«Zurita vuelve a rescatarme con sus palabras cuando dice que no se trata de que tanto dolor, muerte y asesinatos en todas partes del mundo nos obliguen a sentirnos permanentemente culpables por ello, pero sí de comprender que, desde el momento en que haya un solo desaparecido en Sudamérica o un solo torturado en el mundo, todos los demás somos sobrevivientes (de un sistema que no dudaría en desaparecernos) y solo por eso hablamos. Y que cada relato, cada gesto de memoria no son sino la lucha de millones de seres humanos por convertirnos en seres humanos y por el derecho a continuar siéndolo».
Ese es un fragmento de Raíz que no desaparece (Alfaguara, 2025) en el que Alma Delia Murillo se sigue manifestando como una de las más potentes y críticas voces mexicanas de toda una nueva generación de narradores. En esa novela la memoria de todos los desaparecidos, la mayoría niños, persiste en los árboles y sus raíces, hasta el punto de que enferman con un hongo negro ante la impasibilidad del gobierno y sus funcionarios corruptos. Una novela, sí, pero muy verdadera a su manera. En el relato la narradora queda prendada de la fuerza de una madre llamada Ada, que persiste en la búsqueda de su hijo, como tantas madres de voluntad pétrea que han recorrido el país buscando cuerpos fallecidos.
Así habla en el libro sobre ese descenso a la enorme miseria del drama de los desaparecidos: «Yo no sé por qué me metí en el infierno de documentar el delirio de este país. Tal vez porque yo misma estoy un poco loca, o tal vez porque cuando el dolor duele tanto solo podemos refugiarnos en la locura. Pero cuando la señora Ada me dijo esa profecía ante la extinta palmera de la glorieta de Reforma, y luego se cumplió frente a los ojos de millones de personas, me convencí de que valía la pena arriesgar el prestigio, la cordura, la seguridad y casi todas mis relaciones para contar esta historia. Pero, sobre todo, para que, a quienes voy a nombrar aquí, nunca sean olvidados».
Sin duda, un libro que tiene voluntad de perdurar y ayudar a cerrar heridas. Para hablar sobre ello contactamos con Alma Delia Murillo (Ciudad Nezahualcóyotl, 1979), que ha ejercido de columnista y tiene una larga experiencia en el mundo de la comunicación corporativa.

¿Cómo nace la idea para el libro?
Fue un proceso acumulativo, ser mexicana, haber visto gobernar a todos los partidos políticos y saber que en los últimos 18 años desaparecieron cien mil personas es algo que no puedes ignorar si te dedicas a escribir. La pregunta que gritan las madres buscadoras en las marchas «¿Dónde están nuestros hijos, dónde están?» late en el fondo de mi país y es muy pertinente como punto de partida para construir un relato. Por otro lado, el evento histórico que cortaran la gran palmera de la glorieta de Reforma, víctima de un hongo asesino, y que en su lugar plantaran un ahuehuete y el arbolillo muriera rodeado de rostros de personas desaparecidas, me pareció que era la metáfora perfecta.
¿Cómo es tu proceso de escritura?
Con Raíz que no desaparece fue un proceso particularmente híbrido entre el periodismo y la ficción, hice mucho trabajo de campo, de acompañamiento a los colectivos buscadores en las jornadas de búsqueda, entrevistas con madres y hermanas que buscan… y el resto fue dejar que todos esos relatos encontraran una historia única que podía contenerlos todos. Alrededor de un año y medio acompañé, investigué, entrevisté y un día por fin me senté a escribir la novela cuando tuve dos elementos ficcionables claros y potentes: los sueños de las madres buscadoras como premonición de los hallazgos y la inteligencia vegetal de los árboles como aliados en la búsqueda.
¿Por qué te metiste en «el infierno» de documentar la realidad del país?
Porque qué clase de persona sería si este tema no me atravesara. Porque solo me interesa escribir de aquello que me muerde el corazón.
¿Por qué los árboles como testigos de la tragedia?
Porque, por un lado, hay cada vez más evidencia que podríamos llamar científica de que las áreas verdes donde hay fosas clandestinas dan señales: el patrón de la vegetación se altera, crecen flores amarillas por el fósforo de los cuerpos en las fosas clandestinas, el exceso de nitrógeno de los cuerpos en descomposición se manifiesta en el verdor fuera de temporada de los bosques… y, por otro lado, porque los propios colectivos de búsqueda han tomado el árbol y su polisemia vital como símbolo de resistencia, de memoria; hay varias ciudades y puntos de México donde las familias buscadoras cuelgan los rostros de sus personas desaparecidas porque el árbol naturalmente convoca a la posibilidad de la renovación, de la esperanza, de la conexión de lo divino y terrenal con el inframundo.
¿Cuál es la situación con los desaparecidos en México?
Es una tragedia y una emergencia. Terminé la novela en noviembre de 2024 y se contabilizaban 124.000 personas desaparecidas; hoy, en octubre de 2025, son 134.000, diez mil más en un año. Es delirante la resistencia de los gobiernos mexicanos a admitir que este es su gran fracaso.
¿Cómo son esas madres que siguen buscando a los desaparecidos?
Son de un amor feroz, es eso lo que las sostiene: el amor y no el dolor.
Son madres que siguen maternando a sus hijos en la ausencia, yendo a las jornadas de búsqueda preparadas con sus herramientas, con la comida para el mediodía y el rostro de sus hijos impreso en las playeras como irían a una junta de padres de familia en la escuela. Pero están también maternando a los hijos de las otras madres, las que tienen el privilegio de no haber perdido uno; están protegiendo a los hijos de todas con su lucha por visibilizar esta situación.

¿Cuál es la complicidad de los gobiernos con la situación de los desaparecidos?
¿Pues cómo puede desaparecer una persona cada 45 minutos en un país que se presume Estado de Derecho sin la omisión, indolencia, negligencia y sí, a veces complicidad, del gobierno?
¿Cómo puede haber fosas clandestinas en el 75% del territorio nacional sin que volteemos a mirar a los gobiernos locales, estatales y federales?
¿Con qué cara miran las autoridades a las familias buscadoras cuando han sido las familias las que mapearon y geolocalizaron las cerca de 6.000 fosas clandestinas del territorio?
Todas esas preguntas señalan una sola cosa: el gobierno no hace nada porque no puede —conclusión tremenda— o porque no quiere: conclusión fatal.
¿Qué se siente al echar la vista atrás como narradora?
Es una sensación agridulce. En cada presentación de este libro procuro que me acompañe algún miembro de colectivos buscadores, me han acompañado en Ciudad de México, Querétaro, Michoacán y Nuevo León… escucharles es seguir aprendiendo un vocabulario, es poner el cuerpo junto a ellos y resistir para hacer memoria; abrazarnos, darnos contención emocional a partir de un libro es una de las cosas más gratificantes y humanizantes de la literatura.
Y es también una rabia que no crece, una sensación tremenda de impotencia cuando miro la lista final de mi libro con nombres de personas desaparecidas y sé que esas más de veinte páginas son apenas un atisbo de una ausencia de nombres que se cuenta por cientos de miles.
¿Cuál es la relación entre literatura y política?
Es inevitable y, sin embargo, no es su único propósito; creo que la literatura debe siempre tener la libertad de sobrepasar límites, definiciones, ideologías y objetivos.
Pero la latencia de un dolor colectivo dentro de un sistema social, cuando entraña una tragedia de las dimensiones que está ocurriendo con los desaparecidos en México, se vuelve una incomodidad tan grande que es ineludible tomar una postura política.
Yo he querido tomarla para acompañar con esta narración el momento que están viviendo miles de familias mexicanas y también como un pequeñísimo acto de memoria.
¿Cómo ve la literatura mexicana actual?
Yo creo que estamos viviendo un momento fértil y precioso a partir de que las voces narrativas femeninas estamos encontrando eco en las editoriales y en los lectores.
Me parece que la gran aportación que han traído Cristina Rivera Garza, Fernanda Melchor, Elvira Liceaga, Aura García-Junco, Liliana Blum y tantas otras escritoras, contemporáneas todas, no es solo «el punto de vista» sino que además de la mirada, ponemos en palabras la experiencia de habitar este país y este tiempo siendo mujeres.
