El viejo palo de zapote, o zapotillo como lo llaman los lugareños, sigue ahí, como único superviviente. Fue testigo presencial de los hechos y se mantiene fiel a la casa a la que siempre dio sombra. Sus ramas se han retorcido en la parte más alta y se aferran a las ruinas inclinándose levemente sobre ellas, como queriendo sostener el recuerdo de la infamia. Su razón de ser es no olvidar. En esa antigua vivienda, la del líder comunitario Israel Márquez, una veintena de mujeres del caserío El Mozote fueron encerradas y posteriormente asesinadas.
Corría el mes de diciembre de 1981. Los soldados del batallón Atlacatl, la facción de infantería más sangrienta del ejército, acabaron con la vida de más de 1.000 campesinos de El Mozote y otros centenares de aldeas cercanas. En El Salvador se libraba el segundo año de un conflicto armado interno que dejó más de 75.000 muertos hasta la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992. Cuarenta y tres años después, sin atisbos de un juicio por aquellos hechos, la construcción de un centro de la memoria histórica en esta pequeña aldea del departamento nororiental de Morazán pretende aliviar las heridas. Pero éstas tardarán mucho en cerrarse o, quizá, no puedan cicatrizar nunca.
“Quitarle el agua al pez”
El vetusto árbol exhibe su fortaleza, orgulloso de haber resistido los embates del tiempo. Salió indemne incluso al fuego que prendieron los militares una vez perpetrada la masacre, con el fin de no dejar rastro de la barbarie. Quemaron la aldea entera, siguiendo la consigna de “tierra arrasada”. El teniente coronel Domingo Monterrosa, instigador de la matanza, seguía la consigna de quitarle el agua al pez, es decir, aniquilar de antemano cualquier indicio guerrillero. Por eso, a su llegada a El Mozote, en medio de la muchedumbre reunida a la fuerza en la plaza, no se detuvo a investigar quién podría pertenecer realmente al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Matar era una buena decisión. Y si se trataba de niños o niñas, se eliminaba de cuajo la posibilidad de que en un futuro pudieran integrarse al grupo insurgente.

Hoy en El Mozote se percibe un clima extraño, una atmósfera densa, un silencio sospechoso, una rutina que se despereza con lentitud cada día, acompañando un sol que parece no querer iluminar del todo. Más de cuatro décadas después los muertos siguen flotando en el ambiente. Siempre se ha dicho que el día posterior a la masacre, en un hecho insólito, aparecieron cientos de luciérnagas en el lugar, portando las ánimas de quienes fueron asesinados. Para recordar a las víctimas, no solo de El Mozote, sino de otras poblaciones aledañas, un monumento a la memoria construido en el centro de la aldea exhibe una serie de lápidas con listas interminables, junto a la edad que tenían en el momento de su ejecución. A pocos metros, junto a la iglesia, otros símbolos proclaman que algo así no debe ocurrir nunca más, ni allí ni en ningún otro lugar. Señalan el punto en el que fueron encontrados los cadáveres de centenares de niños y niñas menores de 12 años. Algunos bebés fueron arrebatados del pecho de sus madres, encerrados en la casa cural y asesinados en el más abyecto de los actos que puede cometer un ser humano.
Los hombres también fueron agrupados, maltratados y abatidos. Las mujeres tampoco se salvaron. Desde las montañas se escucharon los gritos de las jóvenes que eran violadas antes de morir. Y otra veintena se vio forzada a congregarse en la casa de Israel Márquez, a unos doscientos metros de la plaza, a la que accedieron formando una fila silenciosa. La última de ellas, aprovechando la maleza en la entrada al trillo que conducía a la residencia, se escabulló. Era Rufina Amaya. Minutos antes le habían robado a sus hijos de corta edad. Pudo advertir los disparos que acabaron con la vida de ellos y del resto de vecinos de El Mozote. Resistió varios días escondida, sin agua ni comida “llorando para adentro”, para no hacer ruido. En el momento en que los soldados abandonaron el lugar, comenzó a difundir su relato, el cual fue clave para que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictara una sentencia en 2001 a favor de las víctimas y familiares de los asesinados. La declaración exhorta al Estado salvadoreño a realizar actos de resarcimiento y reparación en memoria de las víctimas de El Mozote y de los sitios aledaños.

Arqueología del dolor
Los años han pasado y a la fecha de hoy no hay indicios de juicio alguno. Mientras los reclamos se siguen sucediendo respaldados por asociaciones de apoyo a las víctimas, el viejo zapotillo observa hoy un movimiento inusual. Un grupo de arqueólogos excava en el interior de la antigua casa de Israel Márquez. Son cuatro expertos -tres hombres y una mujer- que se afanan en la búsqueda minuciosa de objetos que permitan poner en valor el patrimonio arquitectónico de la antigua vivienda, como símbolo del hecho histórico.
Es un trabajo complementario al realizado en 2001 por el equipo forense argentino que se encargó de exhumar los restos de la masacre en este mismo recinto. A diferencia de las primeras excavaciones realizadas en los años 90, en la casa de Israel el equipo argentino encontró huesos muy fragmentados o convertidos en ceniza a causa del incendio posterior y el tiempo transcurrido. No pudieron aportar grandes evidencias de un magnicidio al que los presuntos autores calificaron de simple “refriega” entre soldados y guerrilleros.
“Nuestra investigación es muy diferente a la realizada en aquel momento”, puntualiza el director del equipo de arqueólogos en la nueva excavación, Heriberto Erquicia, mientras observa la estructura de piedra de la casa original que ahora el resto de técnicos divide en cuadrículas. Su objetivo es rescatar el espacio que ocupó el inmueble, encontrar algunas piezas de la vida cotidiana de las personas que habitaron la vivienda y que todo ello forme parte de un museo, una Casa de la Memoria dedicada a las víctimas y a sus familiares, para informar y generar conciencia sobre el cruel episodio.

Paletines, piquetas, punzones, cepillos y otros utensilios de quehacer arqueológico se ponen en acción. Comienzan a limpiar la superficie, cubierta de una fina capa de maleza. Las raíces se han incrustado de tal manera que, al tirar de ellas, arrastran pedazos de tierra que permiten vislumbrar partes de cerámica. Son las losetas del piso original. Cuando se retira el lodo que las cubre, se puede observar su magnífico estado de conservación. Especialmente en las esquinas de la casa están casi impecables, ofreciendo información relevante sobre la manera de construir en aquella época.
La casa de Israel tuvo una vida aproximada de 30 años. Fue levantada en la década de los 50 a base de piedra, adobe y teja. Pueden recogerse pedazos de aquel techo por doquier. En algunos casos se encuentra la teja casi entera, la cual los arqueólogos guardan de forma escrupulosa en bolsas que posteriormente identifican. En otros casos, aparecen restos de metal. Podrían pertenecer a una antigua balanza con la que Israel pesaba mercadería diversa que él mismo vendía, como clavos o tachuelas para fijar las cercas de las fincas. Los arqueólogos recogen con cuidado esos objetos. También los restos de vidrio quemado aportan datos esenciales para el análisis científico.

Boticario y comerciante
Israel Márquez fue un benefactor de la comunidad, un líder local, una figura carismática en la aldea. De eso dan cuenta sus sucesores, como Antonio Márquez, su hijo, que a sus casi 70 años ha llegado a observar los trabajos de excavación. O su sobrina Otilia, que siempre recuerda la bondad de su tío, de quien destaca su labor de boticario, mientras observa con detenimiento un trozo de vidrio, quizá en su día recipiente para preparar los remedios. “Él hacía sus propias medicinas y se las entregaba a la gente sin preocuparle si podían pagar o no. Por eso los vecinos de El Mozote lo querían tanto”.
Su principal actividad era la de comerciante. Sabía mucho de negocios, de los cultivos de la zona y de la vida campesina en general, subraya Antonio, quien recuerda cuando se sentaba a hablar largas horas con su padre en un antiguo corredor de la vivienda, del que ya no queda rastro. Eran auténticas lecciones de vida y, sobre todo, un aprendizaje basado en el trabajo. Israel era infatigable.

Allí también se reunían otras personas. La casa de Israel era un punto de encuentro para la comunidad. En los días de la festividad local en el mes de enero, en torno a la celebración de la Epifanía, buena parte de los vecinos y personas llegadas de localidades cercanas se congregaban para disfrutar del juego de pirotecnia que solía lanzarse desde allí. Israel disfrutaba de tal acontecimiento y sonreía. Su buen talante era una de sus características, además de ser de piel blanca, alto y erguido, como lo describen físicamente Antonio y Otilia, con la mirada perdida en las piedras silentes.
Da la impresión de que las ruinas quieren hablar. Se expresan en matices ocres, que acentúan los rayos de un sol que se apresura a ocultarse. Una ráfaga de viento arrastra las hojas secas del zapotillo, que se arremolinan junto a la reconstrucción imaginaria de aquella casa emblemática. Sofía Guevara se ha unido a la reunión. Trabajó en labores domésticas durante cuatro años para Israel y su esposa, Paula. A pesar de sus ochenta y seis años y sus dificultades en la vista, quiere aportar su memoria y dibuja en un cartón la distribución de las habitaciones que recuerda. Es un trazo sencillo, sin perspectiva, en el que destacan el tejado y los accesos principales de la vivienda.

Memoria y justicia
No es difícil obtener información en El Mozote, reconstruir el rompecabezas de su origen, su composición social, sus relaciones de parentesco. Sus habitantes son amables. Hablar del suceso les produce un gran pesar. No tardan en aparecer las lágrimas, pero agradecen que se les dé la oportunidad de no olvidar, de mantener un recuerdo vivo como reflejo de una esperanza que clama justicia.
Otilia es consciente de que Israel Márquez murió en su casa en el momento de la masacre. Su esposa Paula había fallecido unos años antes. Otra sobrina -Elvira-, hermana de Otilia, se fue con su hija a vivir con él para acompañarlo. Unas fechas antes del fatídico día, los miembros de la familia habían comenzado a abandonar la aldea, como tantos otros habitantes de El Mozote y alrededores. El ambiente era hostil y muchos presentían que algo grave podría ocurrir. Israel también decidió huir, pero no le dio tiempo. Un día antes de la matanza amaneció enfermo y le pidió a su hermano David, padre de Otilia y Elvira, que le sustituyera en la marcha. Nunca pudieron identificarse sus restos ni los de sus familiares directos, que se mezclaron con los múltiples fragmentos de las mujeres asesinadas.

En la habitación en la que solía dormir Israel, los trabajos arqueológicos siguen su curso. Los expertos se detienen ahora ante el hallazgo de una tela. Pertenece a un vestido de mujer. Está apelmazada por el paso del tiempo, pero pueden apreciarse sus extremos deshilachados, sus costuras hechas a mano. Una pausa en la fatigosa labor de escarbar es necesaria, porque las gotas de sudor se mezclan con las lágrimas. Ha sido inevitable contener la melancolía, confiesa Massiel, la única mujer en el equipo. “Pensar que ese trozo de ropa perteneció a alguna persona asesinada aquí me genera un profundo sentimiento de tristeza”.
Sus compañeros de excavación se unen a los comentarios y confiesan que a ellos les ha ocurrido lo mismo. No es fácil la labor de indagación en un espacio tan pequeño en el que hace unos años aparecieron miles de restos humanos. Es complicado abstraer la labor científica de los sentimientos que fluyen a cada momento. “Hay que dejar un poco de lado la ciencia para generar un grado de empatía, para reflexionar sobre lo sucedido en El Mozote e instar a la juventud a hacerlo”, afirma Orión, el más joven del grupo investigador. Su compañero Mauricio continúa: “El valor de la arqueología está en el rescate de la evidencia, pues gracias a ella el hecho histórico se materializa, se hace real. De esa manera los objetos se expresan y conectan con la gente”.
Ante la mirada del zapotillo, los arqueólogos, con rostro serio y en silencio, recogen las bolsas transparentes con los objetos encontrados, para su posterior análisis científico. Las piezas seleccionadas formarán parte del nuevo museo que albergará los restos de la antigua casa de Israel y que llevará por nombre: “Casa de las Memorias de El Mozote y lugares aledaños Israel y Paula Márquez”.