Si esta fuera una crónica deportiva, diría que Argentina le ganó 3 a 0 a Venezuela, con dos goles de Messi y uno de Lautaro, en la penúltima fecha de las eliminatorias sudamericanas para el Mundial 2026. Pero lo que pasó esa noche fue otra cosa.
Si fuera simplemente la historia de un tipo de 42 años que, transitando la mitad de su vida, cuenta que quiere mucho a su papá, a su sobrina y a su hijo, tampoco sería algo novedoso para ningún lector. Ni siquiera lo sería decir que alguien que juega muy bien a algo debe dejarlo porque ya no tiene la edad. Pero no vengo a contar eso. Vengo a contar algo más. Mucho más.
Vengo a contar, primero, que soy de una generación que le va a agradecer eternamente a Messi la mayor alegría colectiva que vivimos en estas tierras. Jamás, antes de diciembre del 2022, vimos al país de la grieta abrazado en un solo grito: “Gracias por eso, che vos pibe con la 10 de Argentina, gracias para siempre”.
Pero además, vengo a contar que, a veces, los tiempos no son lineales y tres infancias separadas por más de medio siglo pueden dejar de ser líneas paralelas y romper las reglas del tiempo y la física para encontrarse en un mismo punto.
Un cruce de tiempos
La historia de mi hijo Santi con el fútbol no empezó hace mucho. Por cuestiones lógicas, a los siete años nada empezó hace mucho. El recuerdo y la nostalgia todavía no tienen ningún peso. Cualquier pedazo de ayer que conoce tiene un gusto a hoy demasiado grande.
El éxito de la Scaloneta para él no tiene nada de revancha, es status quo. Lo que para nosotros, los cuarentones, fue el final feliz de un drama, para Santi es lo natural: Argentina campeona. No le interesa el Mundial de Brasil, la suspensión de Maradona, el retiro de Riquelme ni los caprichos de Bielsa. Para él, la Selección es solo alegría; y, como cualquier persona sensata, quiere ir a los lugares donde las alegrías saturan el aire: “¿Papá, cuándo vamos a ir a ver a Messi?”.
A mí, que en cuatro décadas y pico vi las mismas copas que él en apenas tres años —el Mundial de 1986 y las Copas América de 1991 y 1993 frente al Mundial de 2022 y las Copas América de 2021 y 2023—, me parecía un buen plan. Pero el tiempo suele hacerse el distraído cuando sobra, y lo dejé como una promesa a futuro sin fecha de caducidad.
Hasta que entendí que sí había fecha de vencimiento: si el 4 de septiembre de 2025 no veía en vivo al Avengers rosarino de 38 años, a Lionel Andrés Messi, el tiempo no me iba a dar revancha. Y me quedaría para siempre con el sabor finito de lo que pudo ser eterno.
Mi tibio objetivo
Me puse en acción en mi objetivo, de la forma que lo hago yo. Con unas disculpas en una mano y una resignación en la otra, como si para ser feliz uno tuviera que ir pidiendo permiso.
Mi hermano, que solía conseguir entradas de cortesía, parecía el camino más corto. Lo hablé con él un mes antes, pensando en que mi hijo lo acompañe. Con eso me sobraba, el resto fue un regalo del destino (y de mi hermano).
“Está difícil, pero vamos a hacer lo posible”, me dijo. Y yo, sin demasiada insistencia, me quedé con esa respuesta, que dejaba tranquila a mi conciencia, pero tampoco cambiaba el orden de los sueños y las realidades. Algo bastante cobarde, digámoslo todo.
La crónica de la crónica
A las tres de la tarde del día del partido, cinco horas antes de que Messi abriera el marcador con una vaselina hermosa, recibí un mensaje de mi hermano: "¿Popular?”. Ahí, y gracias al empuje de otros, me encontré con la necesidad de transitar el camino que transforma las ilusiones a las realidades.
Dije que sí a todo (lo posible y lo imposible). Eran las 15:30, yo estaba en Avellaneda, a una hora de casa. Tenía que avisarle a Santi, buscar las entradas en otro punto de CABA e ir lo antes posible hasta el estadio de River Plate, en horario pico, con medio país en camino a ese destino.
Mientras el tren llegaba a una nueva estación y yo secaba mis primeras lágrimas de muchas, hacia una videollamada a mi casa. El protagonista de esta historia todavía no sabía que, pocas horas después, vería las primeras paredes entre Messi y Mastantuono de la historia.
“Me estás mintiendo, papá”, me decía mi hijo cuando le conté. ¿Alguna vez vieron llorar a un chico de siete años de emoción? ¿Y si ese nene es tu hijo? ¿Ahora entienden por qué esta no es una crónica de fútbol?
Se sumaron a la travesía mi papá y mi sobrina. A las 17:45 —menos de tres horas antes de que Lautaro Martínez, apenas ingresado por Julián Álvarez y después de tocar solo dos pelotas, marcara el 2 a 0 con una hermosa palomita— salíamos desde el sur del conurbano bonaerense hacia Núñez
En esos momentos ya llegaban, por grupos de WhatsApp, fotos de amigos en la cancha, con las tribunas practicamente llenas. Los nervios en ese auto subían kilómetro a kilómetro. Había que ir primero a buscar las entradas y después a la cancha. Nadie aseguraba poder hacerlo a tiempo.
Después de perdernos un par de veces, y confiar inútilmente en los embaucadores GPS, llegamos a la cancha a eso de las 20:15. A sólo quince minutos del saque inicial entre los delanteros del Atlético Madrid y el Inter de Miami, todavía con lágrimas en los ojos por el recibimiento.
Un trapito nos quería cobrar 40 mil pesos argentinos para estacionar el auto. Terminaron siendo 20 pero igual, unas horas después, mientras Messi entraba en rueda de prensa, nosotros encontraríamos una boleta de infracción por mal estacionamiento. Nada de eso iba a importar.
Las últimas cuadras las hicimos los cuatro corriendo. Éramos cuatro niños: uno de siete, otra de doce, otro de 42 y otro de 72, pero cuatro niños que a golpes de corazón no podían esperar más la felicidad. Eran las 20:30. La cantante cuartera Euge Quevedo estaba entonando el himno nacional argentino y los vendedores se resignaban a tener más suerte a la salida.
La multitud en la entrada hacía imposible avanzar. Habíamos hecho todo lo posible y parecía que no lo íbamos a lograr. Santi golpeaba con fuerza una pared; mi papá, con la voz cargada de desilusión, repetía: “¡Qué estafa!”.
En ese mismo instante, Tagliafico remataba fuerte al primer palo y obligaba a lucirse al arquero vinotinto en el primer “uhh” de la noche. De eso me enteré varias horas después, mientras veía el resumen en la tele todavía con el corazón exaltado.
Mi viejo, enemigo de la resignación como cualquier luchador que supo darle una vida feliz a tres hijos pese a las idas y vueltas de la economía argentina, fue a reclamar y definió como “una estafa” no poder ver con sus nietos el último partido de Messi. Tenía razón, y alguien lo entendió.
De repente, una puerta mágica se abrió. Y cuando Messi pateaba cruzado y la pelota salía cerca del segundo palo, a los 12 minutos del primer tiempo, nosotros también pudimos hacer el “uhh”, al unísono con todo el estadio, como corresponde al grito de ¡AR-GEN-TI-NA!
El tiempo detenido
De ahí en adelante, los cuatro chicos de cuatro décadas distintas vivimos esa infancia atravesada en el tiempo que duró 90 minutos. Fuimos felices mientras el máximo ídolo argentino vivo regalaba The Last Dance.
El segundo gol de Messi, a puerta vacía y tercero del partido, nos mezcló en abrazos entre padres, hijos, nietos y tíos. Nada quedaba ya como el tiempo nos representa: todos entregados a la emoción del chico que, a las 12 de la noche, abre un paquete en Navidad.
El hat-trick anulado a Lionel, por un supuesto offside sobre el final, mostró el error de pensar que una verdad puede ser más fuerte que una fantasía. Allá los árbitros de la vida, que piensan así. Nosotros, en este limbo de tiempo, estamos del lado de la ilusión. Siempre.
Cuando el referee dio el final del partido, la gente ensayó, entre lágrimas, un último: “Que de la mano de Leo Messi, todos la vuelta vamos a dar”, seguido de fuegos artificiales.
La bajada de las enormes escaleras del Monumental, tremendamente resbalosas por gaseosas y agua, me encontraban con una mano reteniendo a Santi —que trataba de correr como si fuera Nahuel Molina— y con la otra tratando de sostener a mi viejo, que ya estaba bastante cansado.
Ahí recién el hechizo se empezó a romper. Caí en la cuenta de que estoy en esa etapa de la vida donde ayudamos a sostener a los padres y a regular a los hijos. Y en ese tire y afloje creamos un equilibrio.
Mientras salíamos en ese malón de almas, mi papá, siempre oportuno para contar tragedias, se puso hablar de la Puerta 12, una avalancha humana que en esa misma cancha en la década del 60 se llevó decenas de vidas en un River/Boca.
Para cambiar de tema le pregunté si alguna vez había visto a Maradona en vivo, ya que hoy había visto a Messi. Su respuesta fue que no, aunque “sí vi a Kempes en un partido del Mundial 78”. El mundo volvía a tener un orden, el abuelo hablaba, el hijo escuchaba y los nietos, unos metros más adelante, reclamaban por un lugar de comidas rápidas. Las paralelas volvían a no tocarse.
El viaje de vuelta fue marcado por el cansancio y el frío del que nos habíamos olvidado, pero que fue gran artífice de la noche, porque aunque ya estamos en septiembre, el invierno argentino no abandona su mandato.
Durante el viaje de vuelta, en una radio se escuchaba que Messi no jugaría en Ecuador por la fecha final de las Eliminatorias, por lo cual este partido sería el último oficial antes del Mundial.
Atrás, en el auto, los chicos dormían rendidos. Exhaustos. Felices. Eran las 00:45 ya del viernes, las piernas entumecidas darían cuenta de esta noche en unas horas, mientras pensaba: “Este partido puede ser una Crónica para Coolt”. Quizá lo sea.
Porque vengo a contar el milagro de ver, por primera vez, a un chico de siete años llorar de felicidad porque iba a ver a su ídolo en vivo. Y que ese chico fuera mi hijo.