Fútbol sintético

Las canchas de fútbol 5 se multiplican en Argentina. Estadios miniatura donde hombres y mujeres se reúnen cada semana para jugar hasta que el cuerpo aguante.

Un jugador de fútbol 5 con el balón en una cancha de césped sintético de Buenos Aires. FEDERICO CASTAGNINO
Un jugador de fútbol 5 con el balón en una cancha de césped sintético de Buenos Aires. FEDERICO CASTAGNINO

La zona metropolitana de Argentina debe de ser uno de los territorios con más canchitas de fútbol 5 por habitante o por metro cuadrado. No tenemos datos empíricos para corroborarlo, solo es una intuición, de esas que se construyen mirando por la ventanilla del colectivo o caminando por distintos barrios con mirada curiosa y flotante. Como dice el ensayista Agustín Valle, “una conclusión elaborada sin otro rigor que el sedimento perceptivo del roce urbano”.

Donde nos habíamos acostumbrado a ver terrenos fiscales, galpones desindustrializados, ruinas de antiguos boliches o, incluso, en el último piso de edificios céntricos, aparecen canchitas, canchitas y más canchitas. Si lanzaramos un dron al cielo celeste, gris, ciclotímico de Buenos Aires, veríamos manchones verdes que alteran el orden monocromático de la arquitectura de la ciudad. Alfombras sintéticas que esconden dudosas habilitaciones municipales, plata de herencias no blanqueadas, nombres propios de inversores que se diluyen en sociedades anónimas de ocasión.

Multiplicadas en serie, las canchitas de fútbol 5 parecen hechas por la mano y los contratos de un mismo paisajista. Estadios miniatura que reproducen la estética UEFA Champions League. Por igual, tienen césped de pasillo de hotel all inclusive, reflectores de torres panópticas, paredes y techos de redes que simulan jaulas invisibles para que no se escape la pelota. Y, sobre todo, en un gesto empático y de amoroso cuidado, sobreabundancia de caucho para amortiguar la caída de cuerpos pesados, veteranos de tantas batallas futbolísticas. En el centro del predio: buffets cerveceros, heladeras con el catálogo completo de bebidas saludables, televisión con un continuado de fútbol local y extranjero, vestuarios que ofrecen champú y toallas calentitas para borrar las huellas del juego; en algunos casos, livings con consolas de videojuegos para entretener la espera.

Sobre esas canchitas, todas las semanas, con frío escandinavo, calor tropical o lluvia apocalíptica, hombres y —cada vez más— mujeres jugamos. Antes de entrar les recomendamos hacer una buena entrada en calor, elongar los músculos dormidos, ponerse unos shorts cortos, botines o zapatillas y, por una hora o lo que el cuerpo aguante, entrar a jugar.

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Partido de fútbol 5 en una cancha de Buenos Aires (Argentina). FEDERICO CASTAGNINO
Partido de fútbol 5 en una cancha de Buenos Aires. FEDERICO CASTAGNINO

—Pasala, pasala —grita Hernán, con la camiseta de la selección de Argentina desteñida, una versión de dudosa calidad que repartió una empresa de combustibles durante la última Copa América.

Hernán se desmarca del rival y corre solo por el campo rival. Manuel, comañero de equipo, lleva la pelota pegada a los botines de color de rosa. Parece que la tiene atada. Indiferente a lo que pasa a sus costados, avanza mirando el suelo. Fabián levanta los brazos: los mueve en el aire como si estuviera haciéndole señas a un helicóptero de socorristas. Manuel suelta unos pocos centímetros la pelota: se prepara para rematar con la pierna derecha. Un defensor contrario quiere taparle el tiro. Manuel amaga a rematar y se la pasa a Fabián que está solo frente a un arquero sin guantes. La pelota rueda rápido pero precisa. Fabián se perfila para pegarle en movimiento. Levanta la pierna izquierda y, cuando la baja recargada de fuerza, la pelota pasa por delante suyo sin tener contacto con su pie.

Manuel cierra los ojos y se muerde los labios. Fabián se agarra la cabeza. El arquero sin guantes lo mira, y dice:

—Zafaste que acá no hay cámaras.

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Las canchitas de fútbol 5 funcionan como una especie de laboratorio de producción serial de futbolistas amateurs. Somos varios los que las transitamos. Diferentes edades, equipos, trabajos, ideologías, habilidades, sexos y orientaciones sexuales. La variedad tiene tantos colores que, para un sociólogo flojo de metodología, como es mi caso, es una tentación weberiana hacer una tipología al paso, mientras —sentado en una grada lateral, cerveza en mano— miro un partido que se juega con la intensidad del slow motion.

Con la tiranía de la vida sana, las canchitas se poblaron del modelo de jugador fitness, es decir, aquellos que juegan una o dos veces por semana “para hacer algo” —como dice Andrés, gerente de Recursos Humanos de una multinacional que prefiere que no nombremos—. Jugadores que van a correr como si fuese su cuota semanal de gimnasio, que hacen uso instrumental del fútbol y jamás se quedan a la cerveza posterior. También se destacan los amateurs profesionalizados, treintañeros o cuarentones con primeras socializaciones en clubes, con destreza, puntería y, en honrosas ocasiones, aire para mantener la cabeza limpia la hora entera de juego.

En el lado oscuro de las canchitas están los players schmitianos, hombres y mujeres que necesitan la competencia, estimularse con la lógica amigo-enemigo, sea por los puntos en torneos o en partidos pasajeros de entresemana. Y, también, el jugador que viene del pasado, el zaguero de masculinidad en crisis, que conserva un lenguaje sexista, machista y heteronormativo, como si fuese la última barricada del machirulismo.

Otra especie en expansión son los players televidentes, consumidores olímpicos de fútbol de élite, que ven diluirse sus expectativas de tacos y gambetas ante la realpolitik del juego. En esa línea, Diego, martillero público, como si estuviera haciendo una declaración a un movilero de campo, dice:

—Miro mucho más fútbol que lo que juego. Estoy todo el día mirando, de la liga que sea. Y después vengo a jugar a la canchita y no me sale una —se ríe con la camiseta del Manchester United transpirada, pegada al cuerpo—. Lo que hacemos acá no es fútbol, es otra cosa.

Nevera con cervezas en una cancha de fútbol 5 de Buenos Aires (Argentina). FEDERICO CASTAGNINO
Nevera con cervezas en una cancha de fútbol. FEDERICO CASTAGNINO

A la par de las canchitas de fútbol 5 creció la industria del soccer textil. Un mercado que ya no es solo para chicos y preadolescentes, sino también para adultos. Cerca de las estaciones de tren o en las avenidas comerciales, no faltan locales deportivos con las vidrieras repletas de camisetas de fútbol europeo, botines con luces de neón y shorcitos antitranspirantes. Su continuum se da en las canchitas de fútbol sintético de Argentina, donde se ven tantas camisetas del Bayern Múnich, Barcelona o Chelsea como de River o Boca. Este boom lo alimentan los players consumistas, habitués de locales deportivos, del mercado astuto que supo desbordar el universo infantil y amplió al mundo adulto el disfraz del jugador profesional sobre cuerpos poco entrenados.

Para el final, dejo a los jugadores que más sonrisas nos sacan. Por un lado, los players entusiastas, gambeteadores y mordedores hasta que les baja la térmica el oxígeno y se transforman en caminantes todoterreno. Por el otro, los jugadores hiper-alegres en el partido y el encuentro que lo envuelve; escapan de vidas guetizadas y rutinarias, huyen del hogar con la excusa-fútbol y juegan a ser otros por unas horas.

Como en toda tipología, el juego no es identificarse con algún modelo, sino ver qué partes de cada uno somos, con qué rasgos nos identificamos, qué dimensiones nos reflejan, según lo que va pidiendo el partido y van pasando los años dentro y fuera de las canchas.

 

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En la cancha número 3 del predio Líbero, ubicada en la localidad de Adrogué, están jugando dos equipos mixtos. Uno tiene pecheras rojas, el otro negras. En total hay seis canchitas, pero la única que tiene espectadores es donde juegan mujeres junto a hombres. Detrás del alambrado, los jugadores que esperan su turno para entrar a otras canchas, miran de pie, con botineros clavados debajo del brazo o bolsos colgando del hombro. Algunos miran atentos, otros con una mueca pícara, como si se estuvieran riendo de algún chiste propio del Teatro de Revista del siglo XX. De golpe, todos se callan. Mejor dicho, se callan y dicen “uhhhhh”. Una chica de piernas largas y pelo corto acaba de pisar la pelota con la suela de su botín blanco: la pelota se deslizó en cámara lenta entre las piernas de un hombre con medias del Real Madrid. La chica volvió a agarrar la pelota, avanzó dos pasos y, sin mirarlo, se la pasó a un compañero imberbe, con cara de nene, que le pegó seco, fuerte, sin escalas, a la red del arco rival. Tanto los que estaban adentro de la cancha como afuera, aplaudieron, en reconocimiento a la efímera belleza que habían creado la chica de pelo corto y el hombre con cara de nene, en una canchita de fútbol 5 perdida en un suburbio de Buenos Aires.

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Jugadores de fútbol 5 esperando el momento para entrar en la cancha, en Buenos Aires (Argentina). FEDERICO CASTAGNINO
Jugadores de fútbol 5 esperando el momento para entrar en la cancha. FEDERICO CASTAGNINO

Todos y todas convivimos dentro del rectángulo sintético. Una trasnochada lectura política podría arriesgar que las canchitas cumplen una función democratizadora, donde se juntan los buenos y los malos, los jefes y los empleados, los habilidosos y los picapiedras, los jugadores y los hinchas. Todos suman igual: uno (algunos suman uno menos, pero uno al fin). En sí, como se preguntan desde el Colectivo De pies a cabeza, “¿en cuántos lugares de la ciudad nos encontramos siendo comunes con cualquiera?”.

Hace más de cien años que vive en estas tierras ese amor: la intensidad de jugar a la pelota. Hay algo en estas canchitas de fútbol 5 que mantiene vestigios de los viejos potreros: sin árbitros, con la necesidad de elaborar consensos, ponerse de acuerdo en cuándo hay falta, sostener entre todos el tono de pierna correcto para que no haya demasiadas ocasiones que dirimir. Muchas veces se ven grupos de amigos, o de amigos con rejunte, que forman equipos una vez dentro de la cancha. Y así, entre conocidos y desconocidos, se arma el partido.

A todos y a todas nos encanta jugar. Las canchitas están adosadas a la rutina de una adultez nueva donde el juego no se rinde; suelo y tablero que provoca relatos secretos en cada autobiografía y, también, organizan los encuentros. Como dice Agustín Valle: “Cuántos cuerpos mediatizados pantallístamente tienen en las canchitas la única hora compartida de proximidad y roce, donde la gracia está en la espontaneidad de las cosas que pasan”.

Las canchitas de fútbol 5, en la adultez, pueden ser ese refugio para que los cuerpos recuerden que las mejores intensidades dependen de sí mismos en juego con otros, sin importar qué digan los de afuera, y que pase lo que pase, la semana que viene nos volvemos a encontrar.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.

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