En el antiguo medievo se los llamaba juglares. Artistas itinerantes que viajaban de pueblo en pueblo, contando historias, recitando versos, musicando leyendas. Difusores de un saber popular —o encubiertamente erudito— que conectaban crónicas, cuentos y memorias que daban cuenta de la narrativa de una época. Una época, recordemos, donde el vulgo era aún mayormente analfabeto.
Hoy esta figura parece haberse perdido en el eco de los tiempos. En la era de la sobrecarga informativa, las narrativas se han multiplicado en un multiverso de relatos superpuestos, que ofrecen un mosaico picasiano, abundante en referencias, pero cuya coherencia, cuyo hilo conductor, cuya visión de conjunto, buscamos aún en vano.
Y es que, más allá de parecer un lujo para ociosos, la necesidad de coherencia es más esencial de lo que pudiera parecer. Desde la perspectiva antropológica, afirmar que somos narrativa significa reconocer que la condición humana se organiza culturalmente a través de relatos que dan forma a la identidad, la memoria, la experiencia y la vida colectiva. No es una metáfora poética: es una tesis que emerge de múltiples corrientes antropológicas. Nombres de la talla de Paul Ricoeur, Jerome Bruner o Victor Turner así lo aseveran.
En ese sentido, y en un contexto de franca infoxicación (consulto la RAE para saber si ha incluido el término en la normativa de la lengua española; todavía no), influencers, estrellas de los mass media, e incluso algún que otro músico dado a filosofar, parecían ser el relevo natural de aquellos transmisores de cultura popular.
Nada más lejos de la realidad. Aquel saber popular, cuyo mensaje trascendía coordenadas espaciotemporales, ha sido sustituido por una emergente multiplicidad de relatos individuales —e individualistas— más dados a ensalzar sin medida la figura de su autor que a transmitir valores, moralejas o mensajes para el crecimiento personal y colectivo. Una suerte de reproducción ad infinitum del mito de Narciso.
Cada vez sabemos más y entendemos menos, nos advertía un profético Einstein mucho antes de la era digital.
¿Acaso ahora aquellas vetustas leyendas, de trágicos amores, heroicas gestas y sapienciales resoluciones a imposibles acertijos, no sean sino una más de las obsolescencias que el tardocapitalismo ha devorado con avidez?
En la superficie, podría parecerlo.
Cuando la poesía resiste
Sin embargo, una mirada más cercana nos dice lo contrario: la lectura de poesía parece haber resurgido en algunos segmentos —sobre todo jóvenes— en la última década. En niños y adolescentes, en países como el Reino Unido, la proporción que dice leer poesía regularmente es significativa (≈ 25–30 %), lo que sugiere un interés estable entre las nuevas generaciones.
Existe, pues, al parecer, y sobre todo en la población juvenil, una cierta curiosidad. Una cierta inquietud, diríamos, por recuperar algo que se nos está escapando entre este desgarrador consumismo y esta desnuda practicidad. Y es la necesidad de una narrativa coherente, sí. Pero también es algo más.
La búsqueda de la belleza.
Una belleza de la cual, al parecer, andamos todos sedientos. Tanto jóvenes como adultos. Jaime Buhigas, arquitecto, matemático, músico y profesor, insiste en sus charlas, mientras invoca a Pitágoras, en que «la belleza es un camino trascendente», una vía de realización. Y en ella cabe, pues, esperar que el imperio del interés, la cruda mercantilización de lo humano, tenga un alcance limitado:
Un individuo está en el mercado vendiendo jarrones.
Se acerca una mujer y mira la mercancía. Algunas piezas no tienen dibujo, otras están decoradas cuidadosamente. La mujer pregunta el precio de los jarrones. Para su sorpresa, descubre que todos
cuestan lo mismo.
—¿Cómo el jarrón decorado puede costar lo mismo que un jarrón sin dibujo? —pregunta ella—. ¿Por qué cobrar igual por un trabajo que llevó más tiempo hacer?
—Soy un artista —responde el vendedor—. Puedo cobrar por el jarrón que he hecho, pero no puedo cobrar por la belleza. La belleza es gratis.
La historia es de Anthony de Mello:
El Maestro le dijo a un asistente social:
«Me temo que estás haciendo más mal que bien».
«¿Por qué?»
«Porque únicamente subrayas uno de los dos imperativos de la justicia».
«¿A saber…?»
«Que los pobres tienen derecho al pan».
«¿Y cuál es el otro?»
«Que los pobres tienen derecho a la belleza».
Esta búsqueda de lo poético, en un mundo marcado por el consumo, parece haber resurgido de una forma especialmente notoria entre la juventud. O entre aquellos que, adultos o ancianos, todavía la conservan dentro de sí (dentro de cada anciano hay un niño preguntándose qué demonios ha pasado, ironizaba Terry Pratchett).
Los versos son del poeta valenciano Marc Granell:
«Los poetas son los seres más inútiles
que hay sobre la tierra.
No hacen nada de provecho.
No hacen fábricas.
No hacen guerras.
No hacen negocios.
Por no hacer no hacen
ni siquiera dinero con lo que hacen.
Que son alas.
Que son fiebres.
Que son sueños.
Los poetas son los seres
más imprescindiblemente inútiles
que hay sobre la tierra».
Del juglar al cuentacuentos
Y es en ese contexto de hoy, sediento de una poética sin otro fin que ella misma, donde reaparece con timidez esa figura olvidada en la lejanía del medievo: el cuentacuentos.
El cuentacuentos es el equivalente moderno al juglar de entonces. Pero hoy en día parece reducido al público infantil. De hecho, el propio apelativo ya se relaciona, en el imaginario colectivo, con la conocida figura del animador infantil.
Pero hay otro sector del oficio —porque sí, se trata de un oficio con todas las de la ley— que, obstinado, se resiste a abandonar a su suerte a la dimensión poética que late, manifiesta o enterrada bajo gruesas capas de obligaciones, en el corazón de cada adulto.
Se trata del cuentacuentos para adultos. Una figura muy minoritaria en el ámbito, pero cuyo renacer estamos empezando a intuir en los últimos años. Son pocos, pero han causado mucho revuelo, aun cuando ser cuentacuentos no fuera su faceta principal.
Probablemente el más conocido sea Jorge Bucay. Médico de profesión, se dio cuenta rápidamente del poder terapéutico de contar historias: remover el inconsciente en busca de sus símbolos olvidados, dar voz y palabra a las emociones que, escondidas bajo el yugo freudiano de las obligaciones cotidianas, pugnaban por expresarse.
Pero hay otros que, como Bucay, se dedican a contar historias para dormir niños… y despertar a adultos.
El citado Anthony de Mello, cuya popularidad fue notoria en la década de los noventa, y quien pasó literalmente la mayor parte de su vida divulgando historias. ¿Qué clase de historias? Las mismas que el Dr. Bucay, porque, aun siendo De Mello sacerdote jesuita, comprendió enseguida que aquellos relatos formaban parte de lo que cierto autor denominó la herencia espiritual de la humanidad.
Relatos que nos interpelan independientemente de nuestro origen, cultura y condición socioeconómica. Así, entre sus recopilaciones publicadas, encontramos historias cristianas, judías, africanas y taoístas.
Idries Shah, por su parte, se erige como estandarte de la divulgación de cuentos en la cultura árabe, especialmente de la tradición sufí, cuyo protagonista acostumbra a ser el inefable Mulá Nasrudín, en tanto que Deepak Chopra, también médico, ofrece en sus libros, a modo de respaldo a sus teorías, numerosas historias de la tradición hindú.
Alejandro Jodorowsky es otro exponente actual de este oficio recién recuperado por necesidades del guion. El heterodoxo cineasta y escritor tiene, en su haber, diversos tomos donde hace uso recurrente del relato. Incluso se atreve a una tentativa de sanación de su propio árbol genealógico en la novela Dónde mejor canta un pájaro.
Son ejemplos que, en suma, dan cuenta del cuento: de la necesidad de recuperar la transmisión de relatos, aquella que tal vez no hace tanto se presenciaba en cualquier vivienda, junto a la hoguera, y que quizás tenía a la abuela o al tío como maestro de ceremonias. Unas ceremonias que generaban coherencia narrativa, pero también reforzaban los lazos de la comunidad.
Unos vínculos comunitarios que, igual que la tradición oral, parecen amenazados, más que nunca, por el aislamiento y el individualismo desbordado al que nos ha sometido el modelo económico actual. En ese sentido, las cifras hablan por sí solas.
La palabra frente a la soledad
La OMS advierte que la «conexión social» es fundamental para la salud y señala que hoy muchas personas —de diferentes edades— sufren soledad o aislamiento social. Según la propia organización, aproximadamente 1 de cada 6 personas en el mundo (≈ 16–17 %) declara sentirse sola. La entidad considera la soledad y el aislamiento social como un reto global de salud pública, vinculándolos con riesgos para la salud física, mental y la mortalidad.
La figura del cuentacuentos para adultos, profesionalizada o ejercida por cualquiera que lo desee, en el contexto que estime oportuno, pues, como decíamos, se trata de una práctica que actúa como resistencia a la instrumentalización humana, como intercesora del valor de algo por sí mismo, se configura como una praxis llamada a subsanar o, cuando menos, paliar los devastadores efectos de dos de los grandes síntomas que caracterizan nuestra época: la ausencia de relatos cohesionadores y la ausencia de vínculos comunitarios.
Para ello resulta esencial, sin embargo, un factor: no obviar ni dejar al margen los efectos del mercado en nuestro modus vivendi, pero sí ponerlos en su lugar: invariablemente secundados —o terciados— por lo verdaderamente primordial, el valor que, por sí mismas, ofrecen todas y cada una de las relaciones humanas.