La paz huidiza de Colombia

Tras abandonar las armas, los exintegrantes de las FARC se enfrentan a constantes amenazas, desplazamientos y asesinatos.

Rugelita (derecha), firmante de la paz que vive amenazada en Colombia, con sus dos hijos y su escolta, Valentina. MARIO TORO QUINTERO
Rugelita (derecha), firmante de la paz que vive amenazada en Colombia, con sus dos hijos y su escolta, Valentina. MARIO TORO QUINTERO

Fue un compromiso histórico sobre el papel: en 2016, el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP firmaron la paz. Pero ese acuerdo no terminó con el derramamiento de sangre: desde entonces y hasta enero de 2023, según datos de la ONU, en el país fueron asesinados 355 hombres y mujeres que pertenecieron al grupo armado. En el transcurso de este año, se han contabilizado al menos 17 nuevos asesinatos

Las cifras evidencian que, desde que se apostó por la paz bajo la presidencia de Juan Manuel Santos, el hostigamiento, las amenazas y la violencia contra los líderes y comunidades que se acogieron al acuerdo con el Estado se volvió paisaje.

Solamente en los departamentos que componen los llanos orientales y la amazorinoquía colombiana —Arauca, Casanare, Caquetá, Guaviare y Meta—, en los últimos tres años han sido asesinados y/o desaparecidos 56 líderes y lideresas sociales y 40 firmantes de la paz, según informa INDEPAZ. A esto se suman asesinatos sistemáticos a lo largo y ancho del país.

Es una situación preocupante, que mantiene en vilo a quienes apostaron por dejar las armas para reinsertarse en la vida civil. Una muestra de ese compromiso con la paz es el fenómeno conocido como baby boom: se estima que casi 4.000 niños han nacido en el seno de comunidades exguerrilleras, algo que permite resignificar los procesos de construcción de paz en relación a la familia y al anhelo de construir un hogar de aquellos y aquellas que durante años estuvieron en el monte y hoy han cambiado fusiles por biberones, coches y bicicletas.

Hijas de firmantes de paz en el Jardín Infantil Marianitos del ETCR Mariana Páez de Mesetas, Colombia. MARIO TORO QUINTERO
Hijas de firmantes de paz en el Jardín Infantil Marianitos del ETCR Mariana Páez de Mesetas, Colombia M. T. Q.

La asfixia de la guerra

Toda esta violencia contra los firmantes de paz tiene su origen en el vacío que dejaron las FARC a raíz de los acuerdos de 2016. La guerrilla, la más longeva del mundo, controlaba desde el Putumayo hasta el Magdalena, desde Vichada hasta el Chocó, desde el Meta hasta Antioquia. Al disolverse y acabarse su operación, estas zonas de control empezaron a ser disputadas por grupos como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), Ejército de Liberación Nacional (ELN), Comandos de Frontera, disidencias del Frente Primero de Las FARC y Segunda Marquetalia. Esto sin contar que al país han ingresado operaciones del grupo venezolano Tren de Aragua y del mexicano Cartel de Sinaloa. De esta forma, territorios que sintieron un breve alivio por la firma de la paz han vuelto a sentir la asfixia de la guerra.

En el departamento de Norte de Santander, por ejemplo, la población fronteriza de Villa del Rosario ha sentido cómo se hacen más y más constantes la presencia y los enfrentamientos entre el ELN y el Tren de Aragua. Lo mismo sucede en la subregión del Atrato, en el Chocó, donde las comunidades afro e indígenas viven entre patrullajes, presencia y enfrentamientos por territorio del ELN y las AGC. Esta disputa también ha repercutido en cuanto a presencia y mando sobre rutas de narcotráfico, lo que se maneja como una posible razón de por qué en zonas cocaleras como en el Catatumbo o en el sur del departamento del Meta la presencia de distintos grupos armados significa hambre. En veredas como Nueva Colombia, desde hace meses no circula el dinero: la moneda de cambio es la coca, que al no tener rotación ni clientes, ha creado un impedimento para que lleguen a la zona productos de primera necesidad.

Pintada de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia en el municipio de Puerto López, Meta. MARIO TORO QUINTERO
Pintada de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia en el municipio de Puerto López, en Meta. M. T. Q.

Comunidades violentadas

Los casos de violencia contra las comunidades firmantes de la paz abundan.

A finales de 2017, unas 100 personas se vieron obligadas a abandonar el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) La Variante, en el departamento de Nariño, uno de los centros poblaciones surgidos tras los acuerdos de paz para facilitar la reinserción de los exmilitantes de las FARC. Su nuevo destino fue la vereda El Diamante, en el departamento del Meta. Allí se establecieron en una Nueva Área de Reincorporación (NAR), crearon una cooperativa y trabajaron en proyectos productivos mientras construían procesos para su reincorporación a la vida civil. Casi tres años después, 20 excombatientes tuvieron que marcharse nuevamente debido a las amenazas constantes.

Una situación similar se presentó con el ETCR Urías Rondón, en el sur del Meta. En diciembre de 2021, anunciaron su salida del territorio con destino hacia El Doncello, en Caquetá, debido a las constantes presiones y amenazas de grupos armados. El detonante de su marcha fue la quema de cinco camionetas que ejercían labores de seguridad. La acción, atribuida a las disidencias de las extintas FARC, llevó a los líderes y lideresas de la comunidad a anunciar su desplazamiento en una caravana humanitaria para la que solicitaron el acompañamiento del Estado y de organismos internacionales. El acompañamiento nunca llegó, por lo que los pobladores del Urías Rondón tuvieron que salir por sus propios medios hacia el Caquetá. Su caravana fue atacada con ráfagas de fusil. Varios vehículos sufrieron impactos de bala y uno de los camiones acabó incinerado. A su llegada a El Doncello, se ubicaron en unas carpas de plástico poco ventiladas. El Gobierno colombiano se comprometió a facilitarles viviendas dignas, pero hoy la comunidad del Urías Rondón continúa en esas carpas.

Caseta desmantelada del ETCR Urías Rondón, en la vereda Playa Rica, Colombia. MARIO TORO QUINTERO
Caseta desmantelada del ETCR Urías Rondón, en la vereda Playa Rica. M. T. Q.
Restos del camión incinerado del ETCR Urías Rondón, Colombia. MARIO TORO QUINTERO
Restos de uno de los camiones incinerados del ETCR Urías Rondón. M. T. Q.
Comedor del ETCR Urías Rondón, Colombia, después de ser abandonado. MARIO TORO QUINTERO
Comedor del ETCR Urías Rondón después de ser abandonado. M. T. Q.
Hermídes, líder del ETCR Urías Rondón, en medio de las nuevas instalaciones, Colombia. MARIO TORO QUINTERO
Hermídes, líder del ETCR Urías Rondón, en el nuevo asentamiento de la comunidad en Caquetá. MARIO TORO QUINTERO

Otro episodio más reciente fue el sucedido en el ETCR Mariana Páez, también en el departamento del Meta, en el municipio de Mesetas. A mediados del pasado mes de marzo, esta comunidad recibió un ultimátum presuntamente por parte del Estado Mayor Central para salir del territorio en 30 días. Eso implicaba la movilización de 200 familias, unas 1.500 personas en total que se habían establecido allí tras la firma de los acuerdos de paz. El presidente Gustavo Petro se desplazó hasta el ETCR el 29 de marzo para abordar la situación y se acordó que, en un plazo máximo de mes y medio, el Gobierno garantizaría un nuevo terreno donde pudieran reubicarse que cumpliera con las condiciones necesarias para minimizar el impacto del desplazamiento. Era la primera vez que Petro visitaba un ETCR, y fue allí, en el Mariana Páez, donde se realizó la dejación de la última arma proveniente de las FARC. A pesar de esto, este ETCR ha tenido antecedentes de violencia. En 2019, ahí fue asesinado Alexander Parra; y un año más tarde, el hijo de una excombatiente.

Agentes de la Policía Nacional de Colombia, en el ETCR Mariana Páez. MARIO TORO QUINTERO
Agentes de la Policía Nacional de Colombia, en el ETCR Mariana Páez. M. T. Q.
Palomas blancas en una de las áreas comunes del ETCR Mariana Páez, Colombia. MARIO TORO QUINTERO
Palomas blancas en una de las áreas comunes del ETCR Mariana Páez. M. T. Q.
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, en el ETCR Mariana Páez, anunciando su apoyo a la paz. MARIO TORO QUINTERO
El presidente de Colombia, Gustavo Petro (centro), en el ETCR Mariana Páez, el pasado 29 de marzo. M. T. Q.

Obviamente, toda esta violencia tiene también reperscusiones a nivel individual.

Lo demuestra el caso de Rugelita Carupia, indígena emberá firmante de paz en 2016 y viuda de Luis Fernando Córdoba, excombatiente asesinado en el corregimiento de Guadalupe, en el Chocó. Rugelita, madre de dos hijos, tuvo que pedir un traslado y protección tras la muerte de su marido. Así llegó primero a Medellín, y luego al ETCR Jhon Bautista Peña de Anorí, en Antioquia. Allí vive con un esquema de seguridad asignado. Por situaciones similares pasan muchos de quienes firmaron la paz, decidieron vivir fuera de los ETCR y hacer sus vidas lejos de zonas rurales aisladas o en cabeceras veredales o municipales del país.

Rugelita y sus dos hijos, con una foto de Luis Fernando, firmante de paz asesinado en 2021 en Colombia. MARIO TORO QUINTERO
Rugelita y sus dos hijos, con una foto de Luis Fernando, asesinado en 2021. M. T. Q.

El reto de una paz estable

Ciertamente, en Colombia la paz ha sido constantemente afectada, truncada y debilitada desde diferentes flancos.

Ahora, el país atraviesa un momento clave en el que el Gobierno de Gustavo Petro buscar implementar nuevas dinámicas, buscando el diálogo con grupos armados como el ELN, el actor más revelante, con el que el pasado 9 de junio se alcanzó un acuerdo de cese al fuego bilateral por seis meses. En este proceso, el Gobierno espera un apoyo fuerte de la comunidad internacional, aunque el escenario es incierto: ni el ELN cuenta con el protagonismo en la agenda pública con el que contaron las FARC, ni su puntos de base para la negociación parecen muy viables.

En su búsqueda de una paz estable, el Gobierno afronta un reto mayúsculo: tiene que empezar a cumplir con los acuerdos firmados en 2016, brindar garantías y no hacer a un lado a quienes ya apostaron por la paz para buscar la paz con otros. Al final, deberá encontrar el equilibrio para manejar de forma paralela la construcción de diálogos con grupos armados activos, mientras satisface las expectativas de las miles de personas que llevan más de un lustro esperando garantías de seguridad, educación, desarrollo y dignidad.

Fotógrafo documental. Especialista en temas de conflicto, paz, reconciliación y memoria. Ha colaborado en medios como Bandalos Magazine y la agencia Long Visual Press.

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