Figuritas difíciles

El desabastecimiento de cromos del Mundial de fútbol es un asunto de Estado en Argentina. Pero ¿de dónde viene esta fiebre coleccionista?

El coleccionismo de las figuritas del Mundial, una obsesión en Argentina. ALBERTO HERNÁNDEZ MEDINA
El coleccionismo de las figuritas del Mundial, una obsesión en Argentina. ALBERTO HERNÁNDEZ MEDINA

Maxi Mendoza tiene el ceño rubio fruncido.

Está sentado en la mesa del bar-restaurante Los Changos, en una silla pegada a la ventana que da a la estación de tren de Longchamps, en los suburbios de la provincia de Buenos Aires. En uno de los ángulos del local, hay un televisor encendido. Sintoniza un canal de deportes donde 24 horas al día alternan imágenes de jugadores de fútbol con panelistas, como si tuvieran el mismo protagonismo en el juego. Maxi no levanta la cabeza, mira el menú sin decidirse qué comer, inquieto, con cierta molestia. No está preocupado por la inflación crónica, que lo lleva a hacer cuentas todas las mañanas para ver qué compra y a cuánto vende en su tienda de artículos tecnológicos. Tampoco porque hace menos de un mes le gatillaron una pistola a la vicepresidenta Cristina Fernandez de Kirchner a 30 centímetros de su cara. Menos por el bajón deportivo que tiene River, su club. Mejor dicho, sí lo está por todos esos motivos. Males a los que está “acostumbraú”, diría el gaucho Inodoro Pereyra. Su preocupación principal, a menos de dos meses del inicio del mundial de fútbol masculino, es que no encuentra las figuritas del álbum Qatar 2022 que le pide Benjamin, su hijo.

—Me recorrí todos los quioscos desde Monte Grande hasta Capital — dice exagerando, pero dando fe de que probó suerte en una decena de locales—. No llegué ni a preguntarle a los quiosqueros. Los tipos están podridos. Antes de decirte “hola” te señalan el cartel que tienen en el mostrador.

“No hay figuritas del Mundial”, dice el cartel con el que la mayoría de los quioscos de la Argentina recibe a sus clientes. El desabastecimiento sucedió casi en simultáneo al lanzamiento de Panini, la empresa fabricante de origen italiano que tiene los derechos de cromos y tarjetas de la FIFA a nivel internacional desde México 70. En poco tiempo se empezó a hablar de la probabilidad de que te tocara la figurita difícil —Messi, claro— a la probabilidad llana de conseguir paquetes en los quioscos. El tema fue gomaespuma para rellenar silencios en mesas familiares, salas de profesores, horas de televisión y memes que circularon por redes sociales. Sabemos: una obsesión reemplaza otra obsesión. La desesperación por conseguir figuritas durante algunas semanas reemplazó la obsesión argentina por conseguir o, al menos, soñar con dólares. Parafraseando a Perón, podemos decir: “Algunos traficantes dicen que los cromos existen dentro del país. Pero yo les pregunto a ustedes, ¿han visto alguna vez una figurita del Mundial de Qatar 2022?”.

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A la par del álbum del Mundial de Qatar 2022, se fue llenando otro álbum con hipótesis para explicar el desabastecimiento de paquetes de figuritas en los quioscos. Se barajó que fue una estrategia de marketing de parte de la empresa, escasez de producción, mala distribución y, claro, los entusiastas auguraron que la explosión de demanda fue por el entusiasmo que genera la selección de Messi y compañía.

Los primeros en visibilizar y darle entidad a un problema que era murmullo callejero fueron los quiosqueros. El reclamo de la Unión de Kiosqueros de la República Argentina (UKRA) a las autoridades de la empresa Panini fue por la distribución. A diferencia de mundiales anteriores, Panini abrió otros canales de expendio: estaciones de servicio, supermercados y aplicaciones de delivery. Desde la UKRA acusaron a Panini de “traición”, con el argumento de que ellos venden sus productos todos los días del año y no solo en las temporadas mundialistas. El problema escaló y desbordó el mercado legal: un paquete de cinco figuritas que costaba 150 pesos en poco tiempo pasó a valer 200, 300 pesos. El colmo del disparate, sucedió en varios quioscos que les impusieron a los clientes que solo les vendían figuritas “si compraban vuvuzelas celestes y blancas”.

La conversación entre las dos partes en pugna —UKRA y Panini—, que afectaba a los ciudadanos, necesitó de un tercer actor para romper el empate: el Estado nacional, desde uno de sus tentáculos —la Secretaría de Comercio— medió para resolver el problema del abastecimiento. El acuerdo al que llegaron fue que Panini debía controlar a las 60 distribuidoras contratadas para que las caritas de las estrellas de fútbol internacional estén en los quioscos de todo el país, que desde entonces recuperarían la prioridad.

Sin embargo, el periodista Andrés Burgos explicó que el problema no fue solo de distribución, sino también de producción. Para el álbum de Rusia 2018, Panini Argentina extendió su producción a otras compañías del rubro del país. Esa descentralización generó que muchos paquetes de figuritas aparecieran en el mercado negro, por fuera de los canales de venta oficiales. Por ese motivo, averiguó Burgos, para Qatar 2022 decidieron fabricarlas solo por su cuenta en la fábrica de la localidad de Martínez que, pese a trabajar 24 horas al día, tiene una capacidad limitada para satisfacer la demanda y la ansiedad de chicos y grandes. Una ansiedad que solo va a ir en aumento hasta que ruede la pelota por el césped del Estadio Lusail y se empiece a jugar otro partido.

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La última vez que la selección de fútbol de Argentina salió campeona del mundo, Maxi tenía tres años. Como muchos de su generación, los nacidos y criados en democracia, no vio —en vivo y en directo— al Barrilete Cósmico gambetear jugadores ingleses en el estadio Azteca, ni a Jorge Burruchaga definir con solidez ante el arquero alemán en la final de México 86. Quizá esa tarde, con tres años, estuvo rondando alrededor del televisor que, igual que un fuego, juntó a su familia en el living de su casa. Su participación no figura en las invenciones familiares que fabrican el recuerdo de ese día mítico. Y de ese mundial glorioso, a pesar de que estaban en circulación, no tiene una sola figurita.

—Sí me volví loco con las de Italia 90 y con las de Estados Unidos 94 —dice, mientras se sirve una gaseosa con azúcar en un vaso ancho, cargado de hielos—. Ya era grande, tenía la edad de Benja. Ese álbum lo llené. Creo que te daban una pelota o una camiseta si lo completabas, no me acuerdo.

El boom de las figuritas se da en simultáneo a la cumbre epocal del finalismo, donde las cosas solo sirven como cosas en función de algo; donde las acciones justifican su existencia sólo por la finalidad que las precede; donde se sacrifica el presente en pos de un resultado o lugar mejor: siempre adelante, inalcanzable, en otro cielo. En esta arcilla cultural que moldea nuestro modo de vincularnos con las cosas y con los otros, coleccionar figuritas, imágenes tangibles (las figuritas virtuales fracasaron más rápido que un click) de ídolos para que tapen agujeros en un álbum de papel y cartón, se volvió una acción que funciona como un fin en sí mismo. O, en todo caso, que torsiona la finalidad frankiliniana que, según el sociólogo Max Weber, tuvo la ética protestante que sobrevuela el espíritu del capitalismo que nos acunó.

Entonces, si no nos interesa la pelota ni la camiseta ni otras promesas que nos van a dar al completar el álbum, ¿por qué lo hacemos?

El escritor Juan José Becerra se pregunta por la compensación ante la entrega de tiempo, energía y dinero del coleccionista. Y, entre la sorna y la epifanía lúdica, dice: “Por más que se noten las hilachas clásicas del consumo, y de la estructura más enfermiza del consumo (salir desesperados a buscar lo que no hay), alguna compensación tiene que haber a semejante entrega. Una compensación espiritual, psíquica, por afuera de la búsqueda material de esos billetes llamados figuritas. Que sean billetes-objeto, mitad dinero y mitad mercancía, nos hace imaginar que sus transacciones de algún modo son artísticas. Imaginemos que por alteraciones cuyas causas no pueden explicarse, un billete de 10 dólares vale más que el de 100, y así. Imaginemos un encantamiento del valor de las cosas, un capitalismo contado como cuento de hadas: un capitalismo inocente.”  

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A poco del Mundial de Qatar, Maxi tiene un entusiasmo renovado por la selección de Argentina, tanto por el juego, el plantel y por el brillo atemporal de Messi. Además de lo que contagia el equipo de Scaloni, en sus palabras, va a ser “el primer Mundial que comparta con Benja”, que verán juntos, discutiendo donde “si conviene que juegue Di María o Dybala”. Y ahí hay un punto, uno más de esta fiebre por las figuritas. El fútbol en Argentina, y cada vez en más lugares, es ese hilo de conversación que enlaza diferentes clases sociales, universos generacionales, diversidad de géneros. La mesa donde padres, madres, hijos, amantes, abuelos y sobrinas, se sientan a conversar.

Como decíamos, el fútbol es el lugar —tanto como jugador o como hincha— donde todos suman igual: uno. Donde el portero, el empresario, la enfermera, el alumno, el policía, el antropólogo, el carnicero se encuentra con el otro siendo común con cualquiera. Y donde un padre o madre pueden empezar a construir o ampliar el lenguaje, su lenguaje íntimo y familiar, con la excusa de pegar figuritas de Lewandowski, Neymar o, como si fuesen pokemons tangibles de papel y hueso, perseguir juntos una pista para encontrar en un quiosco suburbano la figurita difícil.

En otras palabras, las figuritas funcionan como el McGuffin que nombraba Hitchcock: ayudan a poner en movimiento una relación, una historia, una narración personal. El álbum en blanco como el tablero del Juego de la vida, con casilleros que hay que ir llenando, por medio del cambio, la compra, la búsqueda. Queda en uno —o en dos, o en tres o en muchos—, que avancemos pensando que la felicidad está en ese horizonte evanescente de completitud o, indiferentes a los fuegos artificiales del finalismo y el hiper rendimiento, que aprendamos a atravesar el camino cargando varios agujeros vacíos.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.

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