Pelé, una despedida

El jugador brasileño fue el hedonismo hecho deporte. Una bestia pop que convirtió el fútbol en una experiencia sensible.

Pelé, tras ganar el Mundial de México con Brasil, el 21 de junio de 1970. ALESSANDRO SABATTINI
Pelé, tras ganar el Mundial de México con Brasil, el 21 de junio de 1970. ALESSANDRO SABATTINI

Inventado por los ingleses en el siglo XIX y dominado en la primera mitad del XX por italianos y uruguayos, el fútbol vio su primera explosión universal en el Mundial de Suecia de 1958 con el advenimiento de un equipo maravilloso, Brasil, y la irrupción de un felino de color tan tímido como deslumbrante: Edson Arantes de Nascimiento, Pelé. Tenía 17 años y era una fuerza de la naturaleza, un milagro de la genética que aunaba, con dosis infames, físico exuberante y un talento descomunal. Era exótico, vestía de amarillo y parecía venir del futuro. Ahora es eterno. Murió ayer en São Paulo a los 82 años.

En esta coda del año que parece un “no tiempo”, y cuando todavía no nos recuperamos de la resaca mundialista, el fútbol pierde a su primer prócer planetario, la primera estrella pop de la pelota. Su reinado coincidió con la invención de la juventud, con la llegada de los Beatles al mercado y la consagración definitiva de Elvis Presley. Había un cambio sociocultural y se palpaba en el aire. El advenimiento de Pelé, junto a la aparición de Cassius Clay, revolucionó el deporte, que gracias a la televisión se convirtió en un engranaje esencial de la industria del entretenimiento. Pelé fue la quintaesencia de esa explosión, el gran embajador.

Tras coronarse en Suecia, donde brilló marcándole un gol a Gales, tres a Francia en la semifinal y dos a la selección anfitriona en la final, se refugió en su club, el Santos, al que llevó a obtener seis ligas nacionales y dos Copas Intercontinentales, entre otros títulos. Desde esa solapa del sur irradió de luz al mundo. Hizo famoso a su país, viajando junto al equipo paulista hacia los confines del planeta. Pelé y el Santos se convirtieron en una multinacional, una suerte de caravana itinerante que atravesaba latitudes repartiendo goles, lujos y celebridad. Nacía el famoso jogo bonito, un estilo sensual, apasionante, único. Brasil y Pelé eran la playa, un atardecer dorado, el fútbol convertido en una experiencia sensible e hipnótica, musical. El hedonismo hecho deporte.

Mientras en su país se transformaba en un ídolo y en un sujeto de adoración —el Gobierno lo declaró patrimonio nacional y prohibió su venta—, el mundo se rendía ante su encanto. Siempre sonriente, su simpleza de trato y cierta inclinación musical —tocaba la guitarra— ayudaron a redondear su irresistible carisma. Fue la primera superestrella. Fue la gran bestia pop.

Pelé, jugando con el Santos contra el Benfica, en Nueva York, en 1966. ARCHIVO
Pelé, jugando con el Santos contra el Benfica, en Nueva York, en 1966. ARCHIVO

El Mundial de Chile 62 marcó un momento ambiguo en su carrera, ya que una lesión en el primer partido lo marginó del equipo. Sin embargo, acaso imantado por su magnetismo, Brasil de todas formas se coronó campeón. Se valió de una estrella que fue la némesis perfecta suya: Manuel Francisco dos Santos, Garrincha. Vulnerable a las tentaciones y con poca vocación a la responsabilidad, Garrincha también fue un genio, aunque díscolo y sombrío. Si el 10 del Santos fue una planta de energía vital, el hombre que reflejó la dicha de un pueblo alegre, Garrincha fue quien capturó su melancolía y su pulsión de muerte. Eran el Ying y el Yang. Ahora comparten la inmortalidad.

Pelé había nacido en una familia proletaria de Três Corações, Minas Gerais, un 23 de octubre de 1940. Su madre trabajaba en una fábrica de calzado y su padre había intentado ser futbolista profesional, pero una lesión en la rodilla le impidió seguir jugando. El hijo pagó con creces esa “deuda” familiar. A los 16 años debutó en Primera y ya nada fue igual: atravesó como un relámpago el aire de su país para convertirse en un icono cultural.

Ubicado en la cima del universo, esa condición le valió ser un objetivo de sus adversarios. Eso se reflejó como nunca en el Mundial de Inglaterra de 1966. Allí no hubo elegancia, sino lo contrario, brutalidad y alevosía. Los rivales persiguieron a Pelé, ante la mirada tolerante de los árbitros. Aquello se recuerda con un nombre ominoso, “la caza del hombre”. Era otro fútbol, mucho más permisivo, o ingenuo, con la violencia. Como resultado de ello, Pelé volvió a salir lesionado y Brasil fue eliminado.

Defraudado y confundido, el astro pensó en renunciar a la selección. Fue, quizás, el momento más crítico de su carrera. Un malestar lo mordía por dentro. Sentía que al establishment del fútbol —Inglaterra fue campeón— le incomodaba su reinado.

Pero impensadamente en el núcleo de aquel equipo se gestó el germen de un nuevo asalto al cielo. Porque parte de ese plantel volvería a subir a la cima del mundo cuatro años después, en México.

El Mundial en tierras aztecas marcó un hito en la historia del fútbol. Fue un momento álgido. Ya con televisión en colores, para muchos fue el mejor Mundial de todos y la performance de Brasil, la apoteosis total. Pelé fue el gran concertista de aquella banda cuya última sinfonía —el 4 a 1 ante Italia en la final— marcó la cúspide de su aventura. Era un dios moreno del deporte, un héroe dionisíaco cuyo cuerpo despertaba fantasías en la platea del universo. Plagado de futbolistas brillantes, Brasil desplegó un fútbol enciclopédico, un estilo ofensivo que contagió optimismo y belleza. La exuberancia visual de su juego, su liturgia y la cantidad de recursos que manejó —allí están todos sus goles, llenos de matices, para comprobarlo— quedaron en la memoria como una manifestación inapelable de la abigarrada capacidad del fútbol.

Pelé celebra un gol con Jairzinho, en la final del Mundial de México de 1970. ARCHIVO
Pelé celebra un gol con Jairzinho, en la final de México 70. ARCHIVO

Después de semejante despliegue, después de establecer con claridad que hasta entonces nadie había llevado al fútbol a un pináculo tan elevado del arte, el gran estratega comenzó a decir adiós. Primero se retiró de la verdeamarilla, tras 77 goles —récord hasta entonces— y tres títulos del mundo.

Concluido ese ciclo inolvidable, llegó el momento de cosechar todo lo sembrado, que era mucho. Llevaba casi 20 años en el Santos. Había atravesado toda su juventud, el mundo había cambiado, los Beatles se habían separado, el hombre había llegado a la Luna. Ya sin él, un Brasil amarrete y sin glamour disputó el Mundial de Alemania de 1974. Apenas con el eco lejano de la grandeza de antaño, a Brasil le alcanzó para terminar cuarto, detrás de Polonia; Alemania, campeona; y Holanda, segunda, pero convertida en la nueva vanguardia del juego.

Aquel Pelé crepuscular dio un golpe de mercado. Cuando muchos creían que terminaría su carrera en la ciudad que lo vio nacer, el astro dio un giro copernicano a su vida y en 1975 firmó un jugoso contrato —casi tres millones de dólares anuales— con el Cosmos de Nueva York. De un momento a otro, Pelé armó las valijas y se mudó a la capital simbólica de Occidente, el lugar al que otro ilustre vecino, John Lennon, había llamado la nueva Roma.

Fue una experiencia fantástica. Pelé y Nueva York se vampirizaron entre sí. La ciudad disfrutó de su talento y de un impensado —aunque algo forzado— boom del fútbol, mientras que Pelé se convirtió, definitivamente, en un ciudadano del mundo, una suerte de Andy Warhol del deporte. No sólo dio cátedra de su especialidad, no sólo fue un conspicuo portavoz del juego en una comunidad que históricamente le dio la espalda, sino que disfrutó de su libertad y de su aire cosmopolita, metamorfoseándose con el lugar, siendo otro neoyorkino. En épocas de música disco y cocaína, Pelé fatigó las pistas de Studio 54, trepidó sus noches y sus escotes, saboreó sus excesos. Estaba donde quería estar, lejos de los ojos escrutadores de su país, en una sociedad que agradecía que los titanes de la cultura pop absorbieran algo de su riqueza.

En esa meca del mercado, Pelé dijo adiós. Fue una despedida rara —un partido en la cancha llena del Cosmos, con invitados de todo tipo como Cassius Clay y Jimmy Carter—, pero que dio la pauta de que Pelé había elegido también ser un icono del capitalismo universal. Amaba sus raíces, pero sabía que era de todos.

Pelé, con Diego Armando Maradona, en Zúrich, Suiza, en 1987. EFE
Pelé, con Diego Armando Maradona, en Zúrich, Suiza, en 1987. EFE

A partir de entonces, como toda estrella retirada, se convirtió en un museo de sí mismo, alguien que fue dando testimonio de su grandeza conforme fueron transcurriendo los años. El paso del tiempo no mitigó su bonhomía y su indómita simpatía. Aun cuando nunca se destacó por sus reflexiones o su agudeza de pensamiento, siempre apoyó a las nuevas figuras y tuvo una relación oscilante con Diego Maradona —el crack argentino fue un crítico de las instituciones, mientras que Pelé siempre se llevó bien con la FIFA—, el primer jugador al que la opinión pública se atrevió a comparar con él. Finalmente, ambos se dieron un abrazo y se prodigaron elogios y cariño.

Inolvidable y querido, su paso por las canchas dejó un largo tendal de recuerdos, como el de Lula da Silva, presidente electo de Brasil: “Yo tuve un privilegio que los brasileños más jóvenes no tuvieron: yo vi jugar a Pelé en vivo, en el Paceambú y en el Morumbi. Jugar no, yo vi a Pelé ofrecer un show. Porque cuando jugaba a la pelota él hacía siempre algo especial, que muchas veces terminaba en gol”.

Fue un atleta colosal y un artista que amó el juego por encima de todo. Fue el primero en llevar el fútbol a la luna.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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