La Feria Internacional del Libro de Guadalajara cierra el telón. En los pasillos finales, entre remates de libros, firmas de último minuto y familias que buscan aprovechar los últimos minutos del domingo, la FIL comienza a desarmarse aun mientras sigue de pie. Es el momento en que la multitud, ya cansada, confirma la verdadera dimensión del encuentro. No sólo es un evento editorial, sino la estadía momentánea de una ciudad paralela que se levanta y desaparece en nueve días. Un gigante editorial respaldado por editores y universidades públicas de todo el país.
Este año, esa ciudad efímera que Barcelona habitó, como invitada de honor, cerró con una cifra histórica que volvió a colocarla en la discusión pública: 953.112 asistentes, recórd absoluto y un incremento del 5% respecto a su edición de 2024. El cierre no sólo despierta la nostalgia, también concentra la discusión sobre lo que la FIL representa hoy.

Karla Planter, rectora de la Universidad de Guadalajara (UDG), lo resumió diciendo que la FIL es México, plural y polifónico. La frase tuvo eco en diferentes direcciones. Algunos celebrando la fuerza simbólica del encuentro, otros advirtiendo que la feria, en medio de tensiones políticas y disputas presupuestales, se ha convertido en un territorio donde la cultura, la economía y la confrontación institucional conviven sin remedio. Pero un recorrido rápido por sus pasillos deja claro por qué esa complejidad no le resta relevancia política. La entrada de prensa recubierta con los rostros de deudores alimentarios, los stands de tequilas buscando un lugar en los accesos, las mesas donde periodistas presentan investigaciones urgentes, todo conviviendo dentro del mismo espacio.
Esa diversidad, entendida por algunos como desorden y por otros como fortaleza, es ya parte de la identidad de la feria. La FIL no es sólo un punto de encuentro para vender libros; es uno de los foros de mayor audiencia en El Bajío y un espacio cultural que, pese a los contextos adversos, mantiene una capacidad de convocatoria excepcional.

Marisol Schulz Manaut, directora de la feria, informó que esta edición reunió a 2.790 sellos de 64 países, con una oferta de 450.000 títulos, más de 3.000 actividades y 648 presentaciones editoriales. Por los salones pasaron figuras como Richard Gere, Chimamanda Ngozi Adichie, Joan Manuel Serrat, Venki Ramakrishnan, Cristina Rivera Garza y Gael García Bernal. Varias voces de la prensa destacaron que la FIL mantiene un peso internacional que pocas ferias del mundo conservan con esta consistencia.
El ámbito literario también dejó momentos relevantes como parte de su programa: Amin Maalouf recibió el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances; Fernanda Trías recibió el Premio Sor Juana; María Victoria Díaz, el Premio de Literaturas Indígenas; y Elena Ospina, el reconocimiento La Catrina. Hubo además homenajes a Gonzalo Celorio, María Eugenia Salcedo y a la Asociación de Editoriales Universitarias de América Latina y el Caribe.

Uno de los espacios más comentados favorablemente fue nuevamente FIL Niños. Con 198.393 asistentes, este pabellón se mantuvo como uno de los preferidos del público y como el indicador más sólido de que la feria no sólo conserva su vitalidad, sino que prepara su futuro.
En su mensaje final, Marisol Schulz anunció con entusiasmo la edición número 40, que se celebrará del 28 de noviembre al 6 de diciembre de 2026, con Italia como país invitado de honor. Cuarenta ediciones se dicen fácil, afirmó, pero se celebran en grande. Su frase sonó también como una señal de resistencia en un panorama político que no siempre es favorable para la feria.

Las voces que trajeron las flores
La delegación de Barcelona dejó una frase que capturó, en gran medida, la esencia del cierre. Anna Guitart, su curadora, parafraseó al poeta Antonio Clapés: “el lunes esta plaza que construimos ya no va a estar”, dijo. Hablaba de la rambla instalada dentro del recinto, pero también de la naturaleza transitoria de la feria. Cada cierre de la FIL es precisamente eso, ver desaparecer una ciudad provisional. Los pasillos se vacían, las cajas se apilan, los libros regresan a su estado quieto, los montacargas recuperan el control del espacio.
La delegación de Barcelona dejó una frase que capturó, en gran medida, la esencia del cierre. Anna Guitart, su curadora, parafraseó al poeta Antonio Clapés: “el lunes esta plaza que construimos ya no va a estar”. Hablaba de la rambla instalada dentro del recinto, pero también de la naturaleza transitoria de la feria. Cada cierre de la FIL es precisamente eso, ver desaparecer una ciudad provisional. Los pasillos se vacían, las cajas se apilan, los libros regresan a su estado quieto, los montacargas recuperan el control del espacio.

Cuando la tarde cae y el bullicio casi se apaga, se repite la escena que define a la FIL. Miles de personas saliendo con bolsas, libros bajo el brazo y la sensación de haber habitado un mundo que se está desmontando detrás de ellas. La feria florece y luego se repliega. Las flores parten, pero lo que queda es lo que se tejió. Encuentros, conversaciones, afectos, descubrimientos, protestas y discursos sobre la cultura como un derecho humano universal.
Barcelona y su ímpetu rebelde aparecen regularmente como una ciudad que hizo de la literatura un proyecto de convivencia. Se insiste en que su industria editorial no solo moldeó el mercado hispanohablante, sino que construyó su propia ética: la idea de que editar es un acto de responsabilidad pública. También se subraya cómo la ciudad entendió antes que otras que el diálogo entre lenguas (el catalán y el castellano, también las voces migrantes) era una forma de resistencia ante los discursos que buscan simplificar el mundo.

Barcelona no llegó a la FIL como una invitada más, sino como una advertencia. En cada conversación, en cada presentación donde sus editores o autores tomaban el micrófono, había una misma pulsación: recordar que la ciudad también atravesó épocas en que la lectura parecía un arte en peligro. Que antes de la postal luminosa hubo crisis, cierres de librerías, una industria que tuvo que aprender a caminar entre la escasez y las imposiciones políticas.
Barcelona funciona entonces como un recordatorio de que las ciudades lectoras no aparecen por accidente. Requieren inversión estatal, redes comunitarias, librerías que sobreviven a las crisis y un ecosistema donde el libro no sea un lujo sino un servicio cultural. Y en ese sentido, la estructura aún es frágil.
