritual. Donde se moría un familiar se plantaba yerba mate. Consumir luego las hojas de la planta era una forma de sentir que ese pariente perdido había entrado en uno y seguía conviviendo”, sostiene el historiador argentino Sergio Wischñevsky.

Indígenas llevan a cabo el proceso de secado y preparación de la yerba mate en un grabado del siglo XVIII. ARCHIVO
Indígenas llevan a cabo el proceso de secado y preparación de la yerba mate en un grabado del siglo XVIII. ARCHIVO

Al igual que lo que sucede con otra ingesta herbácea centenaria como la de la hoja de coca, iniciada y difundida por los pueblos originarios del norte argentino y sur boliviano, la forma de consumir la yerba era masticando su hoja. En su libro Grandes historias de la cocina argentina (Sudamericana, 2021), Daniel Balmaceda coincide con ese origen y agrega que el mate era el recipiente, hecho con calabaza, que usaban varias comunidades indígenas, entre ellas la quechua, para todo tipo de consumo. De hecho, calabaza en quechua se dice “mati”. Con la llegada de los españoles, más precisamente de los jesuitas, la yerba comenzó a ser consumida con agua. “También usaban una caña para tomar de ese recipiente”, agrega Balmaceda.

Los colonizadores europeos quedaron impactados por esta costumbre y su efecto estimulante en los nativos. ”Se dieron cuenta de que los guaraníes trabajaban mejor cuando lo consumían", agrega Wischñevsky.

Fueron los mismos jesuitas, a partir del siglo XVII, quienes, luego de descubrir las posibilidades de desarrollo vertiginoso de la planta, hicieron crecer su producción. Y fueron ellos también los que abrazaron el consumo, como una manera de integrarse en la sociedad nativa.

Hasta su expulsión en 1767, la orden religiosa consiguió un incremento exponencial en su cosecha, llegando a tener más de 100.000 guaraníes trabajando —esclavizados— en las plantaciones. Parte de esa realidad está abordada en la película La misión, protagonizada por Robert De Niro y Jeremy Irons y ganadora de la Palma de Oro en Cannes en 1987.

El largo período del virreinato hizo que ese rito que los jesuitas incorporaron en la zona mesopotámica, y que luego algunos colonos comenzaron a saborear, se expendiera en varias direcciones, hasta llegar a la ancha Pampa húmeda. Allí, el criollo, o gaucho, fue aceptando el mate como parte de su menú, hasta consolidarse como un consumo inalterable. Ya para el siglo XIX el mate aparece como la bebida prototípica en el imaginario campestre vernáculo. De hecho, lo encontramos en el Martín Fierro, canónico y extenso poemario fundacional de la literatura argentina cuyo autor, José Hernández, publicó en 1872. “Sentado junto al fogón a esperar que venga el día, el mate se prendía hasta ponerse rechoncho, mientras su china dormía tapada con su poncho”.

Un soldado tomando mate, en un grabado de 1821. ARCHIVO
Un soldado tomando mate, en un grabado de 1821. ARCHIVO

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Vinculado de manera indisoluble a la identidad regional, el mate forma parte del acervo cultural rioplatense. Su presencia puede rastrearse en el cine, en la literatura, en el teatro y, sobre todo, en nuestra música ciudadana arquetípica, el tango. Clásico inoxidable, la canción ‘Yira Yira’, compuesta en 1929 por Enrique Santos Discépolo y popularizada por Carlos Gardel, contiene una de las frases más célebres y crudas del género: “Cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer, secándose al sol”.

Tanto en este caso, en el que se describe el último zócalo de la miseria —crisis del 30—, como en otros, la letra no hace más que señalar, con fina sutileza, su condición de alimento-elemento indispensable, no solo porque forma parte del núcleo duro de la cotidianidad, sino porque su bajo costo —el kilo de yerba se consigue por 240 pesos, menos de 2 euros— lo hace accesible aun en situación de zozobra.

La estrella del tango Carlos Gardel, interpretando la canción 'Yira Yira', en 1930. YOUTUBE

Acaso como el asado—aunque ahora algo menos en tiempos de furor vegetariano—, el mate es un concepto social, una idea, un pliegue de nuestra identidad que recorre el mundo adulto de un extremo al otro. Lo es para los abuelos, que lo consumen con bucólico placer, y lo es para la cada vez más larga patria de la juventud, cuyos integrantes detectan en él un registro de confianza, un guiño generacional, una marca. Los hilos invisibles que se mueven en las espaldas del rito están hechos del mismo material con el que se erigen las amistades y los recuerdos.

Mientras se escribe esto o mientras ustedes lo leen, en algún lugar del Río de la Plata y alrededores habrá dos amigas o amigos que se juntarán para iniciar un diálogo cualquiera y matizarán —sostendrán— el encuentro con mate. Es probable que una de ellas, mientras relata algo denso o banal con simpática locuacidad, inicie la ceremonia con naturalidad, como quien se ata los cordones. Es probable, entonces, que tome el frasco o tarro de yerba, que vuelque parte del contenido dentro del recipiente o mate propiamente dicho y que, tras alcanzar una cierta cantidad que nunca está estipulada pero que por lo general es un 75% del mate, lo dé vuelta, sosteniendo con una palma la yerba para que no caiga, y agitándolo un poco, para eliminar el polvo, que quedará en la mano. Luego, tras enterrar la bombilla, lanzará el agua sobre la yerba y, mientras continúa charlando, mirará con atención el breve recorrido del pequeño hilo de agua humedeciendo las hebras y haciendo crecer el contenido, hinchándolo, emanando alguna breve voluta de humo. De inmediato, sin dejar de hablar y de observar el mate, se lo dará a su amiga o amigo o lo tomará. Así hasta acabar el agua del termo. O hasta que la yerba empiece a flotar, desarticulada, señal de que es tiempo de renovarla.

Su efecto tranquilizador, su posibilidad de placebo, sus poderes bajativos o laxantes, su capacidad también para sublimar otros vicios poco sanos, configuran y completan su constelación de virtudes. Y, por supuesto, su condición de bebida sana, natural, surgida de la tierra, constituye, en tiempos de corrección alimentaria, otro atributo inapelable.

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Si bien Argentina y Uruguay son las capitales mundiales del mate, también es consumido en países como Chile y Venezuela y en destinos lejanos, casi impensados, como Siria, El Líbano o China. La razón por la que se consume en Oriente Medio es porque hubo una inmigración árabe al Río de la Plata a mediados del siglo pasado que luego retornó a sus países de origen habiendo contraído la costumbre.

En Argentina hay una industria de la yerba mate. En 2020, y pese a las restricciones impuestas por la pandemia al comercio internacional, el país vio crecer sus exportaciones de este producto en casi un 10% con respecto al año anterior, alcanzando los 94 millones de dólares, que representan un 0,3%  del total de exportaciones nacionales. Argentina concentra la mayor superficie de cultivos de la planta, unas 165.000 hectáreas. Lejos de Brasil (85.000) y Paraguay (35.000). Para dar una idea de su magnitud, y pese a que la yerba, por el clima, solo puede desarrollarse en dos provincias (Corrientes y Misiones), esa superficie es apenas un poco menor a la destinada a los viñedos —que se siembran en más de 15 provincias—, que suman 220.000 hectáreas cultivadas. El principal destino de las exportaciones en 2019 fue Siria (31 millones de kilos), seguido de Chile y el Líbano. Después de ellos, el “consumo de la nostalgia”: España, Estados Unidos y Francia, los destinos con mayor inmigración argentina de las décadas recientes, donde miles de rioplatenses mitigan la distancia “mateando” y sintiendo, al menos durante la hora diaria que dura el termo, que con cada absorción algo de aquella historia, un aroma de la patria que dejaron, les vuelve al cuerpo.

Termo y mate, compañeros inseparables para gran parte de la población de Argentina. UNSPLASH/LAUTARO ANDREANI
El termo, compañero inseparable de los consumidores de mate. UNSPLASH/LAUTARO ANDREANI

Curioso, pero el rito ha tenido una sutil transformación en los últimos tiempos. Hasta hace algunos años, quizás hasta finales del siglo pasado, era usual encontrar “mateadores” que le agregaban unos granos de azúcar, o en su defecto edulcorante, al mate. Pero desde un tiempo a estar parte, tal vez porque los fundamentalistas del mate amargo, que consideraban que agregarle azúcar era una usurpación intolerable, siempre fueron un grupo homogéneo, o tal vez por el creciente desprestigio alimenticio que el azúcar, y su amenaza calórica, fue acumulando, lo cierto es que el mate sin aditivos consolidó su reinado. La ceremonia, además, guarda otra curiosidad. El mate no se sirve, el mate no se convida, el mate, menos aún, se reparte: el mate se ceba, un verbo de uso casi exclusivo para designar la acción con la que se cumple la ceremonia, como si corriera peligro de desgastarse, como si fuera propiedad de la bebida. 

Acostumbrados a futbolizar nuestra cultura, podría decirse del mate, de su ceremonia laica y cotidiana, de su prosapia y su carga emotiva, lo mismo que se dice de cualquier otra pasión: más que una costumbre es un sentimiento. Uno que no se puede tapar.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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