La historia como editor de Maximiliano Papandrea tiene varios comienzos. O, mejor, escenas que se van zurciendo con un hilo causal, austeriano, sostenido en el aire por las virtudes de la fortuna y el azar. Juntas, escuchadas de un tirón, unen la vida de un chico criado en una casa con más heladeras que libros, y concluye, provisoriamente como todo final, en la figura del creador de una de las editoriales más prestigiosas del mundo independiente en lengua hispana: Sigilo.
En el relato de Papandrea, que narra con gracia y sin pausa en un bar del barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires, suele aparecer un nombre que acerca un libro, una voz que da un consejo, una mano que pasa un teléfono, un personaje secundario que hace posible la existencia y el desarrollo del protagonista. No hay meritocracia en su hilado, sí suma de partes, de trabajo en equipo, de generosidad de desconocidos que se volvieron amigos. En todo caso, es el relato de una vida posible por la existencia de otros.
Maxi, como se lo conoce en el ambiente editorial, es el hijo mayor de un padre italiano, llegado a Argentina desde el sur de su país para aterrizar en el sur del conurbano de Buenos Aires, en Wilde. Su padre, un hombre laborioso, fundó una empresa de heladeras industriales y armó una vida de clase media sin complicaciones económicas. Junto a su mujer, empleada de un negocio, criaron a tres hijos en una localidad donde -en esos años- no había librerías.
"El horizonte cultural era reducido en mi familia y en el entorno de amigos y colegio, también", dice Maxi, sin dejar de prestar atención a los mosquitos que sobrevuelan la mesa como bombas pequeñitas llenas de dengue, la vieja enfermedad de moda en Argentina. Igual tengo una buena historia para contar, aclara.
A los 13 años, Maxi va a la casa de Claudio, un amigo. Mientras espera que se cambie la ropa del colegio, empieza a curiosear la biblioteca que había en el living. Su mamá, Lucrecia, una mujer extravagante, que vestía túnicas y se empolvaba la cara como si fuese la protagonista de una versión local de Sunset Boulevard, se fijó en su interés. A los pocos días, Claudio lleva al colegio un libro que le había enviado su mamá: El color que cayó del cielo, de Lovecraft. Luego, cuando se lo devolvió un poco más arrugado por el manoseo de la lectura, la mujer continuó enviando otros libros. Maxi no tuvo relación con Lucrecia, incluso no recuerda si la volvió a ver. Sin embargo, esa mujer enigmática lo empezó a llenar de lecturas, a meterlo en la comunidad de lectores, en el club de los que no tienen club, como dice una canción de Valentin y los Volcanes.
Claudio y, en especial, Lucrecia, fueron los primeros nombres de su saga de iniciación. Y, en simultáneo, de un modo lateral, incorpóreo, casi invisible, apareció Paco Porrúa, el mítico editor de la editorial Minotauro.
"Esta mujer tenía una biblioteca llena de libros de la época dorada de Minotauro. Me puso en el camino de lo que había hecho Porrúa, para mí fue clave. Cuando leí Crónicas marcianas, se ensanchó el universo tan restringido que era mi casa, mi barrio y mi clase. Leer sobre el hombre en Marte, del modo humanista como lo trata Bradbury, fue mi gran vía de escape. Ahí me convertí en lector, como si la literatura fuera lo único que me importaba. Al principio mis viejos lo celebraban, pero después la lectura empezó a ser una fuente de conflicto. Uno empieza a tener ideas propias, a cuestionar. Mi papá tenía una fábrica y yo me escapé de ese destino vía la literatura fantástica.
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La siguiente escena también sucede en Wilde, un barrio de casas bajas y de pocos edificios. Es de noche, tarde, por las calles no pasan autos ni colectivos. Las veredas vacías, sin perros que interrumpan el pacto de quietud. En un edificio alto hay una luz prendida. Es una lámpara sobre un escritorio, ubicado en un balcón cerrado por ventanas corredizas. Debajo de la lámpara, una sombra que delinea el cuerpo de un hombre. El cuerpo está inclinado sobre la pantalla de una computadora de escritorio. Es el único hombre despierto en la casa, quizás en toda la ciudad. El hombre, el joven que ronda los 20 años, es Maxi Papandrea, haciendo sus primeros trabajos como corrector para la editorial Planeta, en el balcón de la casa mientras el resto de su familia duerme.
Cuando Maxi terminó la escuela secundaria no se animó a estudiar la carrera de Letras, la única opción ligada a la literatura que había en ese momento. Estuvo seis meses viendo qué hacía. En un Curso Vocacional se enteró de que existía la carrera de Corrección Literaria.
"Con mucha astucia e inteligencia, unas chicas que eran psicólogas recién egresadas dijeron este pibe no se anima a hacer Letras, quiere trabajar en algo relacionado con los libros, está esta carrera que puede pagar, que vaya. Duró dos años. Tuve mucha suerte. Las profesoras eran todas de Letras de la UBA. Me mostraron el canon y el contracanon en la literatura argentina y latinoamericana. Venían con lo que se estaba discutiendo en su facultad".
Suerte, admiración, reconocimiento, generosidad, son coordenadas que se repiten en la boca de Papandrea para hablar de su recorrido. Como si cada nombre que se cruzara fuera una estación de tren perdida en una llanura vacía, que le indicara por dónde seguir.
"La segunda cosa que pasó fue que una de las profesoras, que hoy es amiga mía, Jorgelina Núñez, se puso en contacto con el Jefe de Preproducción de Planeta, Alejandro Ulloa, quien fue uno de mis maestros. Le contó de la existencia de esta carrera. Y Alejandro le dijo que nos iba a dar cinco charlas y, si éramos pocos, podíamos hacer una experiencia de trabajo en Planeta. En otro momento, Alejandro le pregunta a Jorgelina a quién recomendaba para un equipo que estaba formando, Jorgelina me nombra a mí, y enseguida empiezo a trabajar freelance bajo el ala de un loco genial. Esa fue mi gran escuela. Ahí hice de todo. Corrección, editing, ghostwriter, participé de equipos para grandes proyectos. Tuve mucha suerte, con veinte años me crucé con dos personas como Jorgelina y Alejandro".
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Maxi Papandrea quería ser escritor. Paralelamente a su trabajo en Planeta y a su participación en otras editoriales que contrataban sus servicios como corrector, hizo talleres. En algunos fue compañero de Samanta Schewlin y de Vera Giaconi, su actual pareja. Su problema, cuenta, era que no escribía.
"Cuando empecé a tomar contacto con la tradición, me obturé", dice. "Más el hecho de ser corrector y ciertas inseguridades, nunca pude hacer que la escritura fluyera. Sufrí mi incapacidad para escribir por muchos años. Mientras más me internaba en la literatura, más me alejaba de mi propia escritura. Estuve así un montón de años formándome como escritor. Y todo eso se resuelve más adelante, cuando empiezo a trabajar en La Bestia Equilátera, ahí me defino y asumo como editor".
Pero antes de continuar con el capítulo en La Bestia Equilátera, hay un nombre, otro nombre clave en la vida de Maxi Papandrea: Marcelo Cohen.
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En sus años de formación, Maxi Papandrea lee El país de la dama eléctrica de Marcelo Cohen y se fascina. En un gesto que anticipa su futuro como editor, le acerca la lectura a una pareja de amigos. También se contagian por la fiebre Cohen. En una de esas charlas estiradas por el ocio, barajan ir a verlo.
"Lo veíamos tan buen tipo, lo queríamos", dice Maxi. "Se nos ocurrió llamarlo e invitarlo a cenar. Fue como una especie de gesto de retribución por lo que nos venía dando como lectores".
Esa cena no sucedió. En cambio, Cohen les propuso juntarse en un café. De ese primer encuentro, Maxi recuerda que hablaron bastante de El curso del corazón de M. John Harrison y que, palabra a palabra, sintió que un puente de confianza, una cofradía de lectores, se iba armando entre ambos a partir de esa y otras lecturas. Y de golpe, otra vez la suerte, en palabras de Maxi.
"Marcelo arma la revista Otra parte con Graciela Speranza, sabía que yo era corrector, y me llama. Entre los asesores estaban Kuitca, Pauls, Vivi Tellas, varios más, gente muy valiosa. Era un espacio tan amplio y generoso. Mi aporte era corregir la revista, pero todos participábamos de las reuniones de sumario. Mis primeras traducciones las hice ahí. Era una fiesta intelectual. Escuchar a esa gente discutiendo otra agenda, no solo la local sino de otras partes del mundo, pensando una política cultural y de intervenciones trayendo temas que valía la pena seguir pensando acá. Diez años duró la revista en papel, treinta números, durante la primera década del 2000. Ahora continuamos en la versión online".
Otra mano que Cohen le acerca a Papandrea sucede cuando dirige una colección en Interzona, Línea C, y lo llama para hacer la revisión de las traducciones.
"Cohen me abrió el camino", explica Maxi. "Ese momento termina en Sigilo. Arrancamos con Plop de Rafael Pinedo y con Preparativos de viaje de M. John Harrison".
La colección Línea C era la gran continuadora de Minotauro. Paco Purrúa había sido uno de los grandes formadores de Cohen, el primero que le dio una traducción cuando se fue a Barcelona. Una especie de padrino, su gran interlocutor.
"Yo me sentía bendecido", dice Maxi. "Había arrancado como lector con Minotauro, y por sus libros había llegado a Cohen. Y terminaba trabajando en mi primera editorial independiente como junior de Marcelo, en un proyecto que tenía que ver con lo que me había acercado a la literatura".
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El director de Interzona en ese periodo era Damián Ríos, luego lo reemplazó Damián Tabarovsky. El primer libro de su gestión fue Peripecias del no del también mítico Luis Chitarroni, uno de los últimos exponentes de la figura escritor-editor.
"Le hice una corrección y Luis fue muy generoso, me mandó una nota de agradecimiento, y a raíz de eso, cuando se arma La Bestia Equilátera, me llama como corrector", recuerda Maxi.
En el 2008 Maxi empieza a corregir para La Bestia, que traducía y publicaba libros de la talla de autores como Robert Bazlen, Muriel Spark y Pritchett, inéditos o perdidos en el mercado editorial hispánico. Unos años después renuevan el equipo de La Bestia, y llaman a Matías Serra Bradford como editor, y Maxi empieza a trabajar como coordinador de producción y post producción.
"Estaba despegando La Bestia. Tenía mucho por hacer. Me encontré con un espacio donde había margen para proponer cosas. Fueron cinco años maravillosos", dice Maxi. "Yo todavía quería ser escritor. Y cuando entro a La Bestia se me activaron las ganas de ser editor. Empecé a participar de toda la variedad de tareas que implica llevar adelante una editorial independiente. Ahí me saco de encima las ganas de escribir, se me disipan, y me prendo fuego con la edición".
El paso siguiente era la editorial propia.
"Cuando me voy de La Bestia, coincide con que mis padres vendieron una propiedad y nos dieron a cada uno de los hijos una parte para que compráramos una casa. En lugar de comprarme una casa puse una editorial".
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La editorial que creó Maxi junto a Claudia Arce y Andrés Beláustegui tuvo un nombre de largada: Páprika, una palabra exótica, luminosa, fulgurante, colorida y, también, como el picor en los labios, fugaz.
"Empezamos a pensarla en el 2013 y la largamos en el 14 con Te quiero de Zooey, y con El curso del corazón de Harrison", explica Maxi. "El arranque fue complicado. Los primeros cuatro años fueron desastrosos. Una sociedad que no funcionó y encima a los dos años sucede lo del nombre, que fue una negligencia nuestra".
En el 2015 aparece una empresa de agendas en la provincia de Córdoba con el mismo nombre que la editorial, Páprika. Sus dueños lo registraron de inmediato y pusieron en aviso a la editorial. El resultado de eso, cuenta Maxi, después de una pésima negociación de abogados, fue que tuvieron que cambiarle el nombre a la editorial. Era lo que estaban dispuestos a hacer, “habíamos perdido de entrada la guerra”, dice Maxi. Además tuvieron que retirar todos los libros de las librerías, pagar un dinero y retapar con el nuevo sello.
"El arranque desde la identidad y el catálogo había sido muy bueno. Salimos con seis libros. Un escritor contemporáneo argentino, una reedición de un escritor inglés, otro de cuentos de Luis Negrón de Puerto Rico, Chica de oficina de Joe Meno, Algo más de Cohen y El último teorema de Fermat. Cuando ocurre la cuestión del nombre fue una catástrofe total. La primera y única vez que me planteé si debía seguir o no. Venía de un crecimiento muy vertiginoso y de golpe la realidad me había puesto un freno de la manera más pelotuda posible".
Del nombre Páprika les gustaba su exotismo. Es un condimento originario de latinoamérica pero nombrado con una palabra polaca. Cuando cambian el nombre, buscan una música más cauta, familiar, reconocible.
"Sigilo me lo trajo mi gran amigo Benjamín Labatut. Él tuvo una etapa donde investigó a fondo la tradición de la magia. Me había hablado de un procedimiento mágico que se llama “hacer un sigilo”, un rito que tiene una dimensión gráfica, porque sigil significa sello. Buscando nombres me acordé de eso que me había contado Benjamín, y dije: Sigilo. Me interesó que tuviera que ver con la magia, que sea una palabra ultra literaria que aparece en muchos libros, que todos conocemos pero nombramos poco, que no es ni extravagante ni demasiado común. Y además, obviamente, tiene que ver con la circulación sigilosa que tienen la literatura y los libros".
Después del estallido del picante vino la calma.
"La nueva etapa la empezamos con El peregrino y La mano del pintor. El peregrino fue un libro absolutamente importante para la editorial y para mí como editor. Me llega también por Benjamín. Está escrito por un hombre que pasó diez años de su vida observando a un halcón. Cuando lo leí fue una experiencia total. Era el libro más singular con el que me iba a cruzar en mi vida de editor. Publicar ese libro a los tres años de la editorial fue mucha suerte. Un libro demasiado grande para una editorial tan chiquita. Y ese libro me trajo a mi socio actual".
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Adam Blumenthal y Maxi Papandrea se conocieron en la Feria de Guadalajara. Adam es israelí y se especializa en literatura latinoamericana, especialmente argentina. Trabajaba en una plataforma que publicaba literatura de todo el mundo en varios idiomas. Gestionaba la sección de Literatura Iberoamericana. En el año 2008 se viene a Buenos Aires sin saber mucho del idioma. Va a clases en Puan como oyente. A la tarde, iba a leer a la Biblioteca Nacional. Su padre es traductor y editor en Israel. Una amiga de su padre contrata el libro La pesquisa de Juan José Saer. Llama a Adam para pedirle una traducción. Adam lee la primera página y no entiende nada, pero intuye que por ese camino, por esa páginas, va a aprender el idioma y a empezar una carrera como traductor.
"Cuando lo conocí, ya había traducido cinco libros de Bolaño, a Schweblin, Aira, Saer", dice Maxi. A finales de 2016 me cuenta que se está yendo a España a estudiar un seminario de edición. Yo lo llamo para pedirle que me ayude a hacer llegar los libros de Sigilo a las librerías españolas, especialmente El peregrino, que me lo pedían todo el tiempo, y él me respondió: "¿Y por qué no pensamos algo mejor?". Así empezó Sigilo España.
Otra vez la suerte. O ese empujón permanente que Maxi llama suerte a falta de una palabra mejor.
"Con mi socio somos dos mentes ultra conectadas" confiesa Maxi. "Cada uno tiene sus funciones, nos entendemos y complementamos, es una sociedad hermosa. Sigilo no sería lo que es sin los ocho años que lleva Adam en la editorial. Trajo cosas nuevas y ordenó y potenció, no solo España, sino el diálogo, las ideas, muchas cosas que estaban en construcción pero no tenían forma. Me siento muy suertudo de haber encontrado una persona tan afín a lo que hacemos y que vino de un lugar tan remoto".
En los últimos años, Sigilo fue multiplicando su escala de edición. Entre sus hits editoriales se cuentan El peregrino, que tuvo tres ediciones en Argentina y dos en España, El tigre en la casa, una historia cultural del gato, Los sorrentinos de Virginia Higa, Desierto sonoro de Valeria Luiselli y Cometierra de Dolores Reyes.
"Cometierra fue un antes y un después completamente. Yo ya estaba enfocado en buscar óperas primas. Vera, mi pareja, me cuenta que en el taller de Selva Almada y Julián López había una chica escribiendo una novela buenísima. La contactamos. Estuvimos trabajando con ella durante dos años. Y fue un éxito totalmente brutal. Junto a la distribución de Carbono, que fue fundamental, vendimos 80 mil ejemplares.
Una de las particularidades que tiene Sigilo como editorial es que sus editores trabajan largamente los manuscritos con los autores. A priori parecería ser la función principal de los editores, sin embargo en el mercado editorial no es lo más habitual.
"Quise ser escritor, no pude, pero toda esa formación como escritor me terminó sirviendo un montón a la hora de entender cómo piensan los escritores, lo que pueden y lo que no, cómo hablarles, y lo hacés con herramientas comunes, con un diálogo entre pares. Es la naturaleza del oficio de editor, meterte, dialogar, opinar, guiar, recomendar, pero cuando mejor lo hacés es cuando entendés el mundo con el que estás dialogando".
Este año se cumplen once años de la largada de la editorial. Sigilo es parte del universo editorial que seguimos llamando independiente. Una tradición viva, que respira en las páginas y en las afinidades con libreros, escritores, distribuidores y, sobre todo, lectores. A la colección de ficción se le fueron sumando ensayos, obras de dibujantes y también de poesía, con La voz de nadie, de Adrián Dárgelos, el líder de Babasónicos.
"Si algo une a todos los libros que publicamos es que según mi criterio están bien escritos. La relación con la frase, con el párrafo, con el empleo de la palabra, que sean voces originales, es importante para la editorial, y también no dejarse guiar por fórmulas. ¿Qué es la buena escritura? No lo sé. La buena escritura puede estar hecha de muchas cosas distintas. Lo que se puede identificar es la mala escritura, donde la página no vive. En Sigilo buscamos páginas que vivan".