Artes

‘Argentina, 1985’, modelo para armar

La película de Santiago Mitre candidata al Oscar ha sido un éxito global. Y ha abierto debates en su país por la tensión entre ficción y rigor histórico.

Buenos Aires
Ricardo Darín y Peter Lanzaní, en la película 'Argentina, 1985', de Santiago Mitre. AMAZON PRIME STUDIOS

Ganadora del Globo de Oro como mejor película extranjera, candidata al Oscar en el mismo rubro, con más de 1 millón de espectadores en su país, Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre que reconstruye el histórico juicio a la Junta Militar que asoló durante siete años a la tierra del tango, no solo se convirtió en un fenómeno de taquilla y de reconocimiento universal, sino también, por su temática, en un artefacto cultural que atrae y repele —aunque sobre todo atrae— miradas y elucubraciones, algunas de ellas escrutadoras y reprobatorias; otras, la mayoría, de aclamación y conformidad.

Recuerdo un diálogo de hace unos años con Michael N., un periodista berlinés al que, hablando de cine, le expresé mi admiración por la calidad y la crudeza de La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmarck, ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 2007. Mi fascinación por el film chocó contra una pared de concreto escepticismo suyo, o, en el mejor de los casos, de mediano entusiasmo. El argumento de la película aborda un tema tan contemporáneo como sensible para los germanos: el Estado policíaco-totalitario de la Alemania Oriental de comienzos de los años ochenta, cuya sociedad civil, apenas seis años antes de la caída del Muro, veía coartadas sus libertades individuales y seguía sometida a un control asfixiante por parte de las autoridades prosoviéticas. Lo que para nosotros, espectadores occidentales superficialmente informados, era una historia de amor desgarradora en cuyo núcleo palpitaba un alegato social feroz y deslumbrante, para él era una pieza que recreaba su oscura y dolorosa historia reciente con algún ribete maniqueo; una historia que, además, estaba humedecida —intoxicada— por el inefable aroma de la demagogia y la especulación cinematográfica. Para mí, o para el resto del mundo, esa demagogia era lo suficientemente sutil como para no profanar el producto final. Para el lacónico Michael, en cambio, ese pasado —su pasado— era mucho más complejo que una historia de perseguidores y perseguidos.

De forma para nada oblicua, aquella anticlimática reacción de Michael se vincula con parte de la liturgia que se desplegó en Argentina tras el estreno y éxito de la obra de Mitre, obra cuyo unánime prestigio internacional se mezcló, aquí, con altisonantes y heterogéneas expresiones de aprobación y rechazo. No, no es que no contara con el fervor del público, eso es innegable, pero en cierto círculo rojo de la opinión pública, en sectores minoritarios pero intensos vinculados a la conversación cotidiana —académicos, prensa especializada, ambiente del cine, redes sociales—, el enfoque de la película —sus sutiles enjuagues, sus elecciones— despertó resistencias, críticas y hasta indignaciones. 

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Hay una efímera línea de diálogo, cuando promedia Argentina, 1985 y los gags de comedia ya le han dado paso al lenguaje y al tono cuasi policial, cuya aparición se llena de sentidos no dichos, es decir, irrumpe como un rayo, ataca la esencia misma de la película y ni antes ni después de formulada esa afirmación es explicada. Es una frase que incluso no debe haber ocurrido (al fin y al cabo, como paragolpe a cualquier demanda de verdad, la película es una ficción inspirada libremente en un hecho real), pero su incorporación condensa buena parte de las confusiones y contradicciones de aquel tiempo y del, perdón por la palabra, proceso de búsqueda de verdad y justicia.

La secuencia es esta: una de las jóvenes e inexpertas ayudantes del fiscal Julio Straserra (1933-2016), que tiene a su cargo la acusación contra los altos mandos de la dictadura que dejó el poder un año antes, se contacta con una de las asociaciones que nuclea a familiares de desaparecidos. Cuando llega allí y les comenta el objeto de su visita, una mujer, en cuyo rostro se adivina la amargura de haber atravesado un infierno, le suelta:

—¿Strassera? Espero que esta vez se porte mejor que durante la dictadura…

—Pero si el fiscal durante la dictadura no hizo…

—(Interrumpiendo y negando con la cabeza) Nada… Nada…

Ricardo Darín, como Strassera, con las Madres de Mayo en una escena de 'Argentina, 1985'. AMAZON PRIME STUDIOS

No hay duda de que Argentina, 1985 es una obra cuyo guion se sostiene en la construcción, y en su peripecia posterior, de un relato de héroe clásico. Sí, Strassera aparece como un hombre que lucha contra la adversidad burocrática de un Estado que todavía no se anima a enfrentar a su pasado, alguien lleno de dudas y de temores que pelea contra un enemigo ominoso cuyo poder formal ha sido desplazado o mitigado, pero cuyo poder de fuego permanece intacto. Pero también es cierto que no es un “héroe puro”, o sin manchas. 

Porque esa frase deja en claro que ese hombre no fue tan valiente, o al menos no lo fue a tiempo completo. Sí, la película sostiene que el fiscal y su gente se juegan el pellejo en 1984-85, cuando inician su investigación; pero también se encarga de señalar que él conocía el infierno que vivían algunos de sus compatriotas —los secuestraban, los arrojaban vivos al mar, sufrían el robo de sus bebés recién nacidos— y, como la abrumadora mayoría de sus colegas, había callado. Hablar, es cierto, era un acto suicida.

Cuando las condiciones políticas son un poco más favorables —aunque lejos de ser las ideales—, entonces sí, Strassera, no sin miedos y aprehensiones, se lanza a la cacería de aquellos chacales siniestros.

Es entonces que aparece otra secuencia crucial en el desarrollo de la trama, desarrollo que se sostiene de forma implacable en el rol de Ricardo Darín como Strassera, a esta altura el Messi de la actuación argentina.

Es cuando el fiscal visita a su amigo “El Ruso” (interpretado por el legendario Norman Brisky), un viejo abogado que atraviesa el otoño de su vida (de hecho, cae enfermo sobre el final de la película) y que parece haber arribado a cierto lugar de sabiduría. Conocedor de los pasillos tribunalicios, con una mirada iluminada de melancolía, El Ruso le da consejos a un bucólico y abrumado Strassera, que acaba de trasmitirle sus miedos por la bestia negra a la que se enfrenta y las pocas chances de que, avizora, su acusación tenga avances significativos, que llegue a juicio:

—Sube un Gobierno, dice que va a cambiar las cosas, e inmediatamente llama a los mismos hijos de puta de siempre… Ahora, te digo una cosa, algo puede salir mal, alguien se descuida… Y aparece un espacio mínimo, una rendija, se abre y se cierra, se cierra rápido… En ese momento —señalando con el dedo— vos tenés que estar adentro y ahí sí, ahí sí se pueden hacer cosas. Así se hicieron las cosas importantes, se hicieron con audacia, con inteligencia…

—(Interrumpiendo) Vos me estás hablando de la historia…

—Sí.

—La historia no la hicieron tipos como yo.

—Ah, ¿no? Mira vos, sin embargo, vas a ser el fiscal del juicio más importante de la historia argentina.

Y apoyándole una mano en el hombro, paternal pero desafiante, concluye:

—Hacete cargo.

Otra vez, ficción y rigor histórico entran en tensión, aunque, en este caso, se trata del desencuentro entre el relato que presenta la película —dado por verdadero— y la creencia popular impuesta por cierto sentido común instalado. Como indica el diálogo, la revolución democrática protagonizada por Raúl Alfonsín, primer presidente electo (1983-1989) tras la dictadura, no tuvo el alcance que el imaginario le guarda o, al menos, no fue lo suficientemente poderosa como para lograr iluminar los pliegues menos virtuosos del Poder Judicial. La enorme mayoría de los jueces de su Administración cumplían funciones durante la larga noche de los bastones. El silencio de los magistrados terminó siendo cómplice. Por esa razón, entre otras, es que en el film el ministro del Interior de Alfonsín, Antonio Trócolli, aparece como el hombre del Gobierno que más escollos le puso al trabajo detectivesco de Strassera y su equipo.

Pero como un juego de espejos en los que se reflejan los claroscuros de la época —de los que la película se hace eco, con omisiones o hipérboles—, la participación final del mismo Alfonsín no le hace justicia a su figura.

Acaso para fortalecer la estampa quijotesca de Strassera, el presidente radical, que un año antes, en un gesto valiente, había recibido el informe de la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), aparece en Argentina, 1985 como un dirigente fuera de foco, alguien cuyo apoyo al fiscal es resbaladizo, ambiguo. Con solo conocer con algún grado de cercanía el entramado político de cualquier democracia sudamericana alcanza para saber que semejante iniciativa sería imposible de llevar adelante sin el apoyo decidido de un presidente. Sin embargo, en la película ese apoyo no es explícito. Una licencia que para algunos no pasó desapercibida.

Como sea, la materia viva con la que el film está hecho hizo que trascendiera su condición de producto cinematográfico para mutar en “acontecimiento”. Su vasta y sensible narrativa disparó luces, y sombras, en varias direcciones, abrió ventanas de discusión, incluso de conocimiento.

El fiscal Strassera con su equipo legal, en 'Argentina, 1985'. AMAZON PRIME STUDIOS

En primer lugar, el film sirvió para corroborar, una vez más, el talento compositivo de Darín. Su histórico discurso final captura y reproduce la pulsión épica que tuvo en su momento. Es un relato oral conmovedor, que finaliza con una apelación lacónica, pero definitiva: “Nunca más”. El propio Darín explica a COOLT que, para rodar esa escena, se dejó llevar, confiando en “lo bien escrito que estaba” el alegato de Strassera. “Y no me equivoqué”, cuenta el actor, “porque, cada vez que tuvimos por repetirlo por cuestiones técnicas, algo así como 30 veces, noté, profundamente emocionado, que la totalidad de la audiencia, más de 300 personas, seguían paso a paso cada palabra con ojos húmedos, y en algunos casos con lágrimas. Toda vez que terminaba, ya sin suspenso por el final, la sala estallaba en aplausos, no por mí, sino por la contundencia de esa declaración. Fue mágico. Y logré que Santiago Mitre se tranquilizara: estaba muy preocupado por el alegato final”. Volver a escuchar ese discurso, cuya abigarrada prosa viaja sobre una corriente de verdad y de datos, hiela la sangre. Es como reconquistar una estatua.

Pero en una era, como la actual, de resurgimiento de mensajes intolerantes y antidemocráticos, Argentina, 1985 logra reinstalar un tema —un gran tema— y un tiempo. Al menos dos generaciones —milenials y centenials— recordaron, o se enteraron con algún grado de precisión y profundidad, lo que significó ese juicio, el enorme valor simbólico que tuvo, y la valentía para sentar en el banquillo de los acusados a la alta jerarquía de un Gobierno militar que cometió crímenes atroces. Un juicio único: durante los años setenta, la enorme mayoría de los países latinoamericanos sufrieron el peso de las botas y los sables, pero fue Argentina el único país que se atrevió, a solo dos años de recuperada la democracia, a enjuiciar a sus verdugos.

¿Hay más “licencias poéticas” que dan pábulo para que escépticos y disconformes la acusen de tener una mirada sesgada? Es probable, pero también es cierto que protagonistas reales de la historia, con autoridad moral e histórica para hablar sobre el asunto, la defienden, porque entienden los límites y los matices que todo medio, en este caso el cine, inevitablemente tiene y ofrece. Así lo cree Ana Mohaded, actual decana de la Facultad de Artes de la Universidad de Córdoba, quien declaró en el juicio, luego de haber estado detenida-desaparecida en varios centros de detención entre 1976 y 1982. “Yo entendí que estaba yendo al cine y allí no busco una reconstrucción de la realidad, sino que entiendo que es una película que trabaja sobre una historia real. Fui a escuchar, a ver qué estaba buscando el público, ya que me interesa mucho el cine. La disfruté en muchas dimensiones y entiendo que no puede cumplir todas las expectativas y tampoco tiene por qué hacerlo”.

“La película”, agrega la académica, “logra un clima de época en relación al miedo, creo que encierra un trabajo colectivo en el marco de una labor puramente judicial, pero reitero que entiendo que es una película y a partir de allí pueden repensarse todos los temas”.

Como también señala el arquitecto Martín Fernández Meijide, hermano de Pablo, desaparecido, y cuya madre, Graciela, trabajó en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, Argentina, 1985 tiene como mayor atributo el hecho de haber dado lugar a un debate sobre cómo contar la historia reciente: “Hubo reclamos acerca de llamativas ausencias, que en mi opinión no invalidan a la película como hecho artístico e incluso de divulgación. Durante el juicio, el trabajo del grupo de fiscales no fue heroico, pero sí muy profesional, que era lo que se esperaba de ellos en el marco de la democracia recuperada”.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).