Libros

Encarnar al monstruo

Del bosque de Bomarzo a la criatura del doctor Frankenstein, pasando por el nuevo gótico y el arte cadavérico: ¿qué sentidos ha adquirido lo monstruoso?

El Paso
El actor Boris Karloff, como el monstruo de Frankenstein. UNIVERSAL

Al final de una escalera tallada en la piedra gris, se abre la entrada de una gruta. Pero no es una gruta más. Tapizadas con musgo verde como signo del paso de los siglos, en realidad, son las fauces abiertas coronadas por los dientes de un monstruo. Es la boca del infierno, la imagen de un orco gritando que contagia tanto pánico como curiosidad a quienes se le acerquen. En su entrada, un grabado advierte “Abandonad todo pensamiento”. Parafraseando la sentencia que inauguraba el Infierno de Dante (“Abandonad toda esperanza”), la inscripción nos invita a prescindir de la razón y dejarnos llevar por su laberinto.

Bomarzo, el laberinto de los monstruos

El Orco o La Boca del Infierno quizás sea la imagen más icónica del bosque de Bomarzo, el Sacro Bosco, popularmente conocido como el Parque de los Monstruos. Este espacio tan singular se halla en el centro-oeste de la península itálica, cerca de la ciudad de Viterbo. Fue erigido bajo las órdenes del duque Pier Francesco Orsini, en el siglo XVI, y reúne casi cuarenta esculturas y construcciones arquitectónicas en piedra que recrean monstruos mitológicos y simbologías fantásticas. Gigantes, esfinges, mujeres con cola de serpientes, dioses, caballos alados, todo tiene lugar en este recinto, el cual también alberga el templo y la tumba de la esposa del duque, Giulia Farnese. Mucho antes de que Disney convirtiera el concepto parque temático en marca, el bosque de Bomarzo expresa un ideal que llega de su época hasta hoy: la búsqueda de la inmortalidad a través de la imaginación.

La Boca del Infierno, en el parque de los monstruos de Bomarzo. UNSPLASH/ENRICA TANCIONI

Este objetivo está presente en una de las más célebres novelas que inspiró el parque, Bomarzo, del escritor argentino Manuel Mújica Laínez. Publicado originalmente en 1962, el libro trasciende las costuras del género histórico para recrear la vida de Orsini, un personaje escurridizo pero fascinante que hizo construir un conjunto escultórico donde, con la estética del Renacimiento tardío, aparecen tritones, sirenas con dos colas, dragones, elefantes y quimeras cobijadas por la espesura del bosque y la eternidad de la piedra en la que se esculpieron sus cuerpos. En la imaginación barroca y decadentista de Mújica Laínez, el atribulado duque ejecutó la fórmula alquímica del secreto de la inmortalidad. Con el paso de los siglos, entre la fábula y la historia, sus pétreas esculturas siguen en pie, atestiguando la eternidad de su leyenda.

Además de esa novela paradigmática de los años sesenta, otro libro de publicación reciente también recuerda al extravagante duque y mecenas renacentista, un hombre jorobado, estrábico y supuestamente homosexual, que fue despreciado por todos, hasta por su joven mujer. La boca del infierno (Interzona, 2022), de la poeta, ensayista y traductora argentina María Negroni, trae de nuevo a la vida a Orsini y lo hace hablar en primera persona:

“El infierno tiene muchas bocas: una de ellas es la letra confusa de mi vida que contiene en ella el signo de mi propia muerte. A esa boca la he visto pocas veces. Había allí un terror, un campo de energía lóbrega e intensa. De lejos, me pareció un templo, una hirviente humareda donde unas hienas miraban todo con fervor lascivo. A ese emblema abstracto le debo mis mejores páginas, las menos falsas”.

De manera fragmentaria pero incisiva y contundente, asistimos a una experiencia mediúmnica: Orsini regresa entre la poesía y la prosa de Negroni, que nos sumerge en las reflexiones de este personaje que se internó en la boca del infierno en una noche de luna en búsqueda de la inmortalidad. El duque jorobado, el viudo quebrado, el mecenas desdichado aparece reflejándose en el laberinto de los monstruos de piedra. Su vida y obra siguen incitando sorpresa y asombro, encarnando así un misterio que perdura hasta el presente.

Frankenstein y Mary Shelley: por un mundo de hombres y monstruas

En una pantalla en blanco y negro contemplamos un paisaje de ensueño. Un día soleado, a orillas de un lago. Vemos a una niña cortando margaritas y lanzándolas al agua. Sin embargo, no está sola.  La acompaña una presencia atemorizante. Un hombre alto, con movimientos torpes, que solo emite roncos balbuceos porque no puede hablar. Es pálido tiene grandes ojeras, uñas grises y largas. De su cuello se asoman dos grandes tornillos. Después de que la niña le enseñe cómo arrojar margaritas al agua, este ser abominable la imita, levantándola por el aire y arrojándola al lago. Luego de un intento desesperado por salir a flote, vemos que la niña desaparece y la corriente del agua detiene su movimiento. Se ha ahogado. Ofuscado, el hombre pálido con modales torpes abandona el lugar.

Boris Karloff y Marilyn Harris en la película 'Frankenstein', de 1931. UNIVERSAL

Encarnado por el actor Boris Karloff en la película Frankenstein (1931), esa imagen del monstruo es una de las que más ha perdurado en nuestra memoria colectiva. La escena, una de las más míticas del cine clásico de terror, nos presenta al monstruo creado por el doctor Viktor Frankenstein. O, más precisamente, a “El monstruo”, una creación contra natura que no entiende de dilemas morales y que ahoga a su víctima de una manera brutal e inconsciente.

El filme dirigido por James Whale estaba basado en Frankenstein. El moderno Prometeo, la novela publicada en 1818 por una jovencísima escritora llamada Mary Shelley. Hija de la pionera feminista Mary Wollstonecraft y del pensador protosocialista William Godwin, la autora nació en una época oscura, donde las luces de la razón, encarnadas en los progresos de la ciencia anatómica, se basaban en la investigación sobre los cadáveres obtenidos por los saqueadores de tumbas. Así fue como escribió la gran novela de su época. Tal como su subtítulo lo indica (El moderno Prometeo), el libro de Mary Shelley contiene una reflexión sobre el fracaso científico: al igual que en el mito del héroe griego que robó el fuego divino para entregárselo a la humanidad, el doctor Frankenstein intentó crear vida, imitando a los dioses. En esta pionera fábula sobre las paradojas del progreso, el ser creado por un científico loco es uno de los monstruos nacidos de los sueños de la razón. La mórbida imaginación de la escritora fue acunada por esos monstruos que actuaban como guardianes y advertencias. Así, la parábola del aprendiz de brujo subyace en Frankenstein, ser que encarna el fallido intento humano de aproximarse a lo divino.

Con motivo del bicentenario de la publicación de la novela, en los últimos años los focos se han vuelto sobre la vida de Mary Shelley: sobre la Mary niña que aprendió a leer su nombre en la lápida del cementerio donde su padre hacía el duelo por la madre que murió durante el parto; sobre la Mary viuda que guardó el corazón de su marido, el poeta Percey B. Shelley, entre las primeras páginas de Adonais, su poema más célebre, y se lo llevó a la tumba, junto a mechones de cabello y pañuelos pertenecientes a sus tres hijos que murieron durante la infancia. A medio camino entre el ensayo, la biografía y la historia cultural, la escritora argentina Esther Cross escribió sobre Mary Shelley en La mujer que escribió Frankenstein (Minúscula, 2022):

“La tumba de Mary Shelley es muchas tumbas a la vez. Si alguien la abriera y armara la figura de pelos, huesos y cenizas unidos por la sangre que ya no puede verse, no daría con un cuerpo humano regular sino con una criatura diferente, como un monstruo”. 

Esta imagen de la escritora-cadáver, rodeada por sus reliquias, nos guía por su mórbida biografía y su progresiva identificación con el personaje que ella misma creó. La relación de la escritora con Frankenstein parece multiplicarse en múltiples representaciones, en una gradación donde el monstruo se desliga de su condición antinatura para ser reivindicado en su cuestionamiento de las leyes de la naturaleza.

Los monstruos, entre la advertencia y el desvío de la norma

El término “monstruo” proviene del latín monstrum, y se usaba en la Antigüedad para designar algo sobrenatural, un prodigio o una advertencia de los dioses, como señala la historiadora de arte Julia Blanco. Sin embargo, este sentido cambiaría a partir del siglo XVI, cuando “monstruo” se empezó a usar para calificar a animales prodigiosos o de gran tamaño o a personas de gran crueldad u observadas con horror por su deformidad física o moral.

Así, con el Renacimiento y la posterior Modernidad, los monstruos se convirtieron en un símbolo del fracaso y el desvío de la norma. De hecho, el monstruo devino un objeto de estudio específico de la teratología, la rama de la zoología que estudia los sujetos cuya morfología no responde a patrones biológicos lógicos. Una ciencia que, por cierto, disciplinó el conocimiento del mundo de acuerdo a un concepto etnoespecífico de “naturaleza”, parafraseando a Donna Haraway y su trabajo en Las promesas de los monstruos (Holobionte, 2019).

Ilustración del libro 'De monstruorum causis, natura et differentiis', de Fortunio Liceti, siglo XVII. ARCHIVO

“No es un monstruo, es un sano hijo del patriarcado”. La antropóloga mexicana Elvia Ramirez Olvera respondió así a la manera en que la prensa catalogó a algunos de los feminicidas más conocidos de su país, asesinos seriales designados por la prensa como “El Monstruo de Atizapán” o “El Monstruo de Ecatepec”. Según Ramírez Olvera, con esa designación, que cataloga a los criminales como enfermos psiquiátricos sin conciencia moral, se minimiza la violencia de género como un problema estructural.

Este desplazamiento del uso del monstruo como categoría fuera de la norma a la neutralización y la reivindicación aparece en uno de los relatos paradigmáticos de nuestra época. “¿Cuándo llegará un mundo de hombres y monstruas?”, se pregunta uno de los personajes de la escritora argentina Mariana Enríquez en el cuento ‘Las cosas que perdimos con el fuego’. Como si fuera un espejo invertido donde la vida imita la ficción y viceversa, este perturbador relato —incluido en el libro homónimo que Anagrama publicó en 2016— presenta una casuística de víctimas atacadas por sus parejas que provoca un efecto de contagio en varios grupos de mujeres. Las mujeres comienzan a quemarse por voluntad propia, y los medios no creen en sus testimonios. De esta forma, el relato plantea una interesante pregunta sobre el cuerpo y la autonomía que no solo trata el femicidio, sino también el aborto, la gestación subrogada y otros temas de la agenda de los feminismos contemporáneos. 

Cadáveres, monstruos y arte contemporáneo

En-carnar. Hacer carne. Representar. Personificar. Meterse adentro en el cuerpo de otro. Encarnar al monstruo, entre la naturaleza y la cultura, entre lo terrible y lo sublime. Algo de eso late en La comemadre, la novela debut del escritor argentino Roque Larraquy, publicada originalmente por Entropía en 2010, nominada al National Book Award en 2018 y recientemente reeditada en España por Fulgencio Pimentel.

La primera trama de este libro nos lleva al Buenos Aires de 1907, a la mente retorcida de un grupo de médicos que especulan con la posibilidad de la comunicación tras la muerte y, como epígono de los experimentos de vivisección decimonónicas, con las reacciones nerviosas de cabezas recién mutiladas. La segunda parte nos traslada a la actualidad, a la vida de un artista consagrado que basa su obra en una estética sobre la mutabilidad y lo cadavérico. Como si fuera un heredero de Damien Hirst, el protagonista crea intervenciones que incluyen desde un bebé con dos cabezas hasta decenas de pares de manos mutiladas. En su último proyecto, planea recurrir a la comemadre, un ser orgánico entre animal y vegetal que se consume a sí mismo desde adentro hacia afuera. El artista especula con la posibilidad de mostrar a la comemadre en acción, consumiendo en vivo la pierna de un voluntario. En un juego con los límites de la curiosidad científica y la pulsión gore del arte contemporáneo y su consecuente impacto mediático, Larraquy elucubra en esta divertida a la vez que inquietante novela una parábola sobre los tiempos que vivimos.

Así como desde las amenazas medievales, con las criaturas del parque de Bomarzo y la ambivalente figura de su creador; hasta el afiebrado siglo XIX, con los médicos traficantes de cuerpos que reflejó Mary Shelley; la imaginación literaria pendula entre el ayer y el hoy, en un diálogo infinito de continuas reescrituras y homenajes. Lo monstruoso cambia su sentido y se reivindica a través de los nuevos imaginarios del gótico latinoamericano, y el arte cadavérico se manifiesta como epígono de ese pasado grotesco, desafiándonos a seguir pensando la actualidad del monstruo en el presente.

Escritora. Colaboradora de medios como El País, Letras Libres y El Mundo, entre otros. Autora del libro de poemas Este es el momento exacto en que el tiempo empieza a correr (2015), el libro de relatos Constelaciones familiares (2020), el ensayo Érase otra vez. Cuentos de hadas contemporáneos (2021) y las novela La puerta del cielo (2018) y Hemoderivadas (2022).