Aquella mañana de noviembre de 1986, había ido a la estación de Radio Andina como otros días para conducir su programa Angélica Quintana y nuestro folklore. Había respirado el aire puro de las campiñas huancaínas, había recibido en la piel el sol y los frescos soplos que descienden desde el Huaytapallana como caricia de los apus. Entre zorzales y bandurritas había tarareado alguna melodía bajo aquel cielo transparente a través de las calles de todos los días, la ruta entre su casa y la cabina de transmisión de aquella emisora, dirigida principalmente al público rural y campesino, al que le hablaban en español y quechua entre huaynos y noticias.
En las últimas semanas, sin embargo, el discurso de Angélica se había vuelto más comprometido con su tiempo. Como candidata a regidora en la localidad de Quilcas, Huancayo, por el Partido Aprista Peruano, apuntó directamente a la violencia terrorista, criticando los crímenes que cometía Sendero Luminoso en distintos puntos del ande, sobre todo en el Valle del Mantaro.
A sus 44 años, Angélica había podido esquivar la pobreza gracias a su esfuerzo y talento. Antes de convertirse en difusora de la realidad y el acervo huancas, había sido maestra del Colegio Nuestra Señora del Rosario de Huancayo, del que también fue alumna y destacada deportista, convocada a la Selección Nacional de Vóley mientras aún era estudiante. Entre las lecciones y los mates palpitaba, sin embargo, un deseo mayor que cumplió también pronto: cantar y regocijar a su pueblo. La alegría y la melancolía de huaynos, santiagos, tunantadas, huaylarsh o mulizas se encontraron pronto en un repertorio que coronaba con su afición a las rancheras. La coqueta combinación entre aquel gusto musical de evocación mexicana y su pequeña estatura, le merecieron el apelativo artístico de La Chaparrita de Oro.
Pero aquella mañana de noviembre del 86 en que llegó a Radio Andina no tuvo tiempo de volver a cantarle a su Huancayo querido con esa voz que es también el transcurrir del Mantaro al caer el sol: a las 7:32 am dos encapuchados ingresaron violentamente a la radio, la obligaron a ponerse de rodillas bajo un caos de gritos e insultos, y le dispararon dos balazos que la convirtieron en silencio. Desde los controles de la radio, su propio hermano Tobías fue testigo impotente de su sacrificio.
Su pueblo le devolvió el amor que ella les daba en sus canciones: miles acompañaron su féretro por las calles hasta el Cementerio General de Huancayo, donde duerme entre fresnos y retamas, acariciada por aquellos frescos soplos que descienden desde el Huaytapallana, apu tutelar de la ciudad al que le dedicó una canción.
La tragedia que resume una música
En la tragedia de Angélica Quintana Salvador, La Chaparrita de Oro, se sintetizan todas las tragedias del cantar wanka: letras autobiográficas dedicadas al amor, el desengaño, la traición o la soledad, una historia de reivindicación y esfuerzo, una lucha por hacerse respetar, una pasión por la música y su pueblo, una muerte prematura, la apoteosis póstuma por parte de sus paisanos y de públicos nuevos alrededor del mundo.
Su lucha personal, desde el deporte, la difusión cultural, el arte o la política, se estrelló con la sinrazón de un grupo de fanáticos que decían pelear por el pueblo mientras lo asesinaban sin piedad. El multideportivo Coliseo Wanka lleva hoy el nombre de la artista. Aunque llegó a grabar –con la colaboración del icónico violinista Zenobio Dagha-, hoy es imposible encontrar su música en Spotify, y aún en YouTube solo pueden oírse un puñado de canciones desde el sonido original de un vinilo. Búsquenla. Cántenla. Lloren con ella. “Porque el pueblo necesita nuevos hombres que pongan justicia”, cantó en aquel disco, como cruel anticipo de la justicia que su familia no pudo tener: jamás se identificó a sus asesinos.
Hoy, una estatua conmemora su legado en el Parque de la Identidad Wanka, un espacio que recuerda al Park Güell de Barcelona, pero con los matices y características propios del ande peruano, su fauna, su flora, sus ceramios o arquitectura. Allí la acompañan más de una decena de artistas nacidos en los alrededores del Valle del Mantaro, parte final de la ruta de 300 kilómetros que lleva desde Lima hacia Huancayo, capital del departamento de Junín, tras superar los implacables hielos de Ticlio, sus más de 4800 metros sobre el nivel del mar, y los humos mineros de La Oroya a través de la Carretera Central.
Al recorrer aquel parque es posible hacerse parte de un murmullo que no por menos natural deja de ser canto de ave, susurro de río, paso en la tierra y el polvo que suena a orquesta de violines, saxos o arpas, música repetidamente postergada ante los oídos del peruano capitalino –el limeño o el alimeñado-, pero reivindicada por los migrantes, sus hijos o sus nietos. Los herederos de aquellos hombres míticos que domesticaron la tierra para cultivarla, domaron también las brisas, el hálito de la montaña, la wayra que convierte el silencio en música y a la quietud le da forma de canción. Instrumentos europeos en manos de seis, ocho o diez músicos, y su usual asociación al blues, al jazz o al rock cambiaron de idioma y de ADN, mimetizándose en valles, pueblos o quebradas del Perú profundo cantando las cuitas de hombres y mujeres wankas.
El folklore de los andes peruanos suele ser mucho más valorado en el extranjero que en Lima, a pesar de que varias estrellas representativas del género han llenado escenarios más allá de la periferia de la ciudad capital y en respetados teatros, para sorpresa de la "cultura oficial". El furioso zapateo de aquellos hombres que bajaron de la cordillera a conquistar la costa, marcó también la transformación demográfica y social de Lima en los últimos 60 años. La costa peruana del siglo XXI saborea una combinación musical de salsa, cumbia, reguetón y algo de rock, pero en la Carretera Central y otras rutas del Perú se siguen escuchando los ecos de huaynos inolvidables danzando a través de las montañas.
Tomando en cuenta ese legado, Huancayo reservó casi 6.000 metros cuadrados en el barrio San Carlos para construir, entre 1992 y 1996, el Parque de la Identidad Wanka, Olimpo de jardín en el que las representaciones en bronce de los más influyentes músicos o artistas de aquellas tierras muestran su presencia imponente. En ese reencuentro imaginario están Angélica Quintana, La Flor Pucarina, El Picaflor de los Andes, Panchito Leytth Navarro, Javier Unsihuay Bello, Néstor “El Huanca” Chávez Calderón o Francisco Rivera Jiménez, además del compositor Emilio Alanya Carhuamaca, “Moticha”, el músico y compositor Zenobio Dagha Sapaico, el folclorólogo e historiador Sergio Quijada Jara, el líder comunal Amadeo Ugarte Ríos. También Nicolas Antialón y Orlando Sauñe, del dúo musical “Caballeros de Huancayo”, o el fotógrafo, documentalista y músico Teófilo Hinostroza. Todos reunidos en una fiesta patronal de la eternidad. Huallallo Carhuincho, dios del fuego y divinidad principal de los wankas, da la bienvenida a los visitantes en la puerta del parque. Estas son algunas de sus historias.
Genio del Huaytapallana
“Olor a tierra mojada / roca viva que sangra dinamita y carburo (…) Pitos y campanas que anuncian un epitafio / nuestras vidas por el progreso”. Cada vez que Víctor Alberto Gil Mallma levantaba el polvo de los caminos, estremecidos por esa letra, algo se agitaba impetuoso en las orillas del Río Mantaro. El obrero, más que una canción es un himno, una ofrenda de dolor que el hombre andino hace ante el mundo. Por eso, en su principio, el hombre que sería mejor conocido como El picaflor de los Andes, dedica “una canción para mis amigos que viven en las altas cumbres nevadas. Que son amigos del viento, de la lluvia y el frío”. No hay ningún otro género musical peruano que le cante al hombre de las minas, oficio usual en las heladas cumbres de Junín, Pasco, Huancavelica o Ayacucho, departamentos de las sierras peruanas. Las minas, por supuesto, no eran un mundo extraño para El Picaflor Mallma. Desde joven se vio obligado a levantar lampa y pico contra la piedra imperturbable. Por eso, su huayno era también un canto comprometido con las luchas populares, como en el tema Por las rutas del recuerdo: “En la marcha de sacrificio / de Cobriza y La Oroya / hemos sufrido día y noche / hambre, frío y cansancio / El día 15 de septiembre / en pueblo chico hospitalario / allí nos reivindicamos / ¡Viva Cobriza, Viva La Oroya!”.
“El Picaflor tuvo una infancia y juventud atormentadas; nació en Huancayo. Trabajó y luchó desde la infancia en las ciudades capitales, en minas y campos de ambas zonas; como chofer ha recorrido las carreteras y pueblos por las que en Huancayo reciben y envían mercadería, por donde se van y vuelven los inmigrantes", escribió sobre él José María Arguedas, uno de los narradores más emblemáticos de la literatura peruana, que siempre reivindicó su origen andino y a las fuerzas culturales que de allí emanaban. El sociólogo Alberto Flores Galindo también se refirió a El Obrero, resaltando que el tema del Picaflor subrayaba como ningún otro la explotación, la falta de piedad o la muerte que los mineros encontraban en los socavones de las montañas peruanas.
Aunque su padre fue un hacendado huantino, sus padres se separaron al poco tiempo y su madre se estableció en ceja de selva, cerca del Perené, trabajando como empleada doméstica. A ella la hacía llorar de emoción con sus primeros cantos infantiles. Más tarde, El Picaflor, antes de serlo oficialmente, fue también pintor de casas, albañil o mecánico.
Desde el principio de su carrera, El Picaflor de los Andes –también llamado cariñosamente “Picacho”- reivindicó su origen, sea en el vestuario -tradicional wanka, con sombrero y chaleco con llamativos bordados-, o en su honda preocupación por la humanidad del hombre andino. A través de mulizas, huaynos y, sobre todo, huaylarsh, supo recoger sus penas, amores y alegrías. Los choferes, músicos, agricultores y campesinos sintieron las melodías de Picacho como eco, cosecha, maíz de su propia vida.
“Siempre imaginé que había nacido en una casita de paredes bajas, techo de tejas rojas, tapias gruesas, puerta estrecha y sin ventana”, escribió para el LP conmemorativo de sus bodas de plata artísticas, publicado en 1975, poco antes de su prematura muerte. Una cruel mielitis lo mantuvo postrado entre la cama y una silla de ruedas en el último periodo de su vida, y un infarto fulminante se lo llevó aquel mismo año, con solo 47 calendarios a cuestas. Las penurias y carencias que tuvo en sus años jóvenes, llegaron a pasarle factura.
Se dice que fueron más de 100 mil los peruanos que acompañaron su cortejo fúnebre hacia el Cementerio El Ángel, ante una Lima anonadada: ¿Quién era aquel hombre por el que guardaban duelo choferes, vendedores ambulantes, obreros o empleadas del hogar? En la Carretera Central, los choferes detuvieron sus camiones en señal de duelo. Yo soy huancaíno por algo / Conózcanme bien, amigos míos / Tengo un caballo bien entrenado / Mi lampa al lado y ese es mi orgullo, cantó con él una multitud embriagada de nostalgia y cerveza caliente que lo llora hasta hoy.
Ases del huayno
Una cálida mañana de diciembre de 1967, un grupo de sencillos vecinos de Huayucachi, siete kilómetros al sur de Huancayo, se reunió en su plaza central para sellar un pacto de vientos, cuerdas y percusión en la tierra donde en tiempos ancestrales se enfrentaron chinchilpos y gamonales, campesinos y terratenientes, por el agua y el futuro agrícola de la comunidad. Hasta hoy, un ritual conocido como zumbanacuy recrea ese desencuentro sociocultural y el carácter indómito del huayucachino. En la época contemporánea, felizmente, no es necesario ya ofrecerle a la pachamama la sangre de los opresores como tributo para asegurar la fertilidad de los campos. Los Ases de Huayucachi han recogido esa tradición y han sabido convertir en música la esperanza y la geografía. Después de todo, qué es un saxo sino un río, qué es un arpa sino la brisa, qué es un violín sino el silencio admirado de los apus para estos hombres criados bajo el regazo de las nubes.
“Tú vas a ser gran músico. Yo te voy a apoyar. Estudia, hijo”, le decía el comunero y músico Jacinto Unsihuay a su sobrino hacia fines de los años 50. El pequeño Javier Unsihuay Bello nació con un singular sentido musical. En 1963, con solo 14 años, integró su primera orquesta, Los solteritos de Huayuchachi, y con ellos llegó a grabar un LP de huaylarsh, ritmo del que Huayucachi es cuna. Desde ese momento se acostumbró a ser parte de la vida cotidiana de sus paisanos: ahí estaba para hacerlos bailar, para tomar con ellos una cerveza, para reverenciar al Tayta Niño, patrono del lugar, para hacer levantar sus zapatos al compás de la tierra, ahí donde los sombreros hacen bailar al sol y las polleras son picardía y descanso de montaña.
Pasado un tiempo, esos músicos se enamoraron y tuvieron hijos, por lo que ya no era adecuado llamarse “Solteritos”. Es entonces cuando se convierten en Los Ases de Huayucachi, una orquesta que empezó tocando para pequeñas comunidades y fiestas patronales, comunales o de cosecha, y terminó llevando su arte a España, Francia, Italia o Estados Unidos, sea para una colonia de peruanos emigrados o para un nuevo y sorprendido público extranjero.
“¿Cómo es el proceso de creación de un huaylarsh? –ha explicado Javier Unsihuay, a quien se le atribuye la composición de unos 600 temas, entre huaylarsh, mulizas o tunantadas-. Bueno, es una inspiración que te sale del corazón. Cuando veo un paisaje, un animalito o cuando veo a la gente zapateando”. Quien fuera también conocido como El rey del saxo, agregó: “Para mí, el huaylarsh es una danza agrícola y de jolgorio. Representa el cultivo, la cosecha. Debe ser declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad”.
Durante la pandemia del COVID, Javier Unsihuay tuvo su última presentación junto a Los Ases de Huayucachi en un concierto virtual en el que, según diversas fuentes, habrían sido vistos por un millón de personas. Poco después, sin embargo, sucumbió al coronavirus. A pesar de los temores por un posible contagio, el pueblo huayucachino acompañó su cortejo fúnebre por las principales calles y le rindió homenaje en la plaza local, con la bandera peruana a media asta.
La revolución del huayno
“Jauja con su tunantada / Concepción con heroínas / Chalaysanto su Avelino / Sicaya con sus toriles / chupaquinos con shapis / y los wankas con su Huaylas”, dice la letra de Valle del Mantaro, que al lado de El solitario, Cielo Huanca o Vuela, vuela, pajarito, son algunos de los más emblemáticos temas que Francisco Leytth Navarro compuso para la orquesta que convirtió en una de las más importantes del panorama wanka: La Estudiantina Perú. La letra describe con precisión las costumbres de los pueblos alrededor del Valle. Conocido cariñosamente como Panchito Leytth, es considerado un revolucionario del sonido del folklore wanka, pues introdujo en el huayno de manera decisiva el acordeón, los violines y las guitarras, cuando años antes era interpretado por una orquesta clásica de charango, zampoñas, bombos o quenas. Además, la Estudiantina Perú tenía una peculiaridad: no usaba instrumentos de viento.
Águila Negra, Caminito a Huancayo y Escrito está son otros de los temas compuestos por Leytth desde la fundación de la Estudiantina, en 1968, que siguen interpretándose hasta hoy, gracias a nuevas generaciones de músicos que siguen cultivando el fervor andino. Unos 60 o 70 años atrás, los componentes de las orquestas, en su mayoría, carecían de educación musical formal, pero aprendían a leer partituras y poseían una especial sensibilidad para convertirse en diestros intérpretes de manera empírica. Su conservatorio de música era el paraje bucólico de la tierra huancaína.
Mientras Panchito Leytth se desataba en el violín, Nicolás Antialón y el carpintero Orlando Sauñi –conocidos como “Los caballeros de Huancayo”- le ponían voz al discurrir de ese Mantaro soñado en cada huayno con emoción de valle pleno y fértil. Y así también con lluvia terca, con granizo que pone en pausa el corazón. Su canto y su guapeo retumban aún en las calles de Huancayo, por ejemplo, entre julio y agosto en cada Fiesta de Santiago, cuando las orquestas caminan por los barrios llevando música, bailes y sonrisas.
"Aprendí a pulsar el violín cuando estudiaba Primaria. Cierto día, un padre seleccionó a varios alumnos para integrar el coro de la parroquia. Por entonces ya dominaba los primeros pasos en el manejo del violín, por lo que me fue fácil incorporarme al equipo misal”, ha contado Leytth sobre sus inicios como músico. Cuando formó sus primeras agrupaciones, se cambió a la escuela nocturna para poder completar sus estudios. Nunca olvidó que su primer instrumento fue un violín de carrizo, ni que sus primeros maestros fueron una vecina y un cura.
"Él inserta el violín para formar un conjunto de cuerdas en el Valle del Mantaro. Fue compositor poético nato, todas sus composiciones son poesías, hablan del amor, del terruño y la naturaleza”, ha recordado recientemente su hija Janet Leytth. Un nombre que, pronunciado en voz alta, es cine por sí mismo.
“El huayno wanka es por naturaleza bastante valiente, alegre, bailable, incluso viril”, indicó alguna vez el músico, que tocó huaynos de diversos orígenes: huancavelicanos, cerreños o ayacuchanos, cada uno de ellos con sus propios matices.
A pesar de que Panchito Leytth falleció el 2004, con solo 61 años, su trabajo ha seguido influenciando a nuevas generaciones de músicos de Huancayo y otras zonas del ande peruano. Sus innovaciones y arreglos marcaron el devenir de la música vernacular peruana de los últimos 60 años. Hoy, su estatua, fielmente acompañada por las de Nicolás Antialón y Orlando Sauñi, se luce en el Parque de la Identidad Wanka, como si ese violín suyo no hubiera dejado nunca de sonar.
Un beso y una flor
A inicios de los años 40, una muchachita solía andar descalza por los senderos polvorientos de Pucará, entonces un pequeño pueblito ubicado 13 km al sur de Huancayo, desde el que es posible ver los brazos del Mantaro abriéndose paso a través de los Andes. Ella, su blusa de tocuyo y su falda colorida al viento, ya era conocida como se conocen en el campo a las aves que cantan en la propia ventana ante cada amanecer. China, le decían de cariño. Pasaba llevando a pastar a sus cerdos u ovejitas, mientras tarareaba alguna vieja canción cuando no comía las papas o la canchita que llevaba en el mandil.
Hija de una cocinera y de un empleado bancario que desapareció pronto de sus vidas, la joven Paula Efigenia Leonor Chávez Rojas migró pronto a Lima y tomó distancia de una madre violenta. Se instaló en el populoso barrio de La Victoria y se dedicó a la venta ambulante de verduras en La Parada, el lugar al que llegan hasta hoy los camiones de la sierra trayendo el alimento a la ciudad capital. Tiempo más tarde, trabajó como empleada del hogar en el puerto de El Callao o como costurera casual para familias limeñas.
Conforme creció, la joven Paula Efigenia empezó a dejarse ver en los shows de los grupos vernaculares que se presentaban en esos barrios y que la Lima oficial, de clase media, criolla y con más atención en los Beatles o La Nueva Ola, aún desconocía. El canto empezó a fluirle natural, como a las aves que visitaban su ventana en Pucará cada mañana, como el rocío que humedecía las flores de su pequeño jardín.
Así fue descubierta por los chupaquinos Hermanos Galván, uno de los primeros conjuntos que tomó la música vernacular wanka y la llevó a Lima para ser guapeada y zapateada en los vastos arenales que rodeaban la urbe. Su apelativo, como siempre vinculado al origen del artista, empezó a acompañarla desde aquel día de diciembre de 1958 en que hizo su debut en el Coliseo Nacional de La Victoria, muy cerca de donde ella y su madre vendían papas, cebollas, nabos o ramitas de culantro. Su inicio no pudo ser más apoteósico: entonó una muliza compuesta por don Emilio “Moticha” Alanya: Falsía. Así nació la leyenda de La Flor Pucarina.
Tras algunas difíciles gestiones, porque el huayno no se consideraba un género rentable para las disqueras limeñas, el músico jaujino Julio Rosales Huatuco le consiguió la posibilidad de grabar con el sello El Virrey, y él mismo, junto a su orquesta Los Engreídos de Jauja, le hizo el acompañamiento musical a la naciente artista. Tras solo siete horas, intensas, entusiastas, ansiosas, completaron el primer disco de La Flor Pucarina.
“El canto de Flor Pucarina sonaba triste" –escribió el periodista Wilber Huacasi-. Quienes la conocieron coinciden en señalar que los primeros años de pobreza marcaron su vida y su canto. Antes de entrar a grabar o antes de subir a un escenario, recuerdan, la artista del pueblo solía tomar una botellita de ron Cartavio “para hacer pasar los nervios”, y su voz fluía con mayor sentimiento. Otros decían que no aceptaba vasos de cerveza servidos a la mitad: tenían que ser “cepillados”, es decir, llenados hasta su límite.
Quizás por ello, temas como Estoy tomando, Oh, Licor Maldito o Vida Bohemia parecen marcar a fuego su discografía. Así, animada por el ron, vestida con un traje típico de cutuncha huanca que subrayaba el orgullo por su origen, y con una flor al lado del sombrero, Paula, Efigenia, Leonor, y todas las mujeres que había sido, que seguía siendo y que sería, salían al escenario a brindarse totales a un público cada vez más fiel, que llegaba al llanto o al paroxismo en sus presentaciones, mientras la Flor se convertía en ama y señora de los andes y todas sus tempestades.
“Lo que más me fascina hasta ahora es su timbre de voz y el sentimiento con que interpretó no una sino todas las canciones”, ha dicho sobre ella Martina Portocarrero, otra icónica artista vernacular. Y agregó: “Pucarina es la más grande cantante popular con arraigo de masas que ha tenido el Perú hasta ahora”. Todos estos méritos la convirtieron en “La Faraona del cantar wanka”, a pesar de la resistencia o la apatía de una Lima racista, clasista y machista ante la más exitosa artista popular del siglo XX en el Perú. Éxitos absolutos, como su huayno Ayrampito (1965) –que, según diversas fuentes, llegó a vender un millón de copias-, así lo corroboran. El desamor, la traición, la soledad, o la pena fueron temas recurrentes en su discografía. De una u otra manera, fueron una extensión de su propio dolor.
La devoción de sus seguidores ha dejado potentes ejemplos de defensa póstuma. En octubre del 2017, La República –diario peruano de alcance nacional- publicó un artículo para conmemorar su vida, a 30 años de su partida. En el texto se mencionaban episodios polémicos e incomprobables de una vida aparentemente disipada. Los lectores –wankas, limeños y más- protestaron de tal modo contra dicho medio, ofendidos ante lo que consideraron un oprobio a la memoria de la artista pucarina, que se pidieron disculpas y el contenido fue borrado de la página web. A la Flor, ni con el pétalo de una rosa.
A inicios de los 80, víctima de un mal renal que derivó en cáncer, su salud empezó a decaer notoriamente. En 1987, mientras esperaba un viaje a Estados Unidos para una operación que podría haberle salvado la vida, falleció en Lima, a los 52 años. Su cortejo fúnebre tardó casi ocho horas en recorrer los poco más de 8 kilómetros de distancia entre La casa del Folclorista, en el distrito de San Martín de Porres, y el cementerio El Ángel, a unas 18 cuadras de la Plaza de Armas de Lima: una multitud de más de 40 mil personas, entre los que se encontraban una treintena de músicos que no pararon de tocar y cantar en coro con esa procesión de adiós, decidió que no podía partir sola. Los diarios registraban la peregrinación, en auto, en camión o incluso a pie, de miles de huancaínos hacia la capital del país. La Flor había dado lecciones de amor y desamor durante más de 30 años. Había construido un evangelio para persignarse y caer de rodillas. Sus seguidores la despidieron con la pasión que solo puede emerger de corazones heridos… pero sobrevivientes. “Hasta cuándo el desprecio / a una raza que fue grande / No comprenden que los cholos / también somos bien peruanos”, cantan hasta hoy los herederos de su dolor. Aún ahora, 38 años después de su partida, una vieja superstición persiste: soñar con ella, trae buena suerte.
El hombre y su violín
Érase una vez un ser que no tenía tronco, sino caja de resonancia; que no tenía brazos, sino aros; que no tenía piernas, sino efes. Una columna vertebral de voluta, diapasón y clavijas, y el insuflo vital hecho de cuerdas apasionadas y sabias. Porque Zenobio Dagha Sapaico no era un hombre, sino un violín divino que se mezcló entre los wankas. Era el corazón del Tayta Huaytapallana, y la interpretación de sus bendiciones y silencios.
Para hombres y mujeres huancas, Zenobio es un tótem: el padre del huaylarsh moderno. Pero sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de la música peruana frente al mundo. Patriarca de la más importante generación de músicos wankas, nacidos en las décadas del 20 y el 30 del siglo pasado, era capaz de crear una melodía que sonara con la naturalidad del discurrir de las aguas, hoja que se deja llevar por la corriente. Era el Mantaro originándose, fluyendo, recorriendo el ande, oliendo sus campos, decodificando musicalmente los designios de los apus. Su violín canta, susurra y entona poemas épicos que devuelven al hombre a tiempos remotos, a su primera voz, al origen del huayno. Su tocar parece recoger, una a una, las lágrimas del ande.
Si la historia del violín contemporáneo suma leyendas como Stephane Grappelli, Papa John Creach o Jean Luc Ponty, pueden agregar a Zenobio Dagha, el hombre-violín que compuso cerca de 900 piezas musicales y promovió el uso del saxofón y los clarinetes en la música del Valle del Mantaro. Un Paganini sin pacto diabólico, más bien bucólico.
Nacido en 1920, su madre le fue transmitiendo el cantar y zapatear de la música wanka que acompañaba las largas jornadas agrícolas a fines del siglo XIX y a principios del XX, entre tarareos, guapeos y silbidos. Él interpretó esa herencia para ponerle una música adecuada a los bailes de su pueblo. Empezó a los 8 años, inspirado por ver tocar violín a su padre en medio de las campiñas majestuosas.
“Zenobio Dagha es el hombre que sacó el huaylarsh de las comunidades del Mantaro, lo metió a la fuerza en las fiestas de Huancayo, y lo ha hecho admirar por todo el Perú”, escribió el periodista César Lévano en 1968. Zenobio fungió de chasqui contemporáneo. Llevó su mensaje musical desde remotas comunidades campesinas del valle, hasta las calles huancaínas y luego a la capital y al resto del país, redescubriendo el folklore popular y renovando la sensibilidad del público desde la década del 50.
“Me daba pena. Bailaban cualquier huaynito. No tenían música fija para los zapateos. Yo tuve que tratar de componer una música. Pensando en eso estuve como tres meses. Una noche, entre sueños empecé a tocar, empecé a cantar, zapateando yo mismo, bailando, probando, a ver cómo salía. De esa manera tuve que descubrir esa música del huaylarsh moderno”, recordó Don Zenobio hace unos años.
“El Waylarsh es una danza agrícola ya sea antes, durante o después de la faena chacarera. Y como tajantemente señala Zenobio Dagha: Esta es la verdadera médula del origen del Waylarsh Wanka, inmerso en el mito, fuerzas cósmicas y mágico religioso, sobre todo en el desarrollo y la vigencia de la cultura popular wanka”, escribió el Tayta José María Arguedas.
Y así continuó la ascensión de Zenobio a ídolo, a bordo de un violín que emite un sonido como el de las nubes rozando las cumbres andinas, con ecos que van del pasado al futuro en un vértigo con aroma a tierra mojada y a pasto fresco. Caricia, cima y horizonte al mismo tiempo. En 1950, tras haber sido parte de Los Aborrecidos, formó la Orquesta Típica Juventud Huancaína, donde pudo darle forma a lo que escuchaba en su cabeza: dos saxos, dos clarinetes, dos violines y un arpa, algo inédito hasta entonces en las formaciones de música vernacular del Valle del Mantaro. Don Zenobio también dotó a la música del ande de una alegría que no tenía. El arco con el que frotaba las cuerdas al tocar su violín, les dibujaba con sus maneras una sonrisa inevitable.
Compuso el himno Soy Huancaíno por algo, famoso en la voz de El Picaflor de los Andes, y Sola, siempre sola, emblemática canción de Flor Pucarina. Los chilenos Inti Ilimani también cantaron un tema suyo, Hermanochay, entre otras muchas canciones que siguen siendo parte fundamental del cancionero wanka. A esto se le agregan cientos de huaynos, mulizas, santiagos o huaylarsh, además de valses criollos, polkas, guarachas cubanas o hasta pasodobles españoles.
Dagha es un peculiar caso de longevidad entre los principales artistas del folklore wanka. Tuvo la oportunidad, gracias a ello, de contemplarse y tocar frente a su propia estatua en el Parque de la Identidad Wanka: Don Zenobio era un monumento aun estando vivo.
A excepción del tiempo que viajó a Argentina para perfeccionar su técnica con el violín, siempre vivió en Chupuro, el humilde pueblo en el que nació y del que eran también sus ancestros. Allí falleció el 10 de noviembre del 2008, a los 88 años. Apenas dos meses antes tocó por última vez, en pie, firme aún, y lo hizo junto a Máximo Damián, otro de los más grandes exponentes del violín andino. Poco después, tuvo un último reencuentro con Alicia Maguiña, la gran voz peruana que lo reivindicó siempre como un gran maestro.
“Esta nochecita / tomaremos todos / Esta nochecita / bailaremos todos / para qué es la vida de juventud / vida de juventud / no se desperdicia / Tomaremos todos / bailaremos todos / esta nochecita / bailando y tomando”, fue el último huayno que cantó junto a su hija. Imaginamos que es el mismo que hoy baila en la eternidad.
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