Rocío Quillahuaman tiene una historia para contar

La ilustradora no solo crea videos animados virales. También ha publicado ‘Marrón’, unas memorias en las que narra su tránsito de Perú a España.

Rocío Quillahuaman, en una ilustración del libro 'Marrón'. BLACKIE BOOKS
Rocío Quillahuaman, en una ilustración del libro 'Marrón'. BLACKIE BOOKS

Algunos dicen que todas las personas tenemos, por lo menos, un libro para escribir porque cada uno porta una historia. Otros plantean que no importa tanto qué se cuenta sino cómo. En general, estos debates se dan entre grupos de gente que jamás pensaría que lo planteado por años y años en libros, cine y música no les incluye. No toda lectura debe identificar al lector, claro. Algo saludable es también bucear en autorías que se encuentran en las antípodas de quien abre un libro. Pero qué bien, de tanto en tanto, encontrar un rincón donde descansar. Un espacio de conexión con la historia de otro, otra, que en algún nivel se amiga con la tuya. Algo así es lo que creó Rocío Quillahuaman en sus memorias, Marrón (Blackie Books, 2022). 

“Incluso tenemos una mesita pequeña en nuestra cocina, que es algo que mi madre siempre quiso tener. No seré J. Lo pero al menos le he podido dar una mesita en la cocina”, escribe la autora. 

Muchas, muchos, de seguro sueñan con darle una mesita en la cocina a su mamá.

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Rocío Quillahuaman (Lima, 1994) aparece en una ventanita de mi ordenador y me espera un momento, mientras intento solucionar el problema de la terrible conexión a internet que tengo. Su voz es muy dulce, lo opuesto a la que escuchamos en sus videos animados, con los que se hizo conocida en la red y fuera de ella. Videos en los que, en pocos segundos, a través del humor, plantea situaciones que muchas veces en la realidad generan rabia: precariedad laboral, gente de mierda con actitudes de mierda, la propia ansiedad.

Rocío me cuenta que está en Italia hace algunas semanas y veo que la acompaña, de fondo, un sol que va anunciando la primavera. Lo primero que le pregunto es sobre la idea de escribir unas memorias estando en la veintena. Si en algún momento se cuestionó aquello. ¿Cuánta es la vida suficiente que se requiere haber vivido para escribir una autobiografía? Me dice que la propuesta surgió de Jan Martí, editor jefe de Blackie Books. “Tenía 24 años cuando firmé el contrato y ahora tengo 29”, explica. “Ahora me veo y pienso que era un bebé”. Y añade: “Cuando empecé a escribir, me di cuenta de que no sabía qué hacer para comenzar, no sabía hacerlo”. Pese a esas dudas, aceptó escribir Marrón porque iba a contar una historia que no encontraba “ni en librerías, ni en bibliotecas, ni en ninguna parte”. La historia de una niña peruana que vive en un barrio pobre de Lima y migra a Barcelona a los 11 años junto a su madre y hermanas, con todo lo que eso implica.

“Me habían pasado bastantes cosas que igual a otras personas de mi entorno no les habían pasado. Esas cosas eran las que yo quería contar”, dice. “Creo que hemos sido niñas que hemos tenido que madurar antes de tiempo. Como que nuestra infancia ha sido en teoría, porque en la práctica tuvimos que madurar antes. Entonces, siento que de alguna manera tenía 24 años cuando empecé a escribir este libro, pero en realidad tenía más edad. Eso lo notaba escribiendo. Tengo la sensación de que he vivido cosas que agotan mucho cuando las recuerdas”.

- Cuando leía Marrón, muchas veces me preguntaba sobre la dificultad de escribir todo esto, no tanto por que otras personas lo leyeran, sino, precisamente, por lo que una revive cuando escribe. ¿Cómo evitabas irte a la mierda mientras escribías?

- Me fui a la mierda, directamente. Por una parte, por ese motivo, pero también porque escribir un libro es un trabajo y yo tenía mis otros trabajos, y el tiempo para escribir era el mínimo. No sé cómo lo hace la gente que solo se puede dedicar a escribir, tiene mucha suerte, yo tenía que hacer mil cosas. Era súper difícil acceder al estado mental de entrar a mi pasado, a mis recuerdos, a mis traumas y luego escribirlo. Me costó tres años hacer este libro y antes me parecía mucho, pero ahora que lo acabé, me parece poco.

Rocío me cuenta que tuvo momentos en que, en medio de aquel ejercicio de memoria, venían recuerdos superlúcidos de su infancia que ni siquiera recordaba tener: “Por ejemplo, cuando mi padre me abandona. Recordé hasta cómo entraba la luz en ese momento, y me parece impresionante que, de golpe, mi cerebro haya reactivado eso. Que la memoria funcione de esa forma. Que ejercitando el cerebro de golpe puedas acceder a un recurso que estaba enterrado. Cuando eso sucedía era bastante duro, porque luego tenía que convivir con eso. Ahora la gente lee el libro y ya está, sigue con su vida, que es lo que tienen que hacer, pero claro, cuando yo lo escribí no fue así. Convivo con todos esos recuerdos que me vinieron y con todos esos traumas reactivados otra vez que yo había escondido”.

Rocío encontró en la terapia una forma de gestionar todo esto: “Con la ayuda de mi psicóloga, me puse a hacer un trabajo de describir estas cosas, de ser consciente de lo que estaba escribiendo y viviendo, haciendo el ejercicio de intentar superar esos recuerdos para seguir adelante. ¡Uf! ¡Parezco Rocío Carrasco hablando de mis recuerdos!”.

—¡Estamos en Telecinco! ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja! ¡Telecinco! Pero si es que al final ella… cuando vi eso de que esta tía iba a terapia, o sea 100%, porque habla como una persona que ha ido al psicólogo. Pero bueno.

—Ir al psicólogo está muy bien. Hay que promoverlo.

La ilustradora Rocío Quillahuaman, autora de 'Marrón'. CORTESÍA
La ilustradora Rocío Quillahuaman. INSTAGRAM

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Se podría decir que, dentro de Marrón, el dinero es un personaje más. Es un ente que condiciona todo tipo de decisiones, como la de cambiar de país. Me interesa saber cómo ha cambiado la relación de Rocío con él a lo largo del tiempo. Dice que cuando era pequeña no sabía lo que era, pero entendía que se relacionaba con que su madre tuviera que trabajar. “Era consciente de que no había dinero, sin saber lo que era”, cuenta. “Evidentemente, es un pilar muy importante en nuestras vidas, me voy dando cuenta de esto a medida que voy creciendo, o sea, nos vamos a otro continente por esto. Entonces llegamos a Barcelona y está en la cabeza de mi madre, de nosotras, todo el rato. Es omnipotente. Yo no sé cómo vive la gente que tiene dinero, que no piensa en esto todo el tiempo porque siempre está allí. Pero, en nuestro caso, siempre, siempre estaba presente, en cada cosa: en mis estudios, en si había que comprar una caja de colores de una marca o de otra marca, en si la leche, en comparar los precios en los diferentes supermercados, en tonterías. En absolutamente cada detalle”.

Rocío me habla de ese momento en el que su madre decide apuntarla a una academia de inglés carísima. “Ella pensaba que si me metía en una academia que valía más iba a ser mejor, bajo esa idea de ‘porque es mi hija y le quiero dar lo mejor’. Y en mi caso era al revés, yo le pedía que no me metiera ahí porque no teníamos dinero. Y allí se forman un lenguaje y unas dinámicas en las relaciones de mi familia determinadas por eso. En el momento en el que yo empiezo a ganar mi propio dinero, empieza a ser como otro nivel del videojuego, en el que yo pienso en que ahora tengo que cuidar yo a mi madre y devolverle este dinero. Y ahí cambian las dinámicas”.

Rocío también explica que, en Barcelona, la gente de su entorno “puede entender” toda esa precariedad que relata. “Pero también sé que, por muy mal que les vaya, siempre pueden acabar en la casa de sus padres, porque sus padres tienen casas. En mi familia no tenemos casas, todos vivimos de alquiler. No son nuestras casas, y a cada segundo nos lo recuerdan porque nos suben el alquiler”, dice. “Por eso, siempre que hablo de dinero con mis amigos, siento que no es lo mismo, aún cuando hablamos del mismo tema, creo que hay matices. Es una cosa que está constantemente en mi cabeza”.

“La preocupación que tengo por el dinero no se fue con el libro”, añade, riendo. “Ahora, ¿cómo compaginar este estrés por el dinero con mi salud mental?”, se pregunta a sí misma. “Pues antes, por ejemplo, decía que sí a todo, a cualquier cosa que me salía, aunque me pagaran 50 euros. Decía que sí porque eran ¡50 euros! Y mal de salud física no estaba, pero estaba fatal de aquí”, dice apuntando su cabeza. “El año pasado llegó un momento en que decidí que debía decir que no a cosas. Fue como: me voy a morir si sigo así. Decidí bajar un poco el ritmo, sigo aprendiendo a hacerlo, porque es superdifícil. Siempre que digo que no, luego me siento culpable. ¡He asustado al dios del dinero y nunca más me va a traer trabajo!, pienso. Tengo muchos procesos de castigo, yo sola, presión que nadie me está metiendo, pero vienen de antes”.

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En una de las páginas de Marrón, la madre de Rocío encarna un papel que creo que viene en el manual de instrucciones de las mujeres, no sé si de todo el mundo, pero al menos sí de las que vivimos en Latinoamérica: van juntas en un taxi en Lima y, de pronto, la hija ve que su mamá actúa de una forma extraña. Se vuelve particularmente habladora, comentando con detalles que conocía la ruta por la que iban y excesivamente simpática con el conductor. Hace un año protagonicé exactamente el mismo papel. Terminé bajándome rápido y corriendo entremedio de unos galpones de un mercado al sur de Santiago de Chile, a salvo, pero con ataque de llanto por saber perfectamente lo que estaba pasando. Esa no era mi ruta.

Le comento a Rocío este pasaje de su libro, la actitud de su madre, y le pregunto si cree que su relación con el espacio público es diferente a la de sus hermanas mayores, que estuvieron más tiempo viviendo en Lima que ella.

“Mi mamá siempre me habla de esto, siempre me dice que, si te subes a un taxi o a cualquier cosa, tienes que hacer como que sabes, como que eres de ahí, que sabes dónde estás y a dónde vas”, responde. “Y sí, creo que es diferente para ellas que para mí. Cuando llegué a Barcelona, no solo era mi madre la que me metía miedo con todo, sino que mis hermanas también. A los 11 años llegué y veía cosas muy chocantes, como que a mis amigas de la misma edad, sus padres les dejaban volver a casa a las diez u once de la noche. Ese era su tope y para mí era inconcebible. O sea: ‘¿Cómo a las diez? Te vas a morir’. No es que yo hubiese visto cosas de niña, pero ya estaban en un chip en mi cabeza. Pero poco a poco fui creciendo, del bachillerato a la universidad, y fui viendo que se podía vivir. O sea, evidentemente había unos peligros, y yo tenía unos miedos muy difíciles de hacer desaparecer, que sigo teniendo porque he crecido con ellos. Los he heredado de mi madre y mis hermanas, pero aún así, sé que tengo una manera de moverme diferente a la de ellas, que han visto más cosas”.

Portada del libro 'Marrón', de Rocío Quillahuaman. BLACKIE BOOKS

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En el debut literario de Rocío, cómo no, hay mucho humor. Y en algunos pasajes del libro, en detalles muy sutiles, me pregunto si esos momentos que me provocan risa también hacen reír a algún catalán o a alguna española, o pasan desapercibidos. Si esos momentos resaltan para mí porque en ellos encuentro frases que significan cosas muy profundas —e incluso muy feas— en el pedacito del continente en el que vivo, como el retrato del clasismo y el racismo internalizado en las sociedades de este lado del charco. Por ejemplo, esa idea de que la gente que migra desde Latinoamérica a cualquier país de Europa se vuelve —para los que se quedan por acá— automáticamente rica. ¿Qué es eso sino un clasismo sin parangón, un minusvalorar nuestros orígenes y presentes? ¿Cuál es la riqueza, la alcurnia, la distinción que se supone existen allá que acá no?

“La primera vez que volví a Perú noté que mi madre siempre me decía: ‘Hay que ir con nuestra peor ropa porque si no van a pensar que somos ricos’. Y es verdad que había esa sensación de que por venir de España éramos millonarios, automáticamente”, dice Rocío. “En noviembre pasado, volví a Perú por primera vez después de la publicación del libro. Fue un viaje diferente, porque ya volvía con mis traumas revisados. Y fui a un festival de literatura en Arequipa, mi libro se presentó allí y luego en Lima, y me empecé a rodear de gente que participaba en estos círculos, que eran escritores y tal. Por suerte, me encontré con gente maja, no noté nada de eso. Pero luego pensé que, si yo tuviera otro color de piel, quizás la experiencia sería distinta ¿sabes? Igual me condiciona ser marrón y estar en Barcelona. Quizás si fuera blanca y rubia, como una pituca limeña que de golpe aparece en fotos con Amaia y Ada Colau y luego vuelve a Lima, igual me verían de otra manera; pero como soy marrón, no pesa tanto”.

Rocío se detiene también en algo que le impactó especialmente de su viaje a su país natal: “La verdad es que flipé bastante cuando fui a Lima, porque yo no me acordaba, me fui con 11 años. Me estuve quedando en un hotel en un barrio pijo, pituco, que es Miraflores. Y antes, de tanto estar en Arequipa, hasta se me había pegado el acento de la sierra, que me encanta, es el acento con el que habla mi mamá. Y bueno, llegué a Lima y notaba las miradas de las señoras que paseaban a sus perros por Miraflores. Y, además, como eran los últimos días del viaje, íbamos con nuestra peor ropa, pero no con intención, sino porque ya no teníamos ropa limpia. Y claro, notaba cosas como que nos revisaran las bolsas al salir del supermercado, pero una señora blanca iba con sus bolsas y pasaba sin problemas. Son cosas que fui notando que cuando era niña no vi en persona directamente o no era tan consciente. Es muy fuerte eso de Lima, y luego ya con todas las revueltas que ha habido después de que me fuera, he visto muchas cosas indignantes y frustrantes. La verdad es que da mucha impotencia, porque no puedes hacer nada y es como algo que siempre va a arrastrar Perú. Ahora me pongo pesimista”.

—Entiendo tu pesimismo, porque en Chile también pasa. El clasismo y el racismo con las comunidades migrantes y también indígenas es brutal. O sea, hasta el proceso de nueva Constitución fue boicoteado básicamente porque sectores de la sociedad veían que había demasiada participación de pueblos originarios para su gusto. Y eso es así, aunque se vista por encima de muchos otros motivos.

—Sí, sí. También he visto que en Argentina hay mucha gente haciendo activismo por los argentinos marrones, que pareciera que no existen. Me alegro de que esté saliendo cada vez más este activismo marrón en Latinoamérica, me parece guay porque cuando yo era más joven estas cosas no las veía. A mí me habría encantado tener Instagram y ver todo esto. Alguien que tiene 15 años ahora puede acceder a estas cosas. Igual le cuesta llegar, pero al menos podrá llegar y lo verá y seguramente le ayudará.

—Sí. Y llega de muchas formas. En forma de canción, de cómic, de lenguajes que son cercanos, interesantes y divertidos.

—¡Ahora me pongo optimista!

—¡Eso!

Ilustración de Rocío Quillahuaman para el libro 'Marrón'. BLACKIE BOOKS
Rocío Quillahuaman, en pleno proceso creativo. BLACKIE BOOKS

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Una idea recurrente en Marrón es una con la que se pueden relacionar, imagino, muchas personas que migran, sobre todo cuando lo hacen en su infancia: no ser de aquí ni de allí. Le comento esto a Rocío y le pregunto si Lima y Barcelona, que son los lugares que ha habitado, se han resignificado luego de escribir el libro. Ella dice que sí, de inmediato. Y lo que se descubre en estos últimos minutos de conversación es tan bonito que acá va, sin interrupciones:

“Con Barcelona tengo muchas contradicciones, sentimientos encontrados, porque por una parte es una ciudad a la que le tengo cariño, he vivido casi 20 años ahí, pero también creo que ya he vivido demasiado allí. El otro día subí una viñeta y una señora me dejó un comentario con un montón de tonterías, pero dijo una cosa muy graciosa también: que yo era una migrante profesional. Me hizo mucha gracia. ¿Cómo es eso? No lo sé, pero siento que como he vivido en otro sitio, como no soy realmente de un solo sitio, siempre me puedo ir a otro y a otro. No me atemoriza esa idea. Barcelona, entonces, me genera esta sensación de que siempre puedo huir de ahí, porque no acaba de ser mi casa, aunque lo sea. Creo que mi relación con la ciudad, mi memoria, irán evolucionando, porque no me he muerto. Yo la siento como mi casa y la quiero mucho, sobre todo la zona en la que vivo, que es Sant Andreu, que está más lejos del centro, pero tengo mucho conflicto con muchas cosas, con mucha gente de la cultura de ahí. Al final, me muevo en ese mundo y es un poco agotador, mentalmente, para mí. Por eso estoy ahora en Roma, he huido un poco de todo eso”.

“En cuanto a Lima, a mí me generaba mucho rechazo. No así Cusco, que es la ciudad de donde es mi madre; pero Lima sí, mucho. Y cuando acabé el libro seguía pensando lo mismo. Lo que me pasó con Lima, cuando volví después del libro, es que se creó una cosa nueva que yo desconocía: descubrí la nostalgia. Y como que de golpe ahora tengo nostalgia por Perú. Ahora estoy en Roma, el otro día fui a un restaurante peruano y casi me pongo a llorar, porque tenía nostalgia de estar con peruanos, porque podía hablar castellano. Y creo que ahora echo de menos Perú. Echo de menos la comida de mi mamá. A mi mamá. Seguramente, es la sensación que sienten los migrantes que están solos, sin sus familias. Entonces, fíjate, si me llegan a decir hace tres años que yo iba a sentirme así, hubiese dicho que era imposible. Mi relación con Perú cambió a partir de este libro”. 

Periodista especializada en música pop y feminismo. Directora de la revista digital POTQ Magazine y fundadora de la web Es Mi Fiesta. Organizadora del festival Santiago Popfest. En 2020 publicó Amigas de lo ajeno, libro que da voz a algunas de las artistas más representativas de la música chilena.

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