Enrique Díaz Álvarez y la palabra silenciada

El filósofo y escritor mexicano reivindica la potencia de las voces acalladas de la historia en ‘La palabra que aparece’, premio Anagrama de Ensayo 2021.

El filósofo y escritor mexicano Enrique Díaz Álvarez, premio Anagrama de Ensayo por el libro 'La palabra que aparece'. EFE/ENRIC FONTCUBERTA
El filósofo y escritor mexicano Enrique Díaz Álvarez, premio Anagrama de Ensayo por el libro 'La palabra que aparece'. EFE/ENRIC FONTCUBERTA

En sus Tesis sobre filosofía de la historia, el filósofo alemán Walter Benjamin escribió que la misión del buen historiador (el que él consideraba un buen historiador, un historiador marxista) debía consistir en “cepillar la historia a contrapelo”. Es decir, para Benjamin, el historiador que quisiera realizar un buen trabajo no debía simpatizar con el vencedor de los procesos históricos, sino con los vencidos, con los derrotados de las guerras, de las ocupaciones y de las conquistas.

“En las Tesis sobre la filosofía de la historia, Benjamin esboza el papel que debe desempeñar un historiador que ya no se rinda a los poderosos, al relato heroico”, explica a COOLT Enrique Díaz Álvarez (Ciudad de México, 1976). Para este escritor y filósofo mexicano, Benjamin inicia un cambio de paradigma en los estudios históricos al reclamar un historiador que deje de empatizar con el vencedor, pues esto no hace más que perpetuar un orden y una lógica de dominación cultural. “Como respuesta, Benjamin dibuja la figura del historiador antiheroico, aquel que puede lograr reconstruir la versión omitida, que es la versión de los no poderosos, de los borrados”, argumenta.

Díaz Álvarez habla con fundamento de estos asuntos. El autor —que también ejerce como profesor universitario en la UNAM— obtuvo este 2021 el premio Anagrama de Ensayo por La palabra que aparece, un libro que precisamente procura reconstruir la versión omitida de los sucesos del pasado. La noción que Díaz Álvarez propone para recuperar esas voces acalladas es la del testimonio. “El testimonio como acto de supervivencia”, de hecho, es el subtítulo que lleva el libro en su portada. Una supervivencia que no es tanto física como verbal, porque es la pervivencia de la palabra —y la capacidad que esta posee para interpelarnos— lo que explora este ensayo.

Siguiendo un camino que recorre sucesos del pasado y del presente (la Guerra de Troya, la conquista de América, la Segunda Guerra Mundial o la guerra contra el narcotráfico en el México contemporáneo), Díaz Álvarez persigue con convicción el testimonio de los que han pasado desapercibidos, de los que se han mantenidos invisibles no tanto porque no existieran, sino porque más bien no los hemos querido escuchar

- “La era del testigo nace con el juicio de Eichmann en Jerusalén”, escribes al comienzo del libro. ¿Qué significa la “era del testigo” y qué consecuencias trae este cambio a nivel político e histórico?

- La noción de “era del testigo” viene sobre todo a raíz del trabajo de Anette Wieviorka. Con ella se empezó a hablar de que la era del testigo nace después de Auschwitz, y más en concreto a partir del juicio a Adolf Eichmann en 1961. Tras la Segunda Guerra Mundial, la posibilidad de reconstruir lo que había sucedido en los campos de concentración radicaba en los testimonios de aquellos que lograron salir vivos. A partir de ese momento, la figura del testigo cobró mucha importancia, y la sociedad comenzó a darse cuenta de que para conocer la violencia teníamos que atender a esas historias de vida silenciadas. En este aspecto, también el arte, el cine, el activismo y los derechos humanos se han volcado en la idea de visibilizar los testimonios de las víctimas.

- Pero tratar con esta clase de testimonios, que también son víctimas, conlleva importantes problemas éticos. Como escribes en el ensayo, están en juego asuntos peligrosos como el trauma, la distorsión de la memoria o la necesidad, en algunos casos, de silencio.

- Sí, lo que yo planteo es que, si es cierto que estamos viviendo en esa era del testigo, debemos pensar las implicaciones éticas y políticas que de aquí se derivan. Los testigos supervivientes normalmente relatan sucesos que son violentos, y como son violentos muchas veces son traumáticos. Por ejemplo: si miramos el caso de Claude Lanzmann, que trato en el libro, siento que en ocasiones en [su documental sobre el Holocausto] Shoah se empuja al testigo a hablar, se le exige demasiado. Muchas veces, incluso, se le llega a explotar o revictimizar. Es decir, a los supervivientes se les casi obliga a que relaten un testimonio, que es una experiencia personalísima, como si ya ni siquiera les perteneciera a ellos, como si nos perteneciera más bien a nosotros. Se fuerza a los testigos hacia momentos de quiebre que son, en muchas ocasiones, irrespetuosos. El testigo tiene también derecho a no querer evocar. Puede llegar a ser muy violento obligar a alguien a dar testimonio de algo para lo que no está preparado o para lo que quiere guardar silencio.

- En el libro trata esa cuestión de “revictimizar a los testigos” de la que hablabas. En ocasiones, a los supervivientes de un acontecimiento violento se les sitúa en una perpetua condición de víctima que puede llegar a ser dañina y paralizante.

- Exacto, y entonces es cuando uno se pregunta, ¿en qué momento el testigo puede sobrevivir a su condición de víctima y tener el derecho a rehacer su vida? En los testimonios que Kenzarburo Oé recopila en Cuadernos de Hiroshima este asunto se ve muy claro. Ciertos supervivientes de la bomba atómica se quejan de que, en los encuentros antinucleares que se celebran una vez al año, los asistentes siempre les preguntan las mismas cosas “y después se van”. Así que sí, el que recibe el testimonio debe preocuparse por evitar la revictimización. 

Portada del libro 'La palabra que aparece' de Enrique Díaz Álvarez. ANAGRAMA

- Al analizar la violencia, en el ensayo profundizas en la cuestión de por qué la guerra atrae tanto a los hombres (y específicamente a los hombres, no a las mujeres), y te detienes en la noción de la “pasión por sobrevivir” de Elías Canetti. Esa idea se refiere a que hay un instante de poder en el momento en que uno se da cuenta de que no es el muerto, de que es el que continúa viviendo. ¿Por qué te interesó tanto ese concepto?

- El libro nace con la idea de comprender la violencia que estamos viviendo en México desde 2006, desde que Felipe Calderón declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Esta búsqueda es el motor que me hace escribir el ensayo. Con esto en mente, y siguiendo a muchos autores que ya se han planteado la cuestión, trato de buscar respuestas al por qué de la violencia. Entonces me pregunto, ¿qué es lo que empuja a los hombres a la guerra? Desde una perspectiva psicologicista y pesimista antropológica, ciertos autores han hablado de que el hombre tiende naturalmente al conflicto y que, por lo tanto poco, podemos hacer para evitarla. Pero no estoy de acuerdo con estas posturas, e incluso a veces me parecen peligrosas, porque suponen una excusa biológica. Personalmente, la respuesta a la cuestión que más me interesó fue esta noción de supervivencia que Canetti da en Masa y poder. Él llega a la conclusión de que sobrevivir es el gran momento de poder, el máximo momento de poder. Además, es un poder en cierta forma inconfesable, porque es una pulsión de sobrevivir que se genera como consecuencia de que otros han caído, ya sean amigos o enemigos. Salir vivo de un lugar donde muchos han muerto y regresar para contarlo sería el gran momento de poder. Por eso, según Canetti, tenemos esta fascinación por los vencedores, por los conquistadores, por los grandes héroes. Esta forma en que Canetti liga poder y pasión por sobrevivir se me hace muy enigmática y potente.

- Incides en que es muy posible que este momento de poder derivado de la supervivencia esté íntimamente ligado a cierta idea de masculinidad que vertebra nuestras sociedades. Para desarrollar esto, te sirves de Virginia Woolf y su ensayo Tres guineas.

- Lo que intento plantear en el libro es una pregunta por cómo transitamos de ese poder del superviviente al poder del testigo, que es un poder que no tiene esa sensación de invulnerabilidad. Más bien al contrario: el testigo busca que lo que sobreviva sea su testimonio, que es muy distinto a la épica del héroe. En este sentido, me resultó muy reveladora y brillante la interpretación que hace Virginia Woolf del fenómeno bélico. Para empezar, lo que Woolf dice es: “Bueno, ese amor por la guerra es de ustedes, es de los hombres. Es un hábito masculino, no de la mujer. Nosotras no tenemos esa ansia de gloria, esa satisfacción por el combate y por salir vivo entre muertos”. Además, otro punto muy importante es que Woolf atribuye este impulso por la guerra a cierta educación, muy elitista y masculina, que siempre ha cultivado un deseo de competencia. Esta educación, que ha excluido y excluye a las mujeres, desemboca en el asesinato, en el deseo de guerra, en el pisar al otro. Por último, Woolf abre un camino que se me hace extraordinario. Comenta en Tres guineas que quizá la forma de detener la guerra sea fijarse en los testimonios visuales que ésta deja. Y en concreto, Woolf destaca unas imágenes de la guerra civil española donde aparecen civiles bombardeados de una forma salvaje y bárbara.

El testigo tiene también derecho a no querer evocar

- Explicas también que, con el desarrollo de las tecnologías, la experiencia de la guerra se ha diluido. Reconocer al otro, al haber una ausencia de corporalidad, se hace más complicado. ¿Qué consecuencias éticas tiene esto?

- Las guerras han cambiado mucho. Hoy en día son operaciones militares fulminantes. Cada vez es más difícil encontrar guerras donde un ejército se movilice contra otro ejército. Son más bien guerras asimétricas, informales, que se dan en el interior de los países. Esto ha transformado radicalmente la concepción misma de la guerra y el relato heroico que se hace de ella. Hoy diríamos que le preocupación de Walter Benjamin de que los soldados regresen mudos del frente no nos interpela tanto. Ya no hay que esperar a los soldados para que cuenten la guerra, sino que esa narración está en el testigo, en los testigos involuntarios que son los que sobreviven, por ejemplo, a un bombardeo en Gaza.  

- Una figura importantísima en La palabra que aparece es Homero. ¿Qué claves nos da la Iliada para acercarnos a la guerra desde una perspectiva distinta a la habitual?

- Para mí la gran lección de Homero está en su imparcialidad, en su ambivalencia. Homero, como aqueo, tiene el gran gesto de narrar la guerra de Troya desde la perspectiva de vencedores y vencidos. Narra desde los dos lados. Homero rescata la perspectiva troyana a tal grado que pareciera que el autor fuera troyano. La lección homérica nos muestra que borrar la visión y la vivencia de los vencidos sería como aniquilarlos una segunda vez.

- Homero utilizaba la poesía. ¿Crees que la palabra poética le otorga al testimonio un mayor nivel de verdad o de fuerza? 

- Es curioso esto. Creo que Homero nos sirve también para revalorizar las figuras del poeta y del historiador. Diría que hay un cierto vínculo ahí, porque ambos oficios rescatan palabras y acciones que son importantes y que no deben caer en el olvido. Por otro lado, de la Ilíada también destacaría que narrar trágicamente una guerra precisamente hace que nos afecte, que nos indigne, que nos conmueva. Es decir, literalmente que nos con-mueva, que nos mueva a otros destinos y nos conecte a otras experiencias de vida. La literatura y la práctica artística nos ayudan a esto, porque justamente hacen que el dolor ajeno, la pérdida ajena, nos incumba y nos interpele.

La sobreexposición de imágenes e historias que ha traído internet plantea un reto estético y político

- Siguiendo con Homero, me interesa la lectura que Alessandro Baricco hace de la Iliada y que incluyes en el ensayo. “La guerra es un infierno, pero bello”, dice el escritor italiano, quien opina que no es posible demonizar la guerra sin antes reconocer la intensidad, potencia y verdad que esta despliega. Y que también se pregunta cómo contrarrestar esa seducción, cómo construir otra belleza igual de potente. Tú propones el duelo como una posible alternativa.

- Sí, Baricco trata de dilucidar a qué puede aspirar un pacifismo hoy en día para poder combatir la violencia. Plantea el problema casi en términos de Spinoza, es decir: si la guerra es una pulsión, un afecto, entonces la mejor forma de combatirlo es con otro afecto de mayor potencia. Y ahí justamente es cuando planteo la relevancia que puede tener un afecto como el duelo. Muchas veces se olvida que la Ilíada termina con un funeral, cuando Aquiles le entrega el cuerpo de Héctor al padre de este, Príamo. Y no solo le entrega el cuerpo, sino que les da unos días a los troyanos para que haya un duelo digno. Esto es interesante y plantea preguntas para que desde una perspectiva de izquierda o progresista nos interroguemos sobre qué clase de afectos pueden ser movilizados, democráticamente, frente a las violencias.

- Anteriormente hablabas de la idea de Virginia Woolf de que las fotografías de barbarie obtenidas en las guerras podían ser una herramienta para, precisamente, acabar con los conflictos bélicos. En la actualidad, ¿la sobreabundancia de imágenes y testimonios de violencia nos está incapacitando para sentirnos interpelados y conmovidos?

- La sobreexposición de imágenes e historias que ha traído internet plantea un reto estético y político, porque puede terminar anestesiándonos e impidiéndonos reconocer los testimonios reales de violencia, que son a los que tenemos que prestar atención. Cuando alguien nos otorga un testimonio de violencia nos hace corresponsables, en cierto modo. Y en ese momento es cuando hay que acompañar a la víctima, hay que tratar de visibilizar su daño, su pérdida, y también su exigencia de justicia y de verdad. Para responder a tu pregunta, diría que tenemos que ser capaces de distinguir las imágenes y las historias que verdaderamente importan.

El filósofo y escritor mexicano Enrique Díaz Álvarez, premio Anagrama de Ensayo 2021 por el libro 'La palabra que aparece'. EFE/ENRIC FONTCUBERTA
Enrique Díaz Álvarez, autor de 'La palabra que aparece'. EFE/ENRIC FONTCUBERTA

- En La palabra que aparece escribes también sobre la conquista de América por parte de los españoles. Explicas, que hasta 1959, con la publicación del libro Visión de los vencidos, del antropólogo e historiador mexicano Miguel León Portilla, no se empieza a estudiar todo el proceso de ocupación del continente desde la perspectiva nativa.

- El relato de la conquista se ha contado como una epopeya, como si un puñado de valientes encabezados por un valeroso y genial Hernán Cortés terminara pasando por encima de una civilización entera. Este mito se ha deconstruido en los últimos años, porque ya se sabe que la caída de Tenochtitlan no hubiera sido posible sin las alianzas que los conquistadores españoles crearon con otros pueblos indígenas que estaban sometidos a los aztecas. Pero sí, este ejemplo revela la fascinación y culto por los héroes, quienes desde el principio supieron bien que el primer botín de la guerra radica en poder narrarla.

- Como ilustras en el libro, lo que sabemos de la conquista de América se mueve entre la realidad y la ficción. Se trata de un relato que aglutina el trabajo de los cronistas de Indias, los escritos de Hernán Cortés y la enorme influencia que tuvieron las novelas de caballerías en los conquistadores que quisieron contar lo que allí vivieron.

- Creo que una revisión histórica de este acontecimiento nos tendría que llevar a reconocer que la mezcla de realidad y ficción en la conquista es constante. El historiador Irving Leonard planteó exactamente eso: estudiar a fondo cómo influenció la lectura de novelas de caballerías a la narración que muchos de los soldados, que eran también cronistas, hicieron de la conquista. Por eso fue tan importante un ejercicio como el de León Portilla con Visión de los vencidos. Los testimonios indígenas siempre estuvieron ahí (aunque fueran muy escasos), pero lo que hace León Portilla es recopilarlos, reagruparlos en una antología que muestre la conquista desde la perspectiva de los pueblos nativos. Así, León Portilla abre otro relato, nos revela otra guerra muy distinta.

El nacionalismo mexicano ha construido una historia de bronce donde siempre se enaltece el pasado

- Al mismo tiempo, en tu ensayo criticas la forma en que el nacionalismo mexicano ha relatado el pasado del país, etiquetando de traidores a figuras como La Malinche o a las sociedades nativas que se aliaron con los españoles para derrotar a los aztecas. 

- Sí, digamos que el nacionalismo mexicano ha construido una historia de bronce donde siempre se enaltece el pasado y la grandeza del imperio azteca. Aunque, al mismo tiempo y de manera paralela, se ha precarizado, segregado y folclorizado a los herederos y supervivientes de los pueblos nahuas. Lo que vivieron estos pueblos fue expolio, explotación, racismo y la extinción de sus lenguas. Ambas visiones, la nacionalista española y la mexicana, son visiones muy binarias y maniqueas, de héroes y villanos. Por fortuna, el mito de La Malinche como traidora al pueblo mexicano ha sido ya criticado y revisado por muchas lecturas feministas.

- En los últimos capítulos del libro te centras en la situación del México actual. Hablas de un “país de fosas”. ¿Cómo narrar la violencia que se ha producido en México desde que comenzó la guerra contra el narcotráfico? 

- Desde el 2006 para acá, en México vivimos una crisis de violencia y violación de los derechos humanos sin precedentes. Desde que se declaró la guerra contra el narco se calculan más de 250.000 asesinatos, más de 60.000 desaparecidos, entre 10 y 11 feminicidios diarios… Estamos ante unas cifras propias de una guerra civil no declarada. Y creo que es importante asumir esta situación para después poder llegar a la conclusión de que todos, en mayor o menos medida, hemos sido testigos involuntarios del horror. Durante estos últimos 15 años nos hemos acostumbrado a imágenes e historias atroces, y eso nos exige reconocernos como parte de toda esta trama. Entonces, desde las prácticas artísticas y narrativas, y también desde la academia, no podemos mantenernos al margen de esta coyuntura. Yo me pregunto: ¿a qué nos compromete escribir o dar clases en un país rodeado de muertos, en un país que camina sobre fosas comunes? Bajo mi punto de vista, uno de los que abrió una puerta a esta idea, años antes de que se declarara la guerra al narco, fue Roberto Bolaño con su novela 2666. En este libro abundan las páginas donde Bolaño describe los feminicidios de Ciudad Juárez casi como si fuera una cuestión forense. Aquí uno entiende el peligro que hay en que la multitud de asesinatos termine anestesiándonos. Esta situación nos obliga a pensar cómo se ha narrado y cómo se ha incorporado el testimonio de las víctimas y de sus familiares dentro de las prácticas narrativas y cinematográficas contemporáneas.

- ¿Crees que el testimonio podría servir como una herramienta que relacione y entreteja, de alguna forma, las experiencias de violencia que recorren Latinoamérica?

- Es complicado. Escribiendo el libro, al intentar comprender la violencia en la que estamos sumidos en México, tuve muy claro que no convendría aislarnos en nuestro horror doméstico. Por ejemplo, siento que Colombia nos lleva 25 años de ventaja en reconocer el peso que tiene el testimonio para aspirar a la verdad, a la justicia y a la reparación. A fin de cuentas, si algo compartimos los latinoamericanos es que vivimos en contextos de violencia e impunidad desde finales del siglo XX para acá. Sería importante reconocer y visibilizar los testimonios y vivencias de muchas de nuestras mujeres, de nuestros hombres y de nuestros niños que solo cuentan con su palabra. El testimonio es su forma de hacer que su palabra cuente, y en eso nos hacen a todos corresponsables de su dolor y de su pérdida.

Periodista. Ha escrito para medios como Colofón Revista Literaria, Perfiles o Viajar, entre otros.

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