Libros

¿Leer es una fiesta?

La lectura pierde espacio frente al vértigo de las pantallas. ¿Sigue teniendo fuerza la literatura? ¿El libro es un bien de quinta necesidad?

Buenos Aires
Un estand de la Feria del Libro de Buenos Aires, el principal evento editorial de Argentina. ESTRELLA HERRERA

Es martes, apenas pasaron una decena de minutos del mediodía. El andén de la estación de subte Moreno, en la Ciudad de Buenos Aires, está casi vacío. Sólo cuatro pasajeros esperan sentados en bancos de plástico, sin libros en las manos. El puesto de diarios tiene la persiana baja y la oscuridad del túnel contrasta con el sol otoñal del exterior. De golpe suena fuerte una bocina, el trueno que anuncia el relámpago. El subte ilumina las vías y estaciona en la cuadrícula indicada; exhalando aire de los amortiguadores, como el bufido de un albañil cansado, abre sus puertas. El vagón está lleno pero no repleto. De pie, solo hay dos hombres y, en una de las puntas, una chica con ambo blanco yendo o volviendo de su trabajo. Los 36 asientos, están ocupados. La mayoría de los pasajeros, por no decir todos o casi todos, envuelven con los dedos smartphones: pantallas negras o multicolores por las cuales experimentan y aceleran al mundo. No hay libros a la vista, al menos en papel, de piel y hueso, como dice un amigo poeta.

La muestra es pequeña, insuficiente hasta para una consultora perezosa que trafica informes de consumo y opinión pública al mejor postor. Sin embargo, le da carnadura real a una de las frases que más escuchamos durante el siglo XXI, entre autores, libreros, editores y canillitas: Nadie lee libros. O, en su versión suave del apocalipsis, cada vez menos gente lo hace. ¿Es así? ¿Nadie lee libros? ¿Los que leen libros dónde lo hacen? ¿Qué leen? ¿Cómo leen? ¿Sigue teniendo fuerza la literatura? ¿En épocas de crisis, cuáles peones son los primeros en caer en la batalla? ¿El libro es un bien de quinta necesidad?

Escaparate de la librería Fetiche Libros, en la Ciudad de Buenos Aires. CORTESÍA

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Los datos en Argentina dicen que no todo está perdido aunque se vengan perdiendo lectores y publicaciones en el camino. La Cámara Argentina del Libro, en su último informe publicado en 2024, señala que en el último año, es decir en los meses del gobierno libertario de Milei, cayó el consumo del libro. Incluso, marca que en el año 2024, editoriales pulpos como Random y Planeta, que se reparten la porción ancha del total del mercado, tuvieron una merma del 13% respecto al año anterior, que ya estaba entre los peores, mostrando que siempre se puede caer un poco más cuando no sabemos cuál es el suelo del derrumbe.

En esa sintonía, la publicación de novedades también se arrojó por el mismo tobogán. En Argentina, la cima de publicaciones fue en 2014, con un total de 128 millones de ejemplares con 28 mil novedades en formato físico. De ahí en más fue cuesta abajo. Para el 2019, los títulos bajaron a 22 mil, un buen número histórico de todos modos. Sin embargo, con la irrupción de la pandemia y la intensificación de cambios de hábitos de compra y consumo, en un lustro las novedades se redujeron a 2500 títulos anuales. La merma no sólo afectó a la diversidad de lo que se lee sino a la disponibilidad.

Dato más, dato menos, las causas de la baja de circulación las podemos encontrar repitiendo el estribillo del cambio de época: digitalización de la vida, competencia permanente con plataformas audiovisuales de entretenimiento, pérdida de atención y concentración desde la más tierna y dispersa infancia, instrumentalización de los saberes que conspira contra la -supuesta- pérdida de tiempo que lleva leer una novela que no hable de los problemas de uno y cómo resolverlos.

Parafraseando una de las frases del sociólogo líquido más leído, Zygmunt Bauman, nos podemos preguntar: libros en el siglo XXI, ¿para qué?

Zygmunt Bauman en el Congreso Europeo de la Cultura en Wrocław (Breslavia), Polonia, 2011. M. OLIVA SOTO.

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Cuando era joven -ya tengo edad para empezar los párrafos con esa frase- no podía salir de casa sin un libro debajo del brazo. Incluso, si llevaba una mochila no lo guardaba adentro, necesitaba tenerlo en la mano, tocarlo, sujetarme a su tapa, conectarme con otro estadío, con una esfera celestial o infernal, como si las páginas del libro fuesen perlas de un rosario, como si la literatura fuese un poder, un fuego, un charco, un botiquín de primeros auxilios y, en algunas ocasiones, un arma. También un código, una seña, una green card de una conjura más necia que secreta. Me gustaba abrir el libro en el tren que me llevaba de la periferia al centro de Buenos Aires y encontrar cómplices en el camino. Otros lectores que estiraban el cuello para ver qué leía, otras lectoras que con la excusa de conocer o no conocer al autor iniciaban una conversación con posibles derechos a roces.

Lo sigo haciendo. Sigo creyendo en los libros y, en especial, en la literatura, como “anabólico de humanidad”, al decir del escritor y sociólogo Hernán Vanoli. Además de desarrollar capacidades expresivas, agrega, la literatura nos hace mejores ciudadanos al entrenarnos en el arte mudo de la empatía y la espiritualidad. Empatía porque nos permite darle vida a las vidas que nos rodean, conocer -y quizá identificarnos- con los cuerpos que cuelgan de los ganchos del subte y no sabemos de dónde vienen ni a dónde van; también habitar territorios lejanos que sin literatura serían una fotografía quieta y, sobre todo, ponernos los zapatos del otro y sentir su agujero en la media, su mugre en los dedos, la frescura de algodón manchado con sangre.

Espiritualidad es una palabra complicada. Sin embargo, Vanoli no le teme para refrendar una posición posthumana de los lectores y señalar una de las potencias de la literatura. Dice: “La literatura forma ciudadanos críticos y templa y nutre a la imaginación pública, que es el escenario de encuentro entre el espíritu de las personas y el espíritu nacional (...). En Argentina la literatura es un deporte de combate espiritual que nos nutre de nuestra singularidad para permitirnos soñar un país mejor”.

Y quién dice Argentina también puede decir América Latina y, por qué no, un mundo entero, aunque sea un mundo distópico, neoliberal y arancelado, rico y empobrecido, comunitario y tecnofeudalizado.

La Feria del Libro de Buenos Aires, una de las citas culturales más importantes de Latinoamérica. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI

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Diez años trabajé en distintas librerías de Buenos Aires, algunas como empleado registrado, en la mayoría sin recibo de sueldo. Librerías ubicadas en barrios suburbanos, en shoppings, en manzanas donde perdura cierta aristocracia porteña. En todas, cada cierto período, en especial en el día de las infancias o del padre o de la madre, en esas fechas afectivas y comerciales, se repetía una situación con mínimas variaciones goldbergs. Entraba un hombre, supongamos de 40 años, con el pelo aún en su lugar. Miraba la mesa de novedades como si estuviera scrolleando una red social y, sin agarrar un libro, encaraba hacia el mostrador. Después de saludar, decía “¿Qué libro me recomiendan para alguien que no le gusta leer?”. O, en la misma línea de una tira cómica involuntaria, decía: “¿Qué libro me sugerís para que mi hijo se enamore de los libros?”. Pregunta que respondía con otra pregunta: “¿Usted qué lee?”. Pregunta que el señor respondía con una no respuesta: “Nada”.

¿Por qué queremos que nuestros hijos lean? ¿Cómo se construye un lector? ¿Qué valor sigue encontrando la ciudadanía en ese objeto al que le da la espalda y cada vez menos espacio en las paredes de sus casas? ¿Por qué leemos libros? ¿Por qué leemos literatura? ¿Para qué leemos? Preguntas que la efeméride caprichosa pero necesaria del día del libro, vuelve a poner sobre la mesa, la computadora y en nuestras bocas: ese lugar por donde probamos el mundo, por donde entran y salen las palabras.

La inigualable fiesta editorial de Barcelona para celebrar la festividad de Sant Jordi. ALFRED COMIN

Para todas esas preguntas tengo una respuesta: no sé. Sin embargo, puedo ensayar otra, compuesta por varias partes. La literatura no es ese juguete inútil que nos dieron para entretenernos; tampoco un símbolo visual, que se reduce al posteo de la tapa de un libro que no leímos; menos un desarmadero de utopías, donde nos llevamos partes sueltas, como si fuesen trofeos de un torneo organizado por nuestros padres. La literatura puede sublevar el suelo, nutrir de la tradición de un país a un gaucho muerto de hambre, poner la voz de un periodista desaparecido en la boca de pibes y pibas que aprendieron el lenguaje de máquinas y no de su madre; matarte con un copo de nieve. También puede erotizar un viaje en colectivo, una cerveza caliente escuchando una latosa banda de rock, una clase en una escuela suburbana que se cae a pedazos. La literatura puede imaginar un país posible, un mundo con los restos del mundo. La literatura puede ser todo esto. Y también puede ser nada. En ese péndulo continuamos moviéndonos los lectores, con un libro entre las manos y otro cerrado, esperándonos cerca, en la mesa de luz, con la paciencia y el temple de un animal que resiste ser adiestrado.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.