Francisco Goldman, escribir para aprender a escuchar

Con ‘Monkey boy’, el autor escarba en sus recuerdos de infancia y pone fin a una etapa literaria nacida “bajo la sombra del duelo”.

El escritor estadounidense Francisco Goldman. JOSEP VILAR
El escritor estadounidense Francisco Goldman. JOSEP VILAR

Francisco Goldman nació en Boston, en 1954, pero se siente más latinoamericano que estadounidense. Su padre, Bert Goldman, fue un judío de orígenes ucranianos que trabajó toda su vida confeccionando prótesis dentales. Su madre, Yolanda Molina, una guatemalteca que emigró a Nueva Inglaterra durante su juventud y acabó formando una familia en un barrio obrero de Massachusetts, alejada de sus raíces centroamericanas. Bert pegaba a su hijo, y también a su esposa. Era alguien amable y cariñoso con las familias vecinas, pero paradójicamente odiaba a la suya.

Monkey boy —editado en Almadía con traducción de Daniel Saldaña París— es un libro donde Francisco Goldman relata los recuerdos de su infancia y adolescencia, algunos de ellos traumáticos. Para narrar todo aquello decidió crear un personaje muy similar a él, casi idéntico, aunque con pequeñas diferencias. Ese personaje es Frank Goldberg, también escritor, también periodista, también adolescente de raíces guatemaltecas en los suburbios de Boston, también hijo de un padre violento y roto por dentro. Como título para la novela, Goldman echó mano del insulto con el que sus compañeros de clase le hicieron la vida imposible. Niño chimpancé, niño chango, monkey boy. Reapropiarse del insulto recibido hasta conseguir transformar su significado es un movimiento frecuente: lo han hecho, por ejemplo, las personas queer, las mujeres feministas, las personas afroamericanas en Estados Unidos.

Antes de Monkey boy, Goldman ya había explorado la novela autobiográfica. En 2007, en una playa de México, una ola acabó con la vida de su primera esposa, Aura Estrada, una joven escritora mexicana que por aquel entonces cursaba un posgrado en letras en la Universidad de Columbia y estaba considerada como una de las autoras con más futuro de su país. La muerte de Aura hundió a Goldman en un aturdido proceso de duelo y autodestrucción. De aquella tragedia salió Di su nombre (2012), una novela donde el escritor recordaba a su esposa casi como si quisiera resucitarla por medio de la palabra, como invocando un conjuro. Su siguiente obra, El circuito interior (2015), relata cómo Goldman, para sobrellevar la tristeza que aún le asola, decide tomar clases de conducir en Ciudad de México, ese lugar caótico y bello a partes iguales.

Monkey boy supone el punto final a ese proceso de inmersión en sí mismo y sus recuerdos. El recorrido autoexploratorio ha durado 15 años. “Mis tres últimos libros nacieron bajo la sombra del duelo. Están enfocados en lo íntimo, en entender las cosas que aquella tragedia motivó. Ahora por fin siento que cierro ese capítulo de mi vida y regreso a la pura novela, esa que no es puramente autobiográfica, esa que, por decirlo de algún modo, mira el mundo desde afuera”. Goldman asegura que termina una etapa y comienza otra. Por fortuna, antes de que ese ciclo sea clausurado del todo hablamos con él acerca de Monkey boy, su identidad mestiza, el trabajo de narrar la propia vida y el turbulento presente de Guatemala. 

- En otras entrevistas ha explicado que comenzó a escribir Monkey boy para investigar la tormentosa relación que mantuvo con su padre, pero que mientras iba trabajando en la novela se percató de que en realidad recorría un camino inverso, uno que le conducía hacia su madre. ¿Qué descubrió?

- Empecé a escribir Monkey boy en un espacio muy oscuro, queriendo culpar a mi papá por muchas cosas. Pero luego terminé la novela en un lugar emocional muy distinto, mucho más positivo, como queriendo agradecer. Entendí que sostener que desde mi juventud he actuado en reacción a mi papá habría sido una manera bastante negativa de ver mi vida. Descubrí otra manera de nombrar lo que siento, una manera que tiene que ver con pensar que las decisiones que he tomado a lo largo de mi vida han sido un modo de acercarme a mi madre. Te pongo un ejemplo: durante muchos años creí que mi huida de Estados Unidos hacia Latinoamérica se explicaba por un rechazo al mundo de mi papá, pero esto no es cierto, ahora lo veo como un acercamiento a la vida y a la identidad de mi madre. Me siento mucho más a gusto en América Latina que en Estados Unidos. Las razones son muchísimas, algunas de ellas las cuento en Monkey boy.

- Otra de las incógnitas que quiso resolver con Monkey boy era esa de por qué pasó los primeros 40 años de su vida sin mantener una relación amorosa genuina y estable. ¿Encontró respuestas para esa pregunta?

- Es cierto que esta era una de las preguntas iniciales. En un momento de Di su nombre me decía a mí mismo: “¿Por qué razón no pudiste enamorarte realmente hasta que tuviste 45 años?”. La explicación que yo le daba por aquel entonces a esa cuestión es que crecí en una casa tan llena de rencor, tan vacía de cariño, que simplemente no había ningún ejemplo con el que yo pudiera aprender qué era el amor. Tal vez estaba siendo un poco exagerado, tal vez es un poco inmaduro culpar a tus papás por todo lo que haces o no haces en la vida, pero sin duda este era parte del problema.

Monkey boy es un libro escrito con más distancia en el tiempo y con más reflexión que Di su nombre, pero aun así seguía queriendo examinar esta pregunta. Mi esposa Jovi y yo hemos hablado de esto en ocasiones y ella sí cree que todo lo que me pasó en esos años de adolescencia, ese sentirse tan marginado y afuera de todo, pudo haberme afectado. Crecí sintiéndome un bicho raro, no había refugio. La “prepa” era un infierno, la casa era un infierno… Sin duda todo eso me dejó ciertas heridas que han tardado décadas en curarse. Pero no soy único, mucha gente ha vivido esta clase de experiencias. A fin de cuentas he tenido mucha suerte, con el tiempo he podido superar estos problemas. No vivo en una felicidad permanente, pero, you know, estoy bien con como estoy ahorita.

- En Monkey boy describe episodios de violencia y racismo en la escuela y el instituto. En la actualidad estas violencias tienen nombre: bullying. ¿Durante sus años de infancia y adolescencia existían palabras con las que nombrar tales daños?

- No, para nada, no existían. Todo era tan diferente… Ya no solo el bullying en el colegio, sino también la violencia doméstica. Ciertas cosas que me hizo mi papá podrían llevarle a la pinche cárcel ahora. Hoy en día los profesores de escuela interceden si notan que algún niño está sufriendo violencia en casa, pero en aquella época no se podía hablar con nadie, nadie te iba a ayudar.

- ¿Cómo era ser centroamericano en la Nueva Inglaterra en la que usted creció? En un momento de libro, cuando el protagonista gana un premio literario por su primera novela, su madre, que es guatemalteca, le dice: “A los hispánicos, a la gente como yo, no nos tratan con respeto en este país”.

- Mi mamá era muy orgullosa. Jamás la escuché culpar al racismo por los problemas que tuvo. Recuerdo que sólo fue tras la recepción de ese premio cuando ella llegó a sentir que su hijo estaba realmente aceptado en la sociedad norteamericana, y eso le hizo abrirse a contarme ciertas cosas que había vivido. Ella sufrió muchísimo racismo, un racismo además muy común en Estados Unidos. No es gente persiguiéndote o insultándote por la calle, no. Es algo mucho más sutil: sufrir condescendencia, sentir que no te toman en serio, ser comprendido por los otros mediante estereotipos… Esta es una forma de racismo todavía muy frecuente en el país.

- De hecho, su madre no llegó a adquirir nunca la ciudadanía estadounidense, ¿verdad?

- Muy al final de su vida lo hizo. A esto me refiero, precisamente. Mi mamá decía: “¿Para qué? Yo soy guatemalteca, no necesito tener la ciudadanía estadounidense”. Pero en realidad actuaba así porque estaba profundamente ofendida por el racismo que ella sufrió todos los días de su vida.

Portada del libro 'Monkey boy', de Francisco Goldman. ALMADÍA

- En Monkey boy narra las golpizas que le propinaba su padre. ¿Cómo fue para usted escribir sobre ello?

- Aunque toda esta violencia de mi pasado ya no me provoca ningún trauma, escribir sobre ello conllevó el retorno a momentos muy viscerales. Escribiendo revives la experiencia, la descubres de nuevo, la recreas de nuevo. El proceso te deja maravillado. “¿De veras viviste eso?”, te preguntas. La repugnancia se mezcla con el oportunismo del artista, porque el artista ve posibilidades narrativas y cómicas en situaciones que, en el momento de vivirlas, fueron horribles. Como ese instante espantoso donde yo, defendiéndome de mi papá, le pegué y él cayó en la nieve mientras gritaba el nombre de mi madre. “Yoli, Yoli, me está dando un infarto…”, recuerdo que decía. Aquella escena fue terrorífica cuando la viví, pero ahora la veo con un humor tal vez un poco cruel.

Sin embargo, el momento durante el que más me sorprendí escribiendo sucedió cuando narro cómo la policía me detiene y me lleva a la comisaría a pesar de ser inocente. Cuando vino mi papá a recogerme, él no creyó en mi inocencia, sino que creyó la versión de los policías. Y además, luego de sacarme de allí, me golpeó. Esta fue la traición más grande. Una traición que entendí leyendo las memorias de Édouard Louis, el escritor francés. En el primer volumen de su autobiografía, Louis escribe con mucho enojo contra su papá, pero en el segundo volumen ese enojo se suaviza. ¿Sabes por qué?

- ¿Por qué?

- Pues porque la policía lo detiene y lo lleva a la comisaría, pero cuando llega su papá a recogerlo éste cree la versión del hijo y no el relato de los policías. Entonces yo leyendo eso dije: “¡Mi papá fue aún peor que este cabrón!”. Este contraste entre los dos eventos me enfureció muchísimo.

- Precisamente en ese momento de la comisaría describe una sensación de odio hacia su padre muy fuerte. Escribe que “si hubiera tenido un cuchillo cerca lo hubiera matado”. Son palabras muy potentes.

- Son las palabras más fuertes en toda la novela. Esa rabia no la vi venir mientras escribía.

- ¿En algún momento su padre llegó a disculparse por todo lo ocurrido durante esos años?

- Not really. Bueno, sí lo hizo, pero de manera muy chistosa, culpando al vecino por haberme golpeado. Mi novia de por aquel entonces se reía mucho con esto, amaba esa “disculpa” de mi padre, hacía bromas con ella todo el rato.

- Usted dice asemejarse mucho más a su madre que a su padre. No obstante, ¿hay algo de él que reconozca en usted?

- Sin duda, sí, pero son cosas que no quiero reconocer. No sé si esto es positivo o negativo, pero hay una cosa en la que sí me parezco: él era de clase obrera bostoniana, y por esa razón mantenía un desprecio muy grande hacia todo lo pretencioso, hacia todo lo exagerado. Este es un rasgo muy de la cultura de barrio de clase obrera de Boston. Todo eso lo heredé.

- El asunto de la identidad es otra de las constantes del libro. A lo largo de su vida usted se ha esforzado por disolver las identidades que otros le asignan. Es judío, católico, hispano, estadounidense, centroamericano, mulato… ¿Nota que esta mezcla incomoda, de algún modo, a quienes se dirigen a usted?

- La novela presenta cierta burla hacia toda esa obsesión que tienen los gringos con las etiquetas. Precisamente, en el negocio de los libros es fácil ver un impulso capitalista a la hora de establecer etiquetas con las que vender mejor las novedades literarias y los autores. Pero la gente como yo es un problema para ellos porque no podemos ser incluidos en una categoría concreta. La categoría “escritor ruso-judío-guatemalteco-católico-americano” aún no existe, y por esa razón a veces prefieren ignorarte antes que pensar dónde van a colocarte.

He pasado toda mi vida lidiando con esto, dando explicaciones sobre mi identidad. ¿Mitad guatemalteco?, ¿mitad judío? Estas son las frases más absurdas del mundo. Nadie puede ser mitad judío y mitad guatemalteco. ¡No tiene ningún sentido! Yo soy quien soy, no estoy dividido entre una identidad judía y otra católica, entre una estadounidense y otra guatemalteca. Es absurdo hablar así del ser humano.

- En Monkey boy relaciona la obsesión identitaria de los estadounidenses con el capitalismo.

- Sí, porque la identidad, en parte, es algo que en Estados Unidos sirve para vender. No quiero que esto sea interpretado de manera reaccionaria, pero es que aquí todo se vende, todo es un producto. De todas formas, la obsesión por las identidades también tiene que ver con nuestras generaciones de migrantes. Es un mito que Estados Unidos es un “crisol de culturas”, como se suele decir. Las diferentes culturas que conviven en el país no se mezclan demasiado. En las ciudades ves que hay un barrio irlandés, un barrio italiano, un barrio francés, un barrio puertorriqueño…

- Uno de los pasajes más interesantes de la novela ocurre cuando le enseña a su madre una fotografía de sus bisabuelos. Gracias a esta fotografía descubre que su bisabuela era negra, africana, un hecho que en la familia se mantuvo en secreto, seguramente por vergüenza. Esta historia de genealogía familiar muestra cómo de racista era (y es, tal vez) la sociedad criolla centroamericana. Muchas familias ocultan su realidad mestiza en un anhelo de no poseer ni gota de sangre africana o indígena.

- Exacto, así es la famosa cultura criolla. Además, en Guatemala todo es aún más exagerado. Si escuchas a los guatemaltecos, muchos te dirán que ellos son 100% europeos, pero luego si te paras a observar a la población verás que este es un país completamente mestizo. Siempre me dan risa esas familias guatemaltecas que dicen que vienen de familias totalmente españolas y aristócratas. ¿De verdad? ¿Qué puede tener de aristócrata una familia que viene del sur de Guatemala? Son poses y autoengaños absurdos que se construyen a partir de un racismo horrible. Guatemala es un país donde muchos reniegan de las raíces negras e indígenas, ¡pero es que todo el mundo allí está mezclado!

El escritor estadounidense Francisco Goldman. JOSEP VILAR
Francisco Goldman parte de sus recuerdos de infancia en 'Monkey boy'. JOSEP VILAR

- En la actualidad ha retomado la novela que tenía entre manos cuando sucedió el accidente de Aura Estrada, su primera esposa. Es una historia sobre New Bedford. ¿Por qué esta ciudad?

- Porque New Bedford es una ciudad legendaria de Nueva Inglaterra. Es donde arranca Moby Dick y es donde están situadas muchas de las historias de Lovecraft. Además, siempre ha sido una importante ciudad pesquera, con generaciones y generaciones de inmigrantes. Siempre digo que New Bedford es como un pueblo en la frontera, me recuerda a ciudades como Nuevo Laredo o El Paso. Tiene ese ambiente, con un montón de inmigrantes guatemaltecos y mayas que trabajan cortando pescado.

Como dices, empecé a trabajar en esta novela en 2007. Aura y yo visitamos muchas veces la ciudad, pero cuando ella murió abandoné el proyecto. Luego, en 2019, estuve un año afincado en Harvard y pude visitar la ciudad con mi actual esposa, Jovi, y una de mis hijas, que por aquel entonces tenía un año. Empecé a visitar de nuevo New Bedford acompañado de ellas, y otra vez me enamoré del lugar.

- ¿Cómo cambió el fallecimiento de Aura Estrada su modo de escribir?

- Antes mis novelas aspiraban a ser novelas totales, por así decirlo. Pero mis últimos tres trabajos de ficción están escritos dentro de marcos mucho más pequeños e íntimos. Han sido novelas con las que he querido aprender a escuchar y captar la voz humana. Quise eliminar todas mis pretensiones literarias, quise que el lector se pudiera acercar lo más posible a las emociones de los personajes. Ahora que vuelvo a salir de la autobiografía, espero haber aprendido a mantener ese tono íntimo, porque es algo que no quiero perder.

- Querría preguntarle por su oficio de periodista y reportero en Centroamérica durante la década de los ochenta. ¿Cómo fue esa etapa? ¿Cómo vivió aquella experiencia y qué aprendió de todo aquello?

- Trabajé como reportero allí desde los 24 a los 34 años. En mis inicios estuve muy influenciado por escritores y cronistas latinoamericanos como García Márquez o Vargas Llosa, pero también por otros autores anglosajones como Graham Greene. Aprendí mucho de aquella experiencia, pero también sufrí. Escribiendo no ficción me siento menos libre que escribiendo novelas.

- ¿A qué se refiere con “menos libre”?

- Cuando era joven no me molestaba escribir no ficción porque sentía que estaba aprendiendo mucho. Para mí era muy importante vivir en Centroamérica, trabajar como periodista allí era la mejor manera de recorrer y conocer a fondo toda la región. En ese sentido, fue una gran experiencia. Pero ahora escribir no ficción me cuesta muchísimo porque amo escribir novela. Esa libertad de poder imaginar y explorar lo que tú quieras es la felicidad pura. El trabajo de la no ficción es tan lento, requiere tanta minuciosidad… Escribir no ficción lo siento como una obligación. Lo hago, principalmente, por un sentido de querer ayudar, porque es parte de mí. Pero me cuesta, y me cuesta mucho más ahora que antes.

- ¿Tiene tiempo de compaginar ambas facetas, la ficción y la no ficción?

- No, y por eso sufro tanto. Además que tengo dos niñas en casa, y no soy el tipo de papá que cierra la puerta de su oficina y se aísla ahí dentro. Si mi hija quiere entrar, entra. Por suerte, mi esposa, con su increíble generosidad, hace poco me dejó ir un mes a una residencia en Italia, donde pude trabajar. Ese tiempo allí fue maravilloso, como un tesoro.

- Para finalizar querría preguntarle por la situación de Guatemala en el presente, un país donde expulsan a jueces y fiscales, encarcelan a periodistas y censuran medios de comunicación.

- Fui a Guatemala el pasado mayo para participar en el Festival Centroamérica Cuenta. Mientras estuve allí vinieron varias personas que conozco a decirme que tenía que prestar atención a cosas gravísimas que estaban pasando en el país, que tenía que escribir sobre todo ello. En ese momento había seis mujeres fiscales en la cárcel. Yo me preguntaba, “¿pero por qué son todas mujeres?”. Una amiga me lo dijo claramente: “Porque las mujeres son más fáciles de capturar”. Muchos de los jueces y fiscales guatemaltecos que están en el exilio son hombres. Ellos han podido huir porque tienen más recursos económicos, porque no tienen una familia y unos hijos que atender en el país. Esta historia me conmovió muchísimo y me sentí obligado a escribir algo sobre ello. Pensé que iba a ser cosa de dos semanas, pero al final quedó un texto de más de 100 páginas en el que estuve trabajando durante dos meses. 

Respecto a la libertad de prensa, el periodista José Rubén Zamora lleva meses encarcelado. Él es uno de los periodistas más importantes del país, todo un símbolo. Lo arrestaron con la excusa de una serie de acusaciones falsas. Guatemala no es una dictadura como Nicaragua, pero sucede lo que allí llaman “un pacto de corruptos”. Es decir, el poder económico y el poder del narcotráfico controlan todo, eligen al presidente a su gusto e impiden que las cosas cambien.

Periodista. Ha escrito para medios como Colofón Revista Literaria, Perfiles o Viajar, entre otros.

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