Messi: matar al padre

Chivo expiatorio de las frustraciones nacionales, siempre a la sombra de Maradona, ¿se ganó Lionel al fin el corazón del pueblo argentino?

Leo Messi, celebrando la victoria de la selección argentina en la Copa América 2021. ELENA CANTÓN/FOTO: AFA
Leo Messi, celebrando la victoria de la selección argentina en la Copa América 2021. ELENA CANTÓN/FOTO: AFA

Fundada en 1985, Rock&Pop es una radio pionera entre las FM de la Argentina y fue, al menos durante tres décadas, decisiva para la difusión en el país, a través de sus repetidoras, del rock local e internacional. Líder en audiencia, su sistema de consagración artística establecía, en base a una programación precisa, la aristocracia rockera del país; sus conductores, en tanto, eran verdaderas estrellas mediáticas y las bandas que se escuchaban allí, si ya no lo eran, a partir de sonar en la emisora muy probablemente se volvían conocidas. 

Como suelo llegar tarde a todos lados, trabajé en la Rock&Pop durante dos años hasta hace muy poco, cuando de aquella gloria solo quedaba el recuerdo. Desguazada aunque resistente, a partir de la década del 10 la radio comenzó a perder brillo y a deambular, irremediable, cerca del décimo lugar entre las más escuchadas. Su eclipse a nivel masivo de alguna forma representa, aunque lo excede, la abdicación del rock como cultura popular dominante, inclinado, pero nunca arrodillado, ante el altar de la cumbia, el trap o incluso los sonidos melódico-pop.

Pese a esa realidad, la radio todavía conserva una pequeña pero intensa audiencia cautiva, una aldea gala con oyentes de más de 40 años de promedio que, por lo general, viven en barrios trabajadores o de capas medias y medias-bajas, son adictos al rock clásico, a cierta idea algo dogmática del placer y tienen un canon de idolatría bastante claro y rígido. Es un Olimpo cuya consistencia no tiene la más mínima rajadura y que encabeza, imperial y eterno, Diego Armando Maradona. Un escalafón debajo, restalla una larga constelación de apóstoles dorados —Mick Jagger, Angus Young, Indio Solari, Luca Prodan, Charly García, largo etcétera— que se sientan en la corte de aquel Dios enrulado.

En ese universo simpático y “testosterónico” existe una franja, acaso minoritaria pero no por eso poco exaltada, cuyo fundamentalismo vintage no ofrece grietas, y cuyas convicciones de hierro son defendidas con más orgullo que a la propia familia o a la propia cerveza. El temperamento de esos viejos mohicanos se expresa en perennes gustos musicales —para ellos la radio debe pasar Deep Purple a diario por orden constitucional—, su escasa flexibilidad para tolerar géneros que nunca fueron de su agrado —Arjona despierta tanto odio como la policía; a Dua Lipa, en cambio, es probable que la confundan con una montaña— y una terca, curiosa y llamativa incapacidad para aceptar en sus negros corazones al otro mejor futbolista de la historia, el rosarino Lionel Messi.

Cuando llegué a la radio tenía, como cualquier argentino aficionado al fútbol, una idea bastante consolidada del lugar que ocupaba Messi en nuestro ecosistema emocional. Creía que, después de algunas zozobras derivadas de la final perdida en el Maracaná, finalmente su talento y su grandeza ilimitados habían generado un nivel de idolatría y de cariño poderoso, distinto, claro está, al amor bíblico que despertó siempre Maradona, pero no por ello menos profundo y verdadero. Creía que, al fin, habíamos podido aceptar masivamente que Messi no tenía por qué ser campeón del mundo, ser histriónico o convertir su vida en un melodrama agónico para que esa porción crispada y esquiva de la sociedad se animara a abrazarlo y a proclamar, sin que su patriciado de totems tambaleara, que él también había alcanzado esa cumbre, que también era el más grande. Más aún, creía que no era necesario caer en la superstición de que había que matar al padre (Diego) para que su hijo pudiera reinar. Y que esa concepción extorsiva, impiadosa del amor por la patria, la que cree que el carácter se demuestra con ira o con desesperación teatral en la derrota o con algún tipo de humillación jactanciosa en la victoria, era una idea del pasado.

Estaba equivocado.

Cuando en el programa en el que trabajaba hablábamos de Messi al aire —y era algo que sucedía una vez a la semana o cada 10 días—, la andanada de mensajes que recibíamos de los oyentes subía exponencialmente. Algunos de ellos los emitíamos, pero la gran mayoría no, no solo porque no había tiempo físico para hacerlo sino porque muchos eran irreproducibles, por su desprecio o por su procacidad, por su escasa profundidad de análisis o porque siempre, y a cuento de nada, aparecía la comparación hiperbólica, injusta y manipuladora con Dios, con Maradona. Nunca dejaban de aparecer, también a cuento de nada, la palabra “huevos” —algo que reflejó siempre la prensa sensacionalista—, como sinónimo de coraje, o la incomprobable, absurda acusación “no siente la camiseta”. No importaba que Messi siempre diera la cara por el equipo, que no faltara a un solo partido, que intentara hacer magia en el medio de un desierto de compañeros desdentados: había una fijación, una especie de extraña neurosis plebeya que lo convertía en el chivo expiatorio de las frustraciones nacionales. Después de escuchar aquellos mensajes me invadía una amargura espesa. Ya en el auto, de vuelta a casa, ese sentimiento se atemperaba y le daba paso a un ligero optimismo melancólico, sostenido en la creencia de que ese castigo tenía el tamaño de lo que en verdad se esperaba de él. Recordaba aquella vieja frase adjudicada a Ricardo Lorenzo, Borocotó, prócer del periodismo argentino: “Cuando el carro está embarrado, el jinete castiga al carnero porque sabe que es el único que lo saca del barro”.

Portadas de diarios argentinos tras derrotas de Messi con la selección. ARCHIVO
Portadas de diarios argentinos tras derrotas de Messi con la selección. ARCHIVO

Luego volvían a emerger las mismas preguntas de siempre: circulares, tediosas, incapaces. ¿Cómo puede ser que no lo quieran, incluso después de tanto tiempo? ¿Por qué no pueden aceptarlo así, lacónico, algo lejano, suave? Si, tal como parece, Messi no va a “sacar” campeón del mundo a Argentina, ¿podemos ser tan necios de desperdiciar la posibilidad de ser felices viéndolo sin pensar en lo que le falta sino en todo lo que le sobra: ese resplandor unánime que desata su genio? ¿Para qué consumar esa obra maestra del boicot? ¿De qué habla esa omisión, ese enojo, de qué cielo perdido?

Las respuestas llegaron en el año de la peste.

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En Totem y tabú, su libro preferido, Sigmund Freud (Příbor, 1856 - Londres, 1939) presenta a un padre cuyo goce escapa a toda ley, a toda prohibición. “Se trata de un padre dueño y señor del goce”, sostiene el neurólogo austríaco. Estudioso de ese texto, Jacques Lacan observará más adelante que la muerte del padre tendrá una estrecha relación, en la elaboración freudiana, con la satisfacción pulsional y con la verdad inconsciente.

Cerca de las 12 del mediodía del miércoles 25 de noviembre de 2020, menos de un mes después de cumplir 60 años y en medio de una extraordinaria pandemia planetaria, muere en Buenos Aires Diego Armando Maradona, probablemente el ser humano más amado de la historia de Argentina, seguro el más célebre. Deja atrás una peripecia vital más grande que la vida misma, el protagonista colosal de una narrativa tan trepidante como inabarcable; su aventura física, un largo viaje atravesado por la pasión, la rebeldía, el hedonismo y el exceso, se apagaba para darle paso a la leyenda.

Como hongos luego de una larga lluvia tropical, en Buenos Aires y el mundo florecieron los homenajes. Su largo, caótico funeral recordó las exequias de Juan Perón. El cosmos se llenó de congoja y una ola de sensibilidad cubrió el Río de la Plata.

Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, en Barcelona, cuatro días más tarde, Lionel Messi le rinde un tributo sencillo, original y sutil como su fútbol, acaso también como su carácter. Después de anotar un golazo sin tiempo, se quita la camiseta del Barça para exhibir una vieja casaca que usó Maradona en su breve paso por Newell's, el club en el que Messi en parte se formó y del que es hincha.

Video de Canal 13 del homenaje de Messi a Maradona. YOUTUBE

Aquello fue un gesto, el primero de una serie, que nos emocionó a todos y que lo acercó al corazón del sentimiento argentino. Ahí había un tipo que demostraba su dolor con un bello alegato de amor. El Dios del fútbol había muerto y su heredero, el hombre al que muchos no le perdonaban ser tan grande como él, acaso porque aceptándolo creían infantilmente que lo traicionaban o que ese amor se profanaba, se persignaba en silencio con una acción que también era una declaración de principios: es la mejor historia del fútbol argentino la que nos une.

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Río de Janeiro, estadio Maracaná, 23:10 de la noche del domingo 11 de julio de 2021. El árbitro uruguayo Esteban Ostojich marca el final del partido y Lionel Messi se derrumba a un costado de la mitad de la cancha. Argentina acaba de salir campeón de América después de 28 años derrotando a Brasil 1 a 0. Aunque el árbitro le da la espalda, Messi es el primero que se da cuenta del final, es el primero que cae. Enseguida se toma la cara pero sus manos no logran esconder ni apagar el relámpago de felicidad que asciende por su cuerpo y que explota en su rostro, desdibujado, emboscado por micro gestos balbuceantes de esplendor. De inmediato, el capitán es alcanzado por sus compañeros, que lo rodean y lo abrazan como se abraza a alguien que se adora y que se admira: creen que es alguien que merece más que nadie ese premio. El tamaño de su festejo da la pauta del tamaño del anhelo, un hito que desvelaba al crack más que ningún otra cosa. Ser campeón con la camiseta albiceleste era su quimera y su obsesión. Finalmente, lo conseguía siete meses después de que su “padre” muriese. “Siento que Dios —dijo Messi entre lágrimas— estuvo guardando este momento para mí, contra Brasil en la final y en su país”.

El verano europeo siguió siendo intenso para el 10, porque cuando no se habían apagado los estertores de la Copa América, el presidente del FC Barcelona, Joan Laporta, detonó una bomba que sacudió el mundo: el club catalán, después de convertir a Messi en su símbolo durante más de 15 años y después de que él batiera todos los récords habidos y por haber, después de convertir al equipo en una marca internacional sin parangón, no le renovaría el contrato.

El sueño de jugar toda su vida en un solo club, que además era su casa —un útero cálido, conocido y amable—, y de ese modo emular y superar a Pelé, que hizo casi toda su carrera profesional en el Santos de Brasil, quedaba trunco.

“Decir adiós es crecer”, canta Gustavo Cerati en una canción de su disco Ahí vamos (2006). Y Messi dijo adiós: se mudó a París. Otro idioma, otro vestuario, otra liga, otro ambiente.

Una forma inesperada de crecer.

Leo Messi, en su presentación en el PSG, el 11 de agosto de 2021. PSG
Leo Messi, en su presentación con el PSG, el 11 de agosto de 2021. PSG

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Buenos Aires, 9 de septiembre de 2021, estadio Monumental, 13 minutos del partido Argentina-Bolivia por la eliminatoria del Mundial de Qatar. Lionel Messi recibe de Leandro Paredes y, ante el acoso de un defensor rival, le mete un caño, aun cuando este tenía las piernas cerradas. Luego lanza uno de sus habituales y quirúrgicos zurdazos que se hunde, glorioso, en un costado de la red. El fútbol vuelve a parecerse al arte.

El partido termina con dos goles más del capitán (3-0), que de ese modo se convierte en el máximo goleador (79) de la historia de las selecciones sudamericanas (superando el récord de Pelé) y en el máximo anotador de la historia de la eliminatoria (26, relegando a su amigo Luis Suárez).

Luego del título en Brasil, Argentina extendía de esa manera su racha positiva, posicionándose apenas por debajo del equipo de Neymar en lo más alto de la tabla para clasificar a Qatar 2022. Minutos después de terminado el partido, Messi se dirige a un costado de la cancha para hablar para la TV local. Comienza a responder el típico reportaje pospartido y, ni bien lo hace, una chispa de conmoción asoma en su mirada. Lo catártico no reside tanto en el discurso, sino en las lágrimas que, en unos segundos, comienzan a brotar de los ojos del crack.

Messi, entrevistado en televisión tras el Argentina-Bolivia del 9 de septiembre. YOUTUBE

A los 34 años, habiendo ganado 37 títulos en el Barcelona y habiendo pulverizado récords y estadísticas, con decenas de millones de dólares en su cuenta bancaria y seis balones de Oro en su poder, después de reinar durante años en lo más alto del fútbol mundial y de conquistar pueblos enteros, Lionel Messi se quiebra en vivo, emocionado por eso que le pasa: volver a jugar con público después de un año y medio de dolor y miedo, ganar como local, jugar liberado, hacer tres goles, festejar entre los suyos —incluida su familia— el título de campeón de América. Pasan unos segundos. Messi se reúne con sus compañeros en el centro del campo. Y sigue llorando. Una corriente de sensibilidad nos envuelve a todos. El público, la audiencia, parece disolverse en moléculas: ahí hay un tipo que se desnuda, que exhibe su amor, que arde de cariño genuino. No fueron los tres goles, tampoco los récords, tampoco el fin de la pandemia. Fue eso junto.

Fue, al fin, sentirse querido por todos.

Incluidos los viejos mohicanos.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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