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Cumbre de las Américas, la oportunidad perdida

El encuentro celebrado en Los Ángeles ha evidenciado la mirada de corto alcance de EE UU y los países latinoamericanos.

Alberto Fernández, Jair Bolsonaro, Iván Duque y Joe Biden, en la Cumbre de las Américas, en Los Ángeles, el 10 de junio de 2022. EFE/ALBERTO VALDÉS

“Cuando el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu camina en la oscuridad”. Esta frase de Alexis de Tocqueville en su libro más clásico, La democracia en América, tiene renovada actualidad, ya que la estabilidad y continuidad de las democracias en América, de Alaska a Usuhaia, se encuentran en peligro: el asalto al Capitolio en 2021 o la deriva autoritaria en Venezuela o Nicaragua lo evidencian. Un fin de época parece perfilarse en el horizonte sin que en reuniones como la reciente Cumbre de las Américas se logre articular una estrategia para salvar y fortalecer la institucionalidad democrática. La cita celebrada la semana pasada en Los Ángeles ha reflejado asimismo las limitaciones que enfrenta Estados Unidos para seducir a nuevos aliados en su pugna geopolítica con China.

Unos Estados Unidos lastrados por su mirada de corto alcance, que carecen además de un plan para América Latina; y una región latinoamericana ejemplo, a su vez, de desunión, fragmentación y falta de liderazgo. Es decir, Latinoamérica es el peor socio que una potencia acosada como EE UU puede tener.

Históricamente, la Casa Blanca ha afrontado serias dificultades para saber qué hacer —ya no digamos cómo tratar— a sus vecinos del sur. El expansionismo agresivo (la guerra de México en 1846-1848) junto con el desprecio con tintes racistas fueron la tónica dominante hasta finales del siglo XIX. Luego predominó la política del “dólar y las cañoneras” para preservar los intereses comerciales y empresariales estadounidenses en las consideradas despectivamente como “repúblicas bananeras”. La Guerra Fría convirtió a la región en un escenario más de la pugna entre EE UU y la URSS, como se puso en evidencia en Guatemala (1954), Cuba (desde 1959), República Dominicana (1965) y en los conflictos centroamericanos en los ochenta. Esa visión más táctica que estratégica por parte de Washington ha tenido excepciones y, en ciertas ocasiones, EE UU ha contado con un proyecto de alcance continental y proyección más allá de lo coyuntural: la “política del buen vecino” de Roosevelt, la Alianza para el Progreso de Kennedy o el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) promovida por el republicano Bush y luego por el demócrata Clinton.

En la actualidad, desde la muerte del ALCA en 2005 por la oposición de Néstor Kirchner, Lula da Silva y Hugo Chávez, la Casa Blanca, sumida en las guerras de Afganistán e Irak, en la crisis financiera de 2008 y en la pugna con China, ha carecido de un proyecto continental. De nuevo, EE UU no sabe qué hacer ni cómo tratar a América Latina. Sigue contemplando la relación no como la de unos vecinos obligados a cuidar el condominio que comparten (las Américas), sino como el padre que no tiene claro cómo relacionarse con sus hijos: siendo duro y estricto o comprensivo y tolerante. Pero, más allá de esa disyuntiva, la posición de la Casa Blanca siempre es de superioridad y no de igualdad en el vínculo. Por su parte, los países latinoamericanos, ya en la madurez, se siguen comportando como niños, con sus consabidas rabietas, o como adolescentes que no saben si su destino pasa por “matar al padre” (a EE UU) o tomarlo como modelo y guía.

Una cumbre sin respuestas

Lo cierto es que EE UU y los países latinoamericanos comparten un condominio que empieza a tener fallas estructurales ante las cuales el vecino más acaudalado y poderoso reacciona poniendo tapones en los agujeros sin reparar las grietas que debilitan la estructura general del edificio. La obsesión de la Casa Blanca es no compartir en solitario el problema social y económico que representa la migración. Un problema urgente, de enorme alcance humanitario y en el que tienen que cooperar todos los países, pero que no es sino el síntoma de males mayores. La última Cumbre de las Américas se ha centrado en esa cuestión migratoria y su único resultado tangible ha sido la firma de la Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección, vendido como un éxito por la Casa Blanca.

Pero la verdad es que la crisis migratoria que vive la región, con millones de refugiados venezolanos y migrantes centroamericanos hacia EE UU, es un grito de alarma sobre el agotamiento de un modelo económico-social y político-institucional en el que se ha sostenido América Latina desde los años ochenta. Y ante esa realidad poco se ha hecho en esta cumbre más allá de promesas vagas e ideas voluntariosas.

El drama humanitario de la migración nos habla de que el modelo institucional hace aguas: las administraciones públicas, sin recursos fiscales suficientes, carecen de capacidad para poner en marcha políticas públicas capaces de encauzar las demandas sociales ni de generar un ambiente acogedor para las inversiones que, ante el bajo ahorro interno, son claves para impulsar el crecimiento.

Foto oficial de la última edición de la Cumbre de las Américas, en Los Ángeles, el pasado 10 de junio. EFE/ALBERTO VALDÉS

Los migrantes huyen de unas economías latinoamericanas lastradas por la informalidad, poco productivas y competitivas, que están en la periferia de la Cuarta Revolución Industrial y fuera de las cadenas internacionales de valor. Gobiernos con escaso respaldo social y político no generan reformas estructurales que promuevan la modernización, lo que aumenta los déficits en innovación y en inversión en capital humano, físico, digital y logístico.

Esta situación desemboca en un endeble cuando no negativo crecimiento, así como en un aumento de la pobreza y la desigualdad y una pauperización de las clases medias. La frustración social se convierte en desafección política traducida en reiterado voto de castigo a los oficialismos y respaldo a candidaturas anti o extrasistema. Nuevos populismos y demagogos de corte autoritario e iliberal (Nayib Bukele, Rodolfo Hernández…) que ponen en peligro a las democracias, algunas de las cuales se pueden dar por fenecidas (la de Venezuela y Nicaragua).

Todo ese cúmulo de problemas está detrás de las migraciones. Sin embargo, la cita en Los Ángeles se ha limitado a abordar lo urgente sin poner remedio a lo importante. Y, sobre todo, se ha dedicado a politizar y a polemizar sobre si había que invitar o no a Cuba, Venezuela y Nicaragua. Su presencia en la cumbre fue defendida por el presidente mexicano López Obrador, que de esta forma se erigió en líder regional y “héroe” de la izquierda continental, sobre todo cuando decidió no acudir a la cumbre en señal de protesta.

Estrategias para el desafío chino

La democracia en América, como escribiera Tocqueville, se encuentra en peligro y “estamos durmiendo sobre un volcán…, la tormenta está en el horizonte”. Ante ese panorama, la Cumbre de las Américas se ha convertido en una oportunidad perdida para que EE UU presente un proyecto de desarrollo de largo plazo, estructural e integral, capaz de competir con la amplia chequera de China y a la vez contener el deterioro de las democracias en la región. Quizá no un Plan Marshall, pues la Administración estadounidense carece de fondos y capacidades técnicas (solo hay que ver lo que le ha costado organizar esta cumbre y decidir a quién invitaba y a quien no), pero EE UU tiene que plantearse muy seriamente qué puede ofrecer a sus socios latinoamericanos para contrarrestar el músculo que exhibe China.

Aprovechando que se está discutiendo una ley de nearshoring en EE UU, esa podría ser una palanca para enganchar a la región en un plan de industrialización y modernización que produzca encadenamientos productivos y sociales. El nearshoring traería para América Latina crecimiento con desarrollo, al impulsar no solo la reindustrialización sino también la inversión en capital humano (formación de talento para trabajar en empresas basadas en la innovación) y físico, acercando la producción latinoamericana a los mercados estadounidenses.

Para que EE UU construya esa alternativa atractiva a China necesita aliados extrarregionales —la invitación a España, si va más allá del compartir la presión migratoria, es un buen primer paso— y latinoamericanos. En ese sentido, no solo EE UU ha presentado serias limitaciones. Las naciones del continente han vuelto a mostrar que carecen de liderazgos: Brasil y México, los dos países llamados a liderar de forma mancomunada la región, con presidentes situados en las antípodas ideológicas, mantienen una tónica histórica, la de vivir de espaldas el uno con el otro. Además, Latinoamérica se halla dividía y fragmentada por cuestiones comerciales, ideológicas y políticas con países que podrían asumir cierto liderazgo sumidos en complejos procesos de cambio (Chile), finales de época (Colombia) o crisis perennes (Argentina).

EE UU no parece acabar por conocer la idiosincrasia y cultura política latinoamericanas ni termina por diseñar un proyecto de alcance regional mientras que los países latinoamericanos siguen enzarzados en su visión de vuelo corto. Y mientras las liebres discuten si son galgos o son podencos, el dragón chino avanza silencioso e imperturbable.

Doctor en Historia Contemporánea de América Latina por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset de la Universidad Complutense de Madrid. Profesor del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Alcalá. Investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano de España.