Messi y sus amigos lo consiguieron

El Mundial de Qatar dejó varias certezas. Y, sobre todo, hizo de Argentina el mejor lugar para pasar el fin de año.

Mural del Mundial ganado por la Argentina de Leo Messi, en el barrio de Palermo, Buenos Aires, el 23 de diciembre. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI
Mural del Mundial ganado por la Argentina de Leo Messi, en el barrio de Palermo, Buenos Aires, el 23 de diciembre. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI

Fue más que un detalle estético o un inesperado aporte de pintorequismo local. Cuando en la ceremonia de premiación de Qatar 2022 el emir Tamim bin Hamad le colocó a Lionel Messi una túnica —el bisht— que en el mundo árabe sólo se utiliza para ocasiones muy especiales, el gesto simbolizó algo más que la representación de una tradición. Significó, por si quedaba alguna duda, la constatación definitiva de que el país anfitrión, cuya legitimidad moral fue escrutada con lupa por Occidente y cuya elección generó no poca controversia, era, junto al equipo argentino y el genio rosarino, el gran ganador de un torneo inolvidable.

Nunca en la historia de las premiaciones la nación organizadora, representada por su máxima autoridad, se había atrevido a infiltrar un pliegue de su acervo cultural en una ceremonia que la FIFA siempre se ocupó de mantener “limpia”, de darle un cariz ecuménico. Aun cuando la relación entre Qatar y el establishment del fútbol pudiese haber tenido algún que otro ruido, con esa secuencia quedaba claro que ambos habían obtenido lo que se habían propuesto. Exhibir el poderío (el emirato gastó 200.000 millones de dólares en preparar el torneo), la capacidad y el orgullo qatarí; demostrar que la designación, finalmente, incluso cuando pudiera haber estado motorizada por una exuberante conveniencia económica, no había sido un error. Messi y Mbappé lo habían hecho posible.

La industria del entretenimiento, de la cual el fútbol es un conspicuo integrante, se vio beneficiada no solo por la calidad de los contenidos de Qatar —el fabuloso nivel de sus partidos—, sino también por un puñado de razones de peso que convirtieron al evento en algo más que un torneo deportivo, una suerte de apogeo de la especie, de catedral contemporánea.

En primer lugar, Doha también significó una cumbre edilicia, una hazaña de la urbanización. En 2010, cuando Occidente quedó estupefacto ante la elección de la sede, Qatar prácticamente no tenía nada. No tenía estadios, ni red de subterráneos, ni hoteles adecuados o variados. Como tampoco tenía tradición deportiva ni amigos o aliados de peso —por su escasa prosapia futbolística— que pudieran hacer lobby en la opinión pública, su designación parecía condenada a la crítica constante y duradera. Esa ola de resistencia fue creciendo de a poco, y se potenció muy temprano cuando un informe interno de la FIFA fue tan lapidario —entre otras observaciones, señaló que era inhumano jugar en junio, por el calor— como lo eran sus máximos detractores. En simultáneo, comenzaron a circular las versiones de que la votación había sido amañada, de que el pequeño pero rico país había comprado voluntades. Enseguida se desató el FIFAgate. Y los rumores cada vez más fuertes de que había muerto un número nunca comprobado —¿3.000? ¿6.000?— de trabajadores de la construcción, víctimas de la precariedad en las condiciones laborales.

El emir de Qatar, Tamim bin Hamad Al Thani, coloca a Leo Messi el 'bisht' ante Gianni Infantino tras ganar el Mundial. EFE/EPA/TOLGA BOZOGLU
El emir de Qatar, Tamim bin Hamad, le coloca 'el 'bisht' a Messi ante el presidente de la FIFA, Gianni Infantino. EFE/EPA/TOLGA BOZOGLU

Todo eso conspiró para que el torneo careciera de una credibilidad unánime. Cuando arrancó a rodar la pelota, el 20 de noviembre, con un tedioso partido inaugural, Qatar 2022 era probablemente la Copa del Mundo menos seductora y confiable de la historia.

En menos de 30 días todo eso cambió.

Luego de un mes allí, luego de fatigar sus calles, de atravesar sus parques, de haber ascendido a sus edificios más icónicos, de tomar a diario el metro y de asistir a sus estadios, la impresión es que Qatar puso en funcionamiento una extraordinaria maquinaria de producción que, 12 años después de arrancar, finalizó su aceitada marcha con una sede y un torneo que no ofreció una sola mancha organizacional.

Casi no hubo aglomeraciones en los ingresos a los estadios. No hubo incidentes no solo afuera de las canchas sino, a excepción de alguna escaramuza menor, tampoco en las calles o en los lugares públicos. Las fuerzas de seguridad no intimidaron a nadie y tampoco tuvieron que actuar disuadiendo o reprimiendo, lo que sí hicieron fue colaborar, junto a un ejército de empleados ad hoc, como agentes de tránsito y auxiliadores e indicadores postales. Tampoco se desataron los tan temidos fantasmas seculares o religiosos. Nadie fue preso o fue observado por abrazar a un amigo. Aquellos que se sacaban la remera para festejar —sobre todo argentinos, en la cúspide de su intensidad celebratoria—, como mucho eran invitados a colocarse nuevamente su prenda. Y muchas veces ni eso. Las manifestaciones europeas en contra de las políticas religiosas brillaron por su ausencia, aun cuando quedó claro que las mujeres son discriminadas y tratadas como ciudadanos de segundo orden.

No hubo conflictos ni con la comida —el menú era universal, y en varios lugares se conseguía alcohol—, ni con las formas de pago —funcionaban las tarjetas y las billeteras virtuales— ni con los traslados —el transporte público era gratis— o las distancias. En ese sentido, el único aspecto defectuoso fueron las absurdas —tratándose de una ciudad con algo más de 2 millones de habitantes— aglomeraciones de tránsito, cuya causa, entre otras, es que el metro aún no es del todo popular entre los qataríes —es nuevo—, y la enorme mayoría de ellos prefiere usar sus autos, costumbre derivada del calor sofocante que aplasta la ciudad durante al menos 9 meses.

Los estadios lucieron casi siempre llenos, lo que aseguró color y calor a los partidos y a las transmisiones televisivas, espejo inapelable del éxito, o no, del torneo. Ausente el público europeo, el color fue aportado por el público árabe y asiático. Con un pequeño ardid o “mentira” suave. Como señala el New York Times, en muchos duelos de la primera ronda los vacíos en las canchas se llenaban minutos después de iniciados, cuando las puertas se abrían para permitir que los espectadores ingresaran sin pagar ticket. “Es probable que nunca se conozca la cantidad precisa de espectadores que pagaron sus asientos, ocupados por miles de los trabajadores y migrantes que construyeron el estadio y el país, y que lo mantuvieron en acción durante la Copa del Mundo”.

En ese sentido, por momentos se sintió la ausencia de lo que podríamos llamar “temperatura mundial”. Ese vacío se notaba en las calles y en los espacios públicos. Los que sí la aportaron fueron los hinchas argentinos y marroquíes. También, aunque en menor proporción, brasileños, ghaneses y portugueses. En medio de una aldea plagada de contrastes —por momentos Doha es distópica, por otros, medieval—, cruzarse con ellos era lo más parecido a sentirse en medio de una verdadera fiesta planetaria.

Mujeres pasean por la Ciudad Cultural de Katara en Doha, Qatar. EFE/ALBERTO ESTËVEZ
Mujeres pasean por la Ciudad Cultural de Katara en Doha, Qatar. EFE/ALBERTO ESTËVEZ

* * * *

Ya se dijo, pero igual nos hace bien repetirlo: la inolvidable final ya forma parte del canon definitivo del deporte, y está cómodamente sentada en el Olimpo de los grandes acontecimientos sociales. Recordamos sus goles y jugadas trepidantes, pero algunos de sus efectos, los menos visibles, continuarán sedimentando nuestra psiquis y nuestra percepción por mucho tiempo.

La fiesta de Doha dejó varias certezas.

Una de ellas es que el fútbol sigue siendo infinito. Pasan las revoluciones tácticas, los físicos adquieren más relevancia, el miedo a perder hace su parte, sin embargo, el fútbol sigue produciendo “obras maestras” que, al tiempo que nos provocan estupor por su belleza y misterio, al tiempo que nos dejan perplejos por su fuerza narrativa, también garantizan su continuidad como el mayor entretenimiento masivo.

En ese sentido, y a diferencia de otras formas de diversión universal, Messi y Mbappé renovaron la piel de la pelota, que estiró su reinado por varias décadas más. Mientras el cine hace rato que se muerde la cola, la literatura no perfora su techo de cristal y el rock ve morir a sus grandes piedras, el fútbol acaba de pintar su enésima Capilla Sixtina.

En segundo lugar, la final constató que su ontología es insuperable. El fútbol es el rey de los deportes porque sigue teniendo una cuota de fortuna o de azar inaprensible. Eso lo hace más excitante, a riesgo de ser injusto. ¿Qué hubiera pasado si Emiliano Martínez no detenía con su agónico pie el disparo de Kolo Muani sobre el final del suplementario? Es probable que hubiera ganado Francia. Hubiese sido menos justo que el triunfo final albiceleste, y de solo pensarlo nos provoca angustia, pero no por eso hubiese sido inaceptable.

De igual modo, el fútbol está plagado de microrrelatos, giros inesperados que, en cuestión de milésimas, condicionan todo el guion, sin importar lo sucedido hasta entonces. ¿Qué hubiese pasado si, sobre el minuto 78, y luego de un notable partido suyo y del equipo, Nicolás Otamendi, en lugar de querer proteger el balón para salir jugando con una elegancia innecesaria de acuerdo a la hora, optaba por reventarlo, siendo que era algo que podía hacer tranquilamente? ¿Se hubiera convertido Mbappé en el azote en el que se transformó a partir de entonces?

Como Argentina solo puede construir su épica a través del melodrama, la duda de Otamendi abrió la compuerta del suspenso. Francia se encendió, el partido adquirió un ritmo vertiginoso y un espeso cielo de incertidumbre cubrió de oscuridad la tarde-noche de Doha. La audiencia mundial agradeció el cambio de marea —pasamos de navegar en altamar a un nivel de crispación que casi nos lleva al naufragio— pese a que nosotros por poco sucumbimos ante tanto desconcierto.

Los jugadores de Argentina celebran la victoria frente a Francia en la final del Mundial de Qatar 2022. EFE/ALBERTO ESTÉVEZ
Los jugadores de Argentina celebran la victoria frente a Francia en la final del Mundial de Qatar. EFE/ALBERTO ESTÉVEZ

En tercer lugar, aun cuando está claro que hay un orden mundial, y que la oligarquía del fútbol prácticamente no ha tenido cambios entre sus integrantes en los últimos 20 años —los últimos en ingresar a esos salones son Francia y España—, el Mundial en sí es una competencia más “democrática” o, en todo caso, su meritocracia no depende tanto de los recursos económicos como sí de la materia prima, que son los jugadores nacidos en un territorio. Es decir, a diferencia de los campeones de la Champions League o de las grandes ligas —plagadas de equipos que gracias a sus generosos presupuestos compran cracks y consiguen sus triunfos—, los Mundiales tienen algo de competencia primitiva: todos parten desde lugares similares y los terminan ganando los que tienen mejores jugadores y, gracias a sus entrenadores, hacen mejor las cosas. No hay demasiado misterio. Lo decíamos al comienzo: los candidatos son los de siempre. Puede sonar descorazonador para la enorme cantidad de países que no pertenecen a la Nobleza de la pelota, pero en el mundo siguen reinando las culturas futbolísticas que más atributos técnicos, más disciplina y más pasión tienen y demuestran por este hermoso deporte.

Por último, el éxtasis de la gente. Como se encargó de reflejar la prensa internacional, en los grandes centros urbanos de Argentina tuvo lugar un enorme y emotivo jubileo, una fiesta pagana no menos conmovedora que la final.

Las postales de esa pasión desaforada recorrieron los portales de noticias del mundo, exhibiendo una vez más nuestra proverbial capacidad para la desmesura sentimental. Que de un día para otro, cinco millones de personas intoxicadas de alegría tomen las calles y las rutas de un país no sucede muy a menudo. Tal vez no sucede nunca.

Ese festejo de cuerpos palpitantes tuvo coreografías tan luminosas como imborrables. En cada esquina de la ciudad se sucedieron espontáneas escenas de argentinismo explícito. Bastaba que alguien comenzara a entonar “Muchaaaaachos, ahora nos volvimo a ilusionar…”, ese canto de ribetes milongueros que se convirtió en la banda sonora del gran triunfo, para que 10, 20 ó 50 personas se sumaran a él y provocaran una microfiesta de complicidad visceral. 

Tampoco sucede a menudo que, pese a lo que puedan decir aquellos que siempre ven en las expresiones populares una amenaza para sus “fueros” o sus “valores”, semejante orgía de felicidad —otra vez: cinco millones de personas— acabe casi sin incidentes, como ocurrió luego de los festejos. Sí, algún lunático practicó clavadismo hacia el micro de los jugadores. Algún otro se precipitó al vacío desde un techo o desde lo más alto de un semáforo —gente que coquetea con la muerte hay en todos lados todos los días—, pero que con semejante muchedumbre en las calles no haya habido tragedias mayores habla de que en la última semana de diciembre del 2022 las fuerzas inescrutables del universo estuvieron de nuestro lado. Los planetas se alinearon. La felicidad fue y es total. Al menos por unos días, con todos nuestros problemas a cuestas y aun sabiendo que los dientes de la realidad van a volver a mordernos, Argentina hoy es el mejor lugar del mundo para pasar fin de año.

Messi y sus amigos lo hicieron posible.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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