Ideas

La sonrisa de América

Miles de automóviles, noches de cine y charlas en Caltech. Memorias del Los Ángeles de los setenta.

En mayo de 1972, después de un año trabajando en Cambridge/Boston como “investigador invitado” (guest researcher) en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), mi beca tocaba a su fin y tenía que trazar mis planes para regresar a España. Mi experiencia había resultado fascinante en todos los sentidos y me había permitido, además, visitar otros lugares del este del país, desde New Haven y New York hasta Washington y Atlanta.

Massachusetts rezumaba cultura protestante en sus abundantes huellas decimonónicas, salpicadas ahora por manchas de contracultura hippie. Era el corazón de la vieja América de los puritanos fundacionales de la colonia trasatlántica. Pero era también el área con mayor número de centros universitarios punteros del país, como Harvard, Yale y otras catedrales laicas de la sapiencia. Y me sentía orgulloso de haber sido durante un año un MIT boy, como se nos llamaba coloquialmente. Desde aquella atalaya la España tutelada por las tropas del general Franco quedaba muy lejana.

De modo que, antes de abandonar el país, decidí efectuar un recorrido final de despedida hacia el oeste, con escalas en Chicago, Las Vegas, San Francisco y Los Angeles. Mi entrada en California desde Las Vegas resultó turbulenta, pues el tren de aterrizaje del avión se resistía a salir y, para atontarnos, el comandante del vuelo hizo que las azafatas nos sirvieran champán a discreción. Por fortuna todo se limitó a un susto.

Llegué a Los Angeles con una carta de presentación que me dio el profesor Bill Watson, del MIT, para su colega Robert Rosenstone en el California Institute of Technology, en Pasadena, pues Robert había publicado en 1969 el libro Crusade of the Left, sobre la actuación de la Brigada Lincoln en la guerra civil española. Le llamé por teléfono e inmediatamente se organizó una cena de bienvenida con varios colegas, entre quienes figuraban el profesor David Smith, decano del área de History and Social Sciences, y su esposa francesa, estudiosa de la obra de Joseph Arthur de Gobineau, un teórico decimonónico del racismo. David me colocó a su lado en la mesa y durante la cena fui sometido a una catarata de preguntas acerca de la situación política en España y sobre mis proyectos académicos. Al llegar a los postres David me preguntó a quemarropa si me gustaría dar clases en Caltech (nombre coloquial de su institución) y me propuso un curso sobre la historia del cine europeo hasta la Segunda Guerra Mundial. No esperaba tamaña oferta, que me sonó a gloria, y entendí que nuestro diálogo había constituido una especie de examen informal sobre mis capacidades, de modo que se decidió que en mi regreso a España recibiría su invitación oficial para incorporarme al próximo curso.

Así se inició mi aventura californiana.

Carnet de Román Gubern del California Institute of Technology. ARCHIVO

Los estudiantes de Caltech eran sobre todo estudiosos de ciencias duras (de Física, Biología, Astronomía, etc.), de modo que las materias “humanistas” constituían un apéndice o complemento minoritario. Consciente de esta situación decidí dedicar mi primera clase a unos prolegómenos acerca de la representación visual de la imagen en movimiento, ilustrando mis palabras con la proyección de diapositivas, la primera de las cuales era la Anunciación de Giotto. Obviamente era la primera vez en su vida que mis alumnos oían el nombre de ese pintor italiano. A medida que iba hablando me iban asaltando dudas angustiosas acerca de si aquellos aspirantes a ingenieros, físicos o astrónomos podían sentirse interesados por mis explicaciones. La respuesta la tuve al final de la clase, cuando un grupo de alumnos rompió en inesperados aplausos. Pregunté luego a mis colegas si esta reacción colectiva era normal y me contestaron que era totalmente inusual. Pero los aplausos siguieron en clases consecutivas.

Con este buen pie inicié mi vida académica en Los Ángeles, una ciudad singularísima que se había expandido horizontalmente en la llanura sin limitaciones y a lo largo de la costa, como una mancha de aceite, por lo que había vertebrado una extraordinaria red de autopistas, única en el mundo. Lo que a su vez había generado una dependencia universal del automóvil privado en un clima de eterna primavera. Los Ángeles era, definitivamente, la sonrisa de América, una Disneylandia para adultos.

Cada mañana cientos de miles de ciudadanos angelinos subían a sus automóviles, encendían sus aparatos de radio para escuchar una enfática y optimista voz masculina que les deseaba “Good Morning, America”, e iniciaban a bordo su jornada laboral.

Coches circulando por Los Ángeles, en 1975. ARCHIVO

Esta topografía, además de generar una dependencia del vehículo, era especialmente adictiva porque todos los vehículos disponían de cambio de marchas automático (algo por entonces desconocido en España), de modo que introducía nuevos hábitos y permitía conducir en un estado de despierta somnolencia. Algunos colegas académicos me explicaron que viajaban siempre con una pequeña grabadora, que utilizaban en sus prolongados desplazamientos para repasar el contenido de sus clases o para dictar el borrador de su correspondencia. Y una pequeña colisión de dos vehículos podía convertirse inesperadamente en pretexto para el inicio de una historia de amor o de sexo entre dos náufragos desconocidos del asfalto.

Pese al gigantismo de la ciudad, un extraño destino hacía que mis desplazamientos automovilísticos me condujeran inevitablemente en algún momento a La Brea Boulevard, una amplia avenida que recorría la ciudad, bautizada con el nombre que los antiguos españoles usaban para designar al petróleo. Ese era uno de los muchos vestigios del pasado hispánico de la ciudad, que había legado también numeroso restaurantes mexicanos.

La eterna primavera de Los Angeles, abierta al Pacífico en la playa de Santa Mónica, constituía un marco insuperable para un hedonista culto al cuerpo, a un paganismo narcisista que había sido divulgado por muchas películas de Hollywood en rutilante Technicolor y sin temor a adentrarse en el pecado del kitsch.

Hollywood, naturalmente, constituía una parcela privilegiada de la metrópolis. Sus aceras, con las famosas estrellas cinéfilas en el suelo, eran sus llamativas señas de identidad, y sobre ellas proyectaba su sombra el Grauman's Theatre, un cine modelado como una chinoiserie y que fue muchos años sede de la ceremonia del reparto de los Oscars. En mis dos etapas de residente en California me instalé en su entorno urbano, siempre provisto de piscinas, y conviviendo con sus fantasmas mitológicos.

El Grauman's Chinese Theatre de Los Ángeles, en 1974. AVA GARDNER COLLECTION

Mi experiencia académica en Caltech fue enriquecedora. Entre los profesores que frecuenté figuraba el biólogo alemán Max Delbrük, Premio Nobel en 1969, que emigró huyendo de Hitler. Lo cito porque fue el inductor de mi interés por la etología. Un día leí en la prensa que unos pájaros enloquecidos —con anterioridad a Hitchcock— habían agredido a unas personas. Le envié una nota escrita inquiriendo sus explicaciones. Me contestó que podía tratarse de una respuesta a la sequía y que en Las mil y una noches el marino Sinbad padecía un percance parecido. Y en un almuerzo con un colega, este relató una noticia que había leído acerca de un bebé que había ido gateando hasta un precipicio, había mirado al abismo y se había dado la vuelta. Max contestó que esto lo hacían todos los mamíferos y, de no ser así, la humanidad se habría extinguido precipitada en un abismo. Este episodio estuvo en el origen de mi interés hacia la etología.

He mencionado mis dos etapas porque, en efecto, mi residencia californiana fue discontinua y merece ser comentada. Cuando estaba dictando mis clases en Caltech recibí un día en mi despacho una llamada del decano del Departament of Cinema and Performing Arts de la University of Southern California (USC), en Los Angeles, invitándome a participar en una mesa redonda en su institución. Esto significaba que el tam-tam del servicio de espionaje académico funcionaba bien y que su centro deseaba conocer a un profesor español que daba clases de cine con éxito en Caltech. Acepté la invitación sin ser muy consciente del significado del acto y en mi intervención me lucí citando teorías y autores europeos que eran desconocidos por los compañeros de debate. Al acabar el acto el decano me pidió que le acompañara a su despacho y allí, a bocajarro, me preguntó si me interesaría dar clases en su institución. Asentí y acordamos que iniciaría mis clases en el próximo curso, tras mi primer regreso a España.

Por lo tanto, volví a Barcelona para asistir a los crueles estertores de la dictadura, que no se resignaba a desaparecer, con la ilusión puesta en mi próximo salto a la dorada California. Unos meses antes del inicio del nuevo curso llamé al decano de USC, pero su secretaria me informó de que había fallecido. Le expliqué mi caso y, por fortuna, estaba al tanto de mi invitación y puso apropiadamente en marcha la burocracia para organizar mi viaje, el de mi segunda estancia californiana. Entretanto había estado preparando mis nuevos cursos, uno sobre el cine de Luis Buñuel y otro sobre el cine de ciencia ficción.

Pero cuando regresé a Los Angeles los amigos de Caltech decidieron recuperarme para su institución, tras el éxito de mi colaboración anterior. Ello significaba, en términos de burocracia laboral, que un extranjero ocuparía dos plazas simultáneamente en dos empresas distintas, en detrimento de trabajadores nacionales, exceso al que se opusieron inmediatamente las autoridades federales laborales y, según me explicaron luego mis amigos, hubo que convencer a los funcionarios gubernamentales de que yo era una eminencia excepcional y que mi contribución beneficiaba al país. Decidí impartir en su sede un curso sobre cine de terror —que inicié con una revisitación de Frankenstein, para gozo de los estudiantes de Biología—. de modo que pasé a ejercer cada semana dos cursos, uno en USC y otro en Caltech, lo que constituía una evidente anomalía laboral. Esta bonanza económica me permitió alquilar una residencia ajardinada en North Sycamore Avenue dotada de piscina, a dos pasos de Hollywood Boulevard y de Sunset Boulevard.

Una mañana de octubre estaba en mi casa vistiéndome con el televisor encendido, cuando su locutor lanzó una noticia espectacular: fuentes de la embajada de Estados Unidos en Madrid habían informado de la muerte del general Franco a causa de un ataque al corazón. La noticia conmocionó a la colonia española, galvanizada por las llamadas telefónicas, aunque las conexiones con la península estaban bloqueadas por la saturación. Se abrió un período de ansiosa expectación, pendientes de la radio, que duró casi un mes, hasta el 20 de noviembre.

John Chancellor, conductor de 'NBC Nightly News', informando sobre la salud de Franco el 30 de octubre de 1975. YOUTUBE

Debo precisar que en las universidades del oeste impartían clases (sobre todo de literatura) bastantes colegas españoles, siendo el más eminente de todos el profesor Aranguren, expulsado de la universidad madrileña por la dictadura, y que residía en La Jolla, al norte del estado. Nuestra colonia hispana había creado una nebulosa Association for a Democratic Spain que se reunía de vez en cuando (a veces, con el pretexto de una paella) y  en la que participaban también algunos veteranos de la Brigada Lincoln, que habían combatido con escopetas al fascismo. Frecuenté a varios de sus miembros, cuyos corazones habían quedado anclados en 1939. Pero en su seno empezaba a dibujarse una brecha que separaba a los eurocomunistas (con el perfil de Santiago Carrillo a la cabeza) de los prosoviéticos, capitaneados por Enrique Líster. Sus tensiones me habían salpicado con motivo de una entrevista radiofónica que  me efectuó Dorothy Healy, la líder comunista prosoviética de la zona.

A mediados de noviembre recibí una llamada del director de cine José Luis Borau, que había llegado a Los Angeles para promocionar ante la crítica norteamericana su película Furtivos, que acababa de ganar el Gran Premio en el festival de San Sebastián. Borau averiguó mi dirección a través del consulado español y quería que yo presentase su film con un parlamento introductorio en una sesión organizada para la prensa. El cónsul de España se había brindado a ofrecer una copa de champán en ese acto.

El destino, que a veces hace las cosas bien, quiso que se programara la proyección para el 20 de noviembre, es decir, la fecha en la que el destino había programado también la muerte del general Franco. Por lo tanto, la proyección de Furtivos para la prensa, que yo presenté, tuvo lugar en un clima de euforia y champán que se prolongó toda la noche.

Tráiler de la película 'Furtivos' (1975), de José Luis Borau. YOUTUBE

La muerte del dictador me hizo regresar a Barcelona, pese al esfuerzo de mis colegas para retenerme en sus aulas. Un profesor de USC con el que no tenía mucha intimidad me invitó a cenar a su casa y allí, adoptando un tono confidencial, me dijo: “He trabajado para la CIA y aún conservo algunos contactos. En el Departamento de Estado están preocupados por la situación en España y temen que ahora, muerto Franco, forme un eje con el Portugal comunista. Mi consejo es que aplaces tu regreso a España”. No le hice caso.

Y me permito acabar esta rememoración personal con una evocación sobre amores y desamores. Para mis clases en USC me habían asignado una teaching assistant a la que ahora llamaré Ella. Había estudiado cultura francesa y nos llevábamos bien. Una mañana de primavera en que me sentía eufórico decidí besarla, pero Ella rehuyó mi caricia. Decidí no volver a intentarlo, manteniendo con Ella una relación estrictamente profesional. Pero el día antes de abandonar definitivamente California, para regresar a España, me llamó a última hora de la tarde pidiéndome por favor que fuese a dormir a su casa. Le dije que a pocas horas de un vuelo trasatlántico, cargado con un baúl y con gestiones de última hora, me era imposible ir al otro extremo de la ciudad para pasar la noche, con riesgo de perder el vuelo. Ella rompió a llorar y se convirtió desde entonces en mi asignatura pendiente.


NOTA DEL EDITOR: Este artículo de Román Gubern, La sonrisa de América, cierra nuestra Trilogía californiana. Se trata de tres textos firmados por, además del profesor Gubern, Josep Maria Martí Font (Una historia junto al Bay Bridge) y Angels Bronsoms (Los Ángeles, 1987). En sus historias, los tres periodistas narran el impacto que tuvieron en sus vidas las experiencias personales y profesionales que vivieron en Los Ángeles y San Francisco entre 1972 y 1989. Para Gubern, Martí Font y Bronsoms, al igual que para miles de intelectuales europeos y latinoamericanos, California representó un bálsamo cultural y social que cambió sus vidas para siempre. 

Escritor e historiador especializado en cultura de la imagen y comunicación audiovisual. Catedrático emérito de Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona, de la que ha sido decano. Autor de más de una cuarentena de libros, entre los que figuran Godard polémico (1969), El lenguaje de los cómics (1972), La mirada opulenta (1987), La caza de brujas en Hollywood (1987), Patologías de la imagen (2004), La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (2005) e Historia del cine (2014).