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No todo es luminoso al lado del mar

Uruguay tiene una de las tasas de suicidios más altas del mundo. Y Rocha, en la costa del país, concentra el mayor número de casos. ¿Por qué?

La Paloma (Uruguay)
Faro en La Paloma, Rocha, el departamento de Uruguay con mayor tasa de suicidios. PEXELS/PEDRO SLINGER

Acá el mar no se ve.

En este barrio de La Paloma, un pueblo a orillas del Atlántico, en Rocha, al este de Uruguay, el mar no se ve. Tampoco se ven los hoteles y aparthoteles prolijos con jardines de césped tupido, piscinas limpias y balcones que miran al mundo nacer y morir en el horizonte. Ni las dunas. Ni las caracolas. Ni nada de lo que en verano los turistas vienen a buscar. Ni nada de lo que nosotros —los extranjeros que vivimos acá— vinimos a buscar.

Es un día de enero de 2022 y en este barrio de este pueblo costero solo se ve esto: calles de tierra, baches, veredas de pasto seco, autos abandonados, un puñado de casas bajas —techos de chapa, paredes sin esmero, fachadas mínimas cubiertas de cosas rotas—. Y esto: flores en macetas, latas, baldes, como pequeños bosques a salvo de todo lo demás.

Algo de eso —o todo eso— vio un día de 2021 Manuel V., un montevideano de menos de 30 años que había llegado al pueblo para abrir un local de comidas. Y algo de eso fue lo último que vio. Porque un día de fines de octubre, antes de abrir el negocio que había venido a abrir, Manuel entró en la habitación del hostal en el que se alojaba, en ese barrio desvaído, y no volvió a salir. Lo encontraron a la mañana siguiente. El cuerpo colgaba de una soga en un rincón del cuarto.

No era el primer suicidio del año en La Paloma. No sería el último. Tampoco en otras ciudades de Rocha. Ni del resto del país.

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Uruguay es, después de Guyana y Surinam, el tercer país con mayor índice de suicidios de Sudamérica. En 2020, tuvo una tasa de 20,3 suicidios cada 100.000 habitantes, según datos del Ministerio de Salud Pública: el doble del promedio mundial. Ese año, en Uruguay, un país de 3,3 millones de habitantes, se mataron 718 personas. No fue un fenómeno aislado. En 2019 se habían matado 723 personas y en 2018, 710.

El suicidio es, además, la principal causa de muerte externa en este país caracterizado por su estabilidad social y económica: hay más suicidios que homicidios y muertes por accidentes de tránsito (en 2020 hubo 378 muertes por accidentes y 352 homicidios). De los 19 departamentos del país, Rocha fue, en 2020, el que tuvo más suicidios, con una tasa de 44,5 cada 100.000 personas. Ese año, en Rocha —una campiña verde de menos de 70.000 habitantes, cerros mansos, pinos, eucaliptos, y un mar verde azul marrón de olas amplias y feroces— 32 personas no quisieron vivir más. Las del 2020 son las últimas cifras oficiales disponibles. Los datos de 2021 serán publicados el 17 de julio de 2022, Día Nacional de Prevención del Suicidio. Hasta entonces, las autoridades harán silencio.

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La comisaría de La Paloma está a tres cuadras del hostal donde en octubre de 2021 Manuel se suicidó. El camino para llegar es una calle de asfalto emparchada y desierta. De un lado, un monte de pinos lánguidos. Del otro, manchas de pasto salpicadas de guijarros, algunas casas achaparradas, un taller mecánico, leña apilada a la venta. No es difícil distinguirla. Es un rectángulo azul rodeado de nada en medio de una cuesta. De afuera se ven nueve ventanas pequeñas y dos ventanales. Es 1 de noviembre de 2021 y es un día de sol. Pero adentro esa luz se pierde en alguna parte. La sala de espera es opaca. Las paredes desnudas salvo por una placa de bronce que destaca el honor de un comisario y, al lado, la foto desteñida del comisario en cuestión. Detrás de una mampara de vidrio, un hombre saluda y dice que no es policía, que enseguida llama al encargado del turno.

Cuando llega, el policía a cargo —un hombre joven, fornido, de cara blanda y ojos suaves— dice algo que muchos van a repetir como una frase hecha, como una forma, también, de quitarse algo de encima:

—Ya te adelanto que la ciudad con más suicidios de Rocha (y del país) es Castillos.

Después se aleja, se echa contra una pared, y dice que en octubre en La Paloma se suicidaron tres hombres —uno de 60 años se ahorcó en la galería de su casa, frente al mar; uno de 70 se disparó en la sien; y un joven recién llegado de Montevideo se colgó en el dormitorio del hostal en el que se alojaba—. Además, según recuerda, dos mujeres intentaron matarse con cócteles de pastillas.

—Nosotros somos los primeros que intervenimos cuando hay un suicidio, pero no tenemos un registro de los casos —dice, con ritmo lento, mientras saca el móvil del bolsillo del pantalón y desliza el dedo en la pantalla como quien busca algo—. Pero estás con suerte. Hace unas semanas vinieron a pedir información unas gurisas que están investigando el tema y entonces me puse a ver qué había. Leí los partes uno por uno y anoté lo que encontré.

Me alcanza el móvil. En la pantalla leo iniciales, números, años y frases abreviadas encabezadas por la palabra “suicidios” en negrita. Lo que el policía encontró es que hasta septiembre de 2021 en La Paloma había habido 8 suicidios y dos tentativas, las personas eran todas mayores de 30 años. En 2020, los suicidios en el pueblo habían sido 12 y había habido 11 intentos, las personas tenían entre 20 y 30 años. En 2019, los suicidios habían sido 7 y los intentos 5, las personas tenían entre 15 y 30 años. En 2018, había habido 10 suicidios y 9 tentativas, tres personas tenían entre 12 y 30 años; el resto eran mayores de 30.

37 suicidios y 27 intentos en cuatro años en La Paloma, un pueblo que, según el último relevamiento policial, tiene unos 10.000 habitantes —no hay cifras exactas, el último censo fue en 2011.

—Pero te repito: es lo que encontré buscando en los partes de la comisaría. Por ahí algo se me escapó —dice mientras se reclina sobre un archivador metálico de un celeste herrumbroso—. Donde sí vas a encontrar más datos es en la policlínica de ASSE (Asociación de los Servicios de Salud del Estado) y en la de COMERO (Colectivo Médico Rochense).

Días después, en la ciudad de Castillos, Paola Fernández, una psicóloga que desde 2017 estudia los suicidios en Uruguay, me mostrará documentos del Ministerio del Interior a los que pudo acceder después de años de reclamar información. Según esos archivos, entre 2018 y 2020 en La Paloma hubo cuatro suicidios. Los partes de la comisaría dicen que en esos tres años en el pueblo los suicidios fueron 29.

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Es la tarde del 2 de noviembre de 2021 y solo se oyen los pájaros, como una melodía eterna. La policlínica pública de La Paloma está a menos de una cuadra de la comisaría. Es un edificio nuevo de paredes de un blanco cegador, 24 ventanas y una puerta doble. A los lados, todo es tierra rasa salvo por un local de comida al paso. El lugar tiene el olor de las cosas recién construidas: fresco, amplio, limpio. Hay silencio y en el aire flota una luz albina. Una enfermera dice que la persona autorizada para hablar sobre suicidios es Maximiliano Rodríguez, pero avisa que no está.

La mañana del día siguiente es gris. Las nubes son un humo denso que aplasta la ciudad. Pero la policlínica mantiene su brillo blanco de tubos fluorescentes. Maximiliano Rodríguez no está. Lo llaman. Cuando llega, el hombre —joven, bajo, de cuerpo grácil— me hace pasar a un pasillo detrás de una puerta y me pregunta —las manos cruzadas contra una pared, la voz pálida, la mirada cohibida—:

 —¿Por qué te dijeron que hablaras conmigo?

Respondo que me indicaron que era la persona autorizada para hablar sobre suicidios. Le pregunto si está a cargo de la policlínica. Entonces inclina la cabeza, se mira las zapatillas, mete las manos en los bolsillos de la campera de gimnasia que lleva puesta encima del ambo verde, y dice —la voz, un hilo roto—:

 —Bueno no…yo soy nurse acá desde hace 10 años. Pero nada más.

(Luego buscaré su nombre en Google y lo veré hablar en un video del año anterior, en la inauguración de la policlínica tras una reforma. Era una conferencia de prensa y lo presentaban como “licenciado Maximiliano Rodríguez, director de la policlínica de La Paloma”).

Después, con la ingenuidad de un niño, dice:

—En los últimos 10 años, las autoeliminaciones aumentaron, pero, la verdad, no sé si son un problema grave. Algunos meses hay dos, otros ninguna. Donde sí hay más casos es en Castillos —dice, con la seguridad de las habladurías populares—. En octubre acá hubo tres autoeliminaciones. Nosotros constatamos la muerte y hacemos el certificado que corresponde. No llevamos un registro de los casos. Sería bueno tenerlo, pero el sistema en el que cargamos los datos no diferencia las muertes por diagnóstico. No hay forma de saber cuántas autoeliminaciones hubo en un mes o en un año.

El programa informático de la policlínica filtra las muertes por edad o sexo. No distingue un virus de un suicidio.

—Seguramente el sistema está hecho así para preservar información confidencial —dice Maximiliano, y cambia de postura, mira a lo lejos, como quien quiere irse.

—¿Hay programas de prevención?

—Había algo, pero tras la pandemia no se ha hecho nada. De vez en cuando hay alguna que otra charla en un liceo y nada más. Teníamos un servicio de seguimiento para personas con IAE (intentos de autoeliminación) pero ahora es más que nada telefónico.

—¿En la policlínica hay especialistas en salud mental?

—Atención psicológica no tenemos. Viene una psiquiatra cada quince días. No es suficiente, pero ta, hasta ahí llegamos.

Es 9 de noviembre de 2021. La policlínica del Colectivo Médico Rochense es el otro centro de salud de La Paloma y es privado. Si no fuera por el cartel blanco que dice “Policlínico”, el lugar podría ser una casa cualquiera: techo de teja a dos aguas, paredes claras, un gran ventanal y una puerta doble. Adentro, es un rectángulo amontonado de sillas y escritorios. Los cielorrasos de yeso son tan bajos que si entrara alguien de poco más de un metro ochenta, parecería un gigante. Una mujer de pelo castaño, ojos y labios delineados, y camisa prolija dice que el sanatorio tiene un área de salud mental y anota el número de teléfono del psiquiatra a cargo en todo el departamento. Se llama Walter Alonso. Le escribo.

Rechaza el pedido de una entrevista pero dice que vaya el viernes a su consultorio, en la ciudad de Rocha. Su secretaria preparará un informe con los datos de los intentos de suicidio registrados por COMERO en todas las localidades rochenses en 2020 y 2021 (un número que, dice, informan mensualmente al Ministerio de Salud. Un número que, sabré después, el Ministerio no sistematiza en estadísticas nacionales). De los suicidios no tienen cifras:

—Es difícil llevar un registro. A veces no nos enteramos aunque se trate de personas afiliadas a COMERO. Muchos suicidas nunca habían hecho una consulta antes.

Dos días después, una mujer me entrega cuatro hojas que detallan cuántos intentos de suicidio asistió COMERO en 2020 y entre enero y octubre de 2021. Un resumen de esos datos diría lo que sigue: en 2020, 50 personas intentaron suicidarse en Rocha y fueron atendidas en COMERO: 39 mujeres y 11 hombres. De todos, 28  habían intentado matarse antes al menos una vez. Entre enero y octubre de 2021, 40 personas intentaron quitarse la vida en Rocha y fueron atendidas en COMERO: 29 mujeres y 11 hombres. De las 40 personas, 14 habían querido suicidarse antes, 7 lo habían intentado dos o más veces.

Casas en Cabo Polonio, en el departamento de Rocha, Uruguay. PEXELS/PAZ ARANDO

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Sufren. Los suicidas son personas que sufren. Eso explican las especialistas con las que hablo.

Ana Machado es doctoranda en Psicología y estudia el suicidio y las conductas de riesgo en niños y adolescentes. La voz es suave: 

—No hay que simplificar. El suicidio implica cuestiones psicológicas, sociológicas, personales y familiares, entre otras. Es un tema difícil de abordar. Pero algo que a mí particularmente me llama la atención en los adolescentes uruguayos es el nivel de desesperanza que tienen respecto a la posibilidad de construir un futuro y de acceder a ciertas oportunidades. Ese es un tema no menor y podría ser una causal, sumada, claro, a otras. Además, a diferencia de otros países de la región, en Uruguay la gente en general no tiene protecciones religiosas ni se aferra a ciertas creencias que, a veces, actúan como factores de resguardo.

El 14% de los adolescentes que participaron en la investigación doctoral de Machado (jóvenes escolarizados de cinco departamentos de Uruguay) respondieron que habían intentado quitarse la vida al menos una vez.

—El intento de suicidio es el indicador conductual más importante de riesgo suicida y a nivel nacional no hay estadísticas al respecto. Existiría la posibilidad de tener esos números, pero es algo que el Ministerio de Salud no ha sistematizado. Es una falencia importante porque con esos datos podría mejorar la prevención y el seguimiento.

—¿Hay programas de prevención?

— No que yo conozca. Las autoridades están ávidas de programas y en el mundo hay planes que podrían adaptarse a la realidad uruguaya. Pero es algo que aún no se ha hecho. Igual, más allá de eso, hay muchas cosas para trabajar como sociedad. Una investigación del equipo de ciencias sociales de la Universidad de la República reveló cuestiones actitudinales de algunos profesionales de la salud que preocupan. Según el estudio, parte del personal sanitario cree que quien está internado por un intento de suicidio le está quitando el lugar a otro paciente. Una persona que se suicida o intenta suicidarse es alguien con un sufrimiento enorme. Si no comprendemos eso, avanzar es imposible. 

Después, Machado contará algo que inquieta. Dirá que en 2021 organizó un taller sobre suicidios para psicólogos y estudiantes de psicología. Una de las preguntas que les hizo fue: si ven que un paciente tiene riesgo suicida, ¿qué le preguntarían? Las respuestas fueron varias: tienes amigos, te sientes acompañado, te sientes solo. Nadie pronunció estas palabras: “¿Has pensado alguna vez que la vida no vale la pena?”. Y esa —dice Machado— es la pregunta que hay que hacer. Sin miedo: preguntar por el suicidio no incita al suicidio.

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Castillos se parece a muchos otros caseríos del interior uruguayo. La ruta para llegar es una procesión de campos de un verde encendido. De a ratos, la tierra se vuelve cóncava y brotan tajamares como espejos de agua quieta. Es el amanecer de un día claro y corre una brisa fina.

El pueblo, de poco más de 9.000 habitantes, asoma entre cuestas y bajadas. Hacia un lado, las casas son prolijas, las calles de asfalto, las aceras limpias, la plaza principal cuidada con celo: un hombre barre, una mujer corta el césped mullido. Al otro, caminos de tierra, casas chatas con ventanas sin cristales y puertas torcidas, autos viejos tirados alrededor como ropa sucia. Camino al hospital, por una callecita en subida, la ciudad parece caerse hacia los costados. Más allá: naturaleza y nada más.

El hospital de Castillos es un lugar macilento. Las paredes enmohecidas, el vaho de un encierro húmedo. Son las nueve de la mañana y no hay más que silencio. La sala de emergencias parece abandonada. Un hombre endeble tose. Espera ahí desde hace dos horas. En el centro del edificio, una puerta que parece una entrada da a una oficina oscura y vacía. En la enfermería, tres personas esperan desde hace una hora. Nadie habla. Nadie se queja. Nadie grita.

A la vuelta, un anexo recién construido blanco e impoluto. Desde ahí se ve el paisaje que rodea al pueblo: cerros verdes como alfombras esponjosas, una postal del paraíso. Adentro, una secretaria dice que la directora del hospital no está. Pero cuando se dispone a anotar su teléfono, la directora del hospital aparece. Lleva el pelo mojado recogido con cuidado, la piel muy blanca. Se llama Zandra Tomassini. Su oficina es nueva y luminosa. Mientras busca algo en los cajones de un escritorio, sin mirarme y sin dejar de moverse, dice:

—Le estamos dando mucha importancia al tema del suicidio. Pero justo hoy me estoy yendo a Punta del Diablo. Te dejo mi teléfono y coordinamos una videollamada, ¿te parece?

Le escribo más tarde para agendar la entrevista. No responde. Una semana después, insisto. Responde esto: “Las autoridades me informaron que tienes que hablar con el sector de comunicaciones de la Asociación de los Servicios de Salud del Estado”. El sector de comunicaciones de los Servicios de Salud del Estado llevaba —lleva— meses sin dar una respuesta. También el director de salud del departamento de Rocha, Diego Pintado, quien un día respondió que no podía dar entrevistas porque estaba trabajando en —así dijo— unos proyectos sobre salud mental y tenía pendiente una reunión con las autoridades para que lo dejaran hablar. Después siguió el silencio.

En una esquina está el hospital de Castillos. En la otra, a una cuadra, la comisaría. Es una casa antigua y para encontrar a alguien hay que atravesar un pasillo largo. Cuatro policías —una mujer y tres hombres— charlan y toman mate en un patio. La mujer se acerca. Cuando pregunto sobre los suicidios, llama al cabo. El cabo se presenta como quien lee un acta formal. Es un hombre alto y robusto, de piel tersa y brillante, el pelo engominado peinado hacia atrás, perfume intenso.

 —Acá se mata gente que vos decís: “cómo se mató”. Gente que nunca te hubieras imaginado que podía matarse. Profesionales, personas que están bien económicamente, gente de buena familia —dice, y dibuja en el aire un cuadrado con las manos.

Como en La Paloma, en Castillos la policía no lleva un registro de los suicidios ni tiene un sistema informático que les permita filtrar esos datos.

—Suele haber dos o tres suicidios por mes. El mes pasado hubo tres. Y, además, intentos, paf, un montón. Se mata gente adulta y también gurises. Hace un mes se mató una mujer muy conocida: coordinaba un club, siempre estaba emprendiendo, era muy activa. Hace dos días descolgamos a una chica de 27  años recién graduada —dice con sosiego—. Yo he analizado el tema del suicidio. Vivo acá hace 25 años y me gusta: es tranquilo, estoy bien. Pero hay mucha soledad y para algunos eso no es fácil. Hay poco para hacer. No hay actividades culturales, no hay eventos, no hay trabajo.

Paola Fernández nació en Castillos, es psicóloga y desde hace seis años estudia el suicidio en Uruguay. Es delgada, la piel oliva, el pelo ondulado, corto y oscuro. La voz —aguda y enérgica— va acompañada de gestos con cada músculo del cuerpo. En casi dos horas, nunca estará quieta.

—Aquí las personas suelen mirar para otro lado cuando se habla de suicidio. Hay miedo de hablar. Pero hablar no aumenta los casos. La cuestión no es hablar o no hablar sino cómo hablar del tema. Si no se habla nacen mitos, leyendas, estigmas. Suele decirse: “Castillos es el lugar con más suicidios”. Y no es así. Algunos años ha sido la ciudad con más casos, pero no siempre. Y la gente igual repite esto como una verdad. Esos estigmas dañan. El suicidio es un problema en todo Uruguay. No es cosa de un pueblo. Tiene que ver con el estado de ánimo colectivo. Y tiene múltiples causas: sociales, culturales, económicas, médicas, personales, familiares.

—¿Hay programas de prevención? 

—No. Y es muy difícil lograr apoyo del Estado para intervenir. No hay programas reales, concretos, accesibles y territoriales de salud mental. A veces una persona tiene un problema y en el hospital la respuesta es: venga dentro de tres meses. Eso no sirve. Se necesitan respuestas inmediatas.

Después, Fernández dirá que los suicidas son personas que sufren y quieren terminar con ese sufrimiento. Dirá, también, que cuando se percibe que alguien tiene riesgo suicida hay que preguntar, sin miedo y en tono suave: ¿tienes ganas de no seguir viviendo? Y pedir ayuda a profesionales de la salud.

—¿Cómo es el acceso a los datos?

—Es difícil. En la Jefatura de Policía de Rocha hay un hermetismo total. Lo mismo pasa en el hospital. Si hubiera un abordaje serio, deberían informar las cifras cada seis meses. Pero abunda el silencio.

Y es verdad: el silencio abunda.

En la Jefatura de Policía de Rocha —una esquina amplia con un vestíbulo desmesurado y una escalera doble de una suntuosidad perdida— el encargado dice, con cierto recelo, como quien habla de algo prohibido, que no están autorizados a brindar datos sobre suicidios. A siete cuadras, en el borde de la ciudad, el área de salud mental del hospital de Rocha tampoco dice mucho. En un cuadrado deslucido con olor a desinfectante, una mujer menuda de cara angulosa dice que es la referente de la zona en cuanto a suicidios. Se llama Solange Rija y habla con aprensión, masculla:

—Soy la encargada de recopilar los datos de los suicidios e intentos de cada localidad del departamento. Tú no vas a encontrar esas cifras. Incluso a nosotros se nos hace difícil conseguirlas, muchas veces no sabemos con certeza cuántos casos hubo.

Dice, también, que los datos que encuentra los envía al Ministerio de Salud y que desde ahí los publican el Día Nacional de Prevención del Suicidio: no antes, no después.

—¿Cómo abordan el tema desde el área de salud mental?

Solange mira hacia otra parte, se mueve incómoda, duda:

—Hacemos algunas actividades de prevención y seguimiento de los pacientes que han estado internados.

Cuando le pregunto qué actividades, no sabe qué contestar.

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Es la tarde de un día de verano de 2022. El mar no se ve, pero el viento trae el sonido de las olas que rompen en la orilla. El sol se filtra entre las copas de los árboles y en el cielo flotan algunas nubes bajas. Vuelvo a ir a la comisaría de La Paloma. No tienen más datos que los que me dieron en noviembre. De regreso a mi casa, abro la web de un diario zonal. Leo: “En el departamento de Treinta y Tres, un hombre sobrevivió a un accidente de tránsito y descubrió a un joven de 24 años que se había suicidado. El cuerpo colgaba de la baranda de un puente”. Días después, recibo un mensaje de un vecino de La Paloma: “Se suicidó otro gurí hoy en Rocha, 26 años, amigo de un amigo”. Suelto el teléfono. De una plaza cercana llega la música de los tambores. Es 27 de febrero, la gente baila y celebra el carnaval.


Algunos nombres citados en el texto fueron cambiados.

Periodista y traductora. Ha trabajado como productora ejecutiva del programa TN Internacional, en la cadena de televisión argentina Todo Noticias, y ha colaborado en medios como El País Uruguay y La Agenda Buenos Aires. En 2015 fue finalista del premio Nuevas Plumas, otorgado a crónicas inéditas en español.