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Mundos privados

En Argentina, la clase media más boyante vive en urbanizaciones cerradas, con golf y spa, y también colegios. ¿Qué se aprende entre esos muros?

Buenos Aires
Mundos privados. ALBERTO HERNÁNDEZ MEDINA

Concert. Family day. Sports. Booklet. Spring Break. Talent Show. Palabras, conceptos, eventos que se hicieron lugar en el lenguaje de un sector social que, hasta fines del siglo XX, mantuvo lejos de su diccionario cotidiano. Un sector social que es un país en sí mismo; con fronteras idiomáticas, culturales, aspiracionales, más identitarias por momentos que las variables económicas. Sí, no corras, estamos hablando de la clase media. Otra vez. Mejor dicho, de uno de los tantos meteoritos que se desprendieron de ese planeta inconmensurable, tan proclive al extractivismo de investigadores sociales y a enunciados homogeneizantes de cazadores de votos en campaña.

Un meteorito que se soltó del big bang económico, político y cultural, denominado neoliberalismo. Un meteorito ascendente, trepador, orgullosamente ganador, materializado en una nueva clase social, que supo reconstruir los marcos de sociabilidad con accesos diferenciados. Un meteorito cuyo nuevo horizonte aspiracional, incluye urbanizaciones cerradas y educación privada full time para su correlato sanguíneo. Un horizonte que en Argentina se vislumbra con la forma de un muro, que marca límites, que actualiza quiebres entre lo público y lo privado.

Bienvenido y bienvenida. Para entrar solo necesita mostrarme su documento de identidad y abrir el baúl de su auto. Gracias. Que tenga buen día.  

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El boom de las urbanizaciones privadas —iniciada en los setenta como casa de fin de semana— estalló en Argentina a partir de 1996. Los inmigrantes que abandonaron el centro de la ciudad para ir a sus márgenes fueron en su mayoría matrimonios jóvenes pertenecientes a sectores gerenciales y profesionales. Aterrizaron a su nueva vida con credenciales educativas, ingresos compartidos y, como dios manda, con hijos pequeños. Buscaban un mundo feliz sin rejas pero con muros, con el césped siempre recién cortado, con vigilantes que respondan a gerentes de recursos humanos en lugar de obedecer a comisarios de calle. Una vida similar al del best seller Las viudas de los jueves de la escritora Claudia Piñeiro, que, para ser justos, no siempre termina con yuppies flotando en una piscina limpia y cristalina. 

Los noventa, número manoseado, recurrente, aún indescifrable como el 108 de la serie Lost,  llevaron a una fractura social y dualización de las clases medias, que diluyó su mítica homogeneidad cultural. La socióloga Maristella Svampa fue una de las primeras investigadoras en explorar tales transformaciones urbanas y sociales. En su libro Los que ganaron. La vida en los countries y en los barrios privados, dice: En las nuevas comunidades cercadas, la exitosa clase media de servicios ahora solo se codea con los ricos globalizados. Desde allí comienza a ‘interiorizar’ la distancia social, desarrollando un creciente sentimiento de pertenencia y desdibujando los márgenes confusos de una culpa, como resabio de la antigua sociedad integrada. No olvidemos que sus hijos ahora solo comparten marcos de socialización con niños de clase alta. Así, mientras los colegios privados facilitan la llave de una reproducción social futura, los espacios comunes de la comunidad cercada contribuyen a ‘naturalizar’ la distancia social”.

En esta nueva estratificación contemporánea, además de la distinción con un sector excluido, hacia el interior de los incluidos se distingue entre elecciones de criterio exitosas —los ganadores—  y otras no exitosas —los perdedores—. El éxito, coincide con la posibilidad de construir estilos de vida proveyéndose de servicios privados cuya membresía es requerida. El no éxito sigue dependiendo del servicio público, en proporciones variadas: puede haber acceso a educación o atención médica privada, pero no tiene una cuota privada de Alumbrado, Barrido y Limpieza municipal, no tiene el médico del Club, tampoco espacio verde comunal privado, ni asfalto y seguridad privadas. Pertenecer, solo cuesta guita. Mucha guita. 

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Entre muros, los espacios de interacción se cierran, los vínculos fraternales solo existen entre exitosos, entre ganadores. La generación que decidió poblar estos terrenos tiene un historial de vida en la ciudad abierta que le permite distinguirse como clase, pero sin generar una ruptura total con su pasado. Al fin y al cabo, como decía el escritor William Goyen, el territorio, el aire que se respiró de pibe, el lenguaje de origen y la cultura local se llevan adheridas como una capa de piel.

Sin embargo, sus hijos —sin historia fuera de su mundo privado— tienen la ruptura incorporada. La interacción de los nacidos y criados en urbanizaciones cerradas y colegios privados solo es entre pares. Desayunan, juegan, estudian, se seducen con otros demasiado iguales a sí mismos. Los espacios de socialización que transitan no permiten el ingreso de lo diferente, cercan el encuentro con lo público y crean ficciones —hipermediatizadas— acerca de lo cercano desconocido. Estamos hablando de una generación de elegidos empujados a reproducir el éxito que los rodea. De pibes que arrancan en pole position para transformarse en la próxima élite empresarial (¿y política?). De nuevos recorridos sociales de la niñez, que generan la inquietud sobre qué representaciones construyen acerca de la vida pública y, sobre todo, de quienes viven afuera, de aquellos encerrados del otro lado del muro.

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Bourdieu considera que las grandes escuelas colocan a los jóvenes en recintos aislados. Las compara con espacios monásticos donde los chicos viven apartados, haciendo ejercicios espirituales, retirados del mundo, dedicados por completo a prepararse para las más “elevadas funciones”. Habla de una forma simbólica de “dejar fuera del juego” a los que no pueden ingresar, y subraya, a la vez, que su importancia se ve en su efecto fundamental: la manipulación de las aspiraciones.

Bourdieu no estaba pensando en los nacidos y criados en ámbitos privados, en los pibes con escolarización y vida privada todoterreno. Esta nueva generación de jóvenes, ¿qué pensará de un espacio tan ajeno como lo público? ¿Verán al hospital público como una tienda de campaña? ¿La escuela pública como un aguantadero? ¿La plaza como un campo de batalla? ¿El transporte público como un tour subsidiado por la Rocinha? ¿La política como una temporada de House of cards girando en loop? En épocas donde se demanda la solidaridad colectiva, ¿cómo responden ante los pedidos de políticos para que nos cuidemos entre todos y todas? En otras palabras, ¿qué entenderán por todos y todas?                       

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“De los 18 [estudiantes] que egresamos de bachiller el año pasado, ni uno se anotó en la UBA o en otra universidad pública”, dice Agustín, graduado de un colegio privado bilingüe, ubicado en la zona oeste de la provincia de Buenos Aires.

La elección de una universidad o de un terciario puede traducirse como la primera apuesta real de los jóvenes que, allanadas las condiciones materiales, deben focalizar misiles e inquietudes en su formación profesional. Hasta el momento, la opción por el territorio, obra social, colegio y aire-que-respiran había sido decisión casi exclusiva de sus familias. En cambio, una vez finalizado la escuela secundaria, en parte, aparecen las preferencias de primera mano que ponen en evidencia recorridos sociales y sus microficciones negativas acerca de lo público, de su burocracia, de sus tiempos gelatinosos. “La UBA es un quilombo, sos un número más, no tenés clases nunca, tardas mil años en recibirte y encima tenés que fumarte más bajadas de líneas que de contenidos”, agrega Agustín con convicción.

La interacción de los nacidos y criados en urbanizaciones cerradas y colegios privados solo es entre pares

Sin embargo, lo público es una montaña ineludible: si no vas a su encuentro, en algún lugar te está esperando. Una de las paradojas de ciertos colegios privados, es que varios integrantes de su plantel docente son egresados de universidades nacionales. Sea por un plus atractivo en el salario, por condiciones de trabajo o por otras particularidades, dentro de las aulas cercadas conviven dos formaciones, dos cosmovisiones que a priori —muy a priori— se reconocen como opuestas. David Aguirre, docente universitario, subcoordinador en el Centro Universitario de Devoto y profesor de economía política en el Colegio del Pilar, señala que la indiferencia por lo público no llega a ser un obstáculo para el trabajo áulico. Y aclara, “si bien la visión que tienen los chicos del Estado es débil, ante el estímulo muestran interés, se vinculan, participan, preguntan. Sobre todo, les llama la atención cuando relacionamos contextos sociales con procesos económicos. Ahí algo se mueve, algo de sus estructuras familiares, de sus modelos mentales, que es, claro, el lugar que más me gusta trabajar.” 

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El interés, el deseo de conocimiento, la curiosidad por lo lejano-cercano no significa que mute en una elección a futuro. En palabras de una docente, que pide que no expongamos su nombre, “la mirada de los estudiantes hacia lo público es más cercana a la del turista que a la del conciudadano que comparte un tiempo y espacio”. Y cuenta que, en una salida didáctica al Museo Nacional de Bellas Artes, los chicos “se sacaban fotos en la calle, en los puentes, como si estuviesen en el Brooklyn Bridge”.

Esta mirada y modo de poner el cuerpo en el espacio público, asociada a la figura del turista, se complementa con un desprecio heredado hacia los servicios que brinda el Estado. Según Patricia Costa, docente del Profesorado de Ciencias Jurídicas en la UBA y profesora de la escuela Brick Towers, “los chicos tienden a generalizar la idea de que cualquier ámbito público tiene las mismas características o falencias que la educación pública (la toman como referente por ser lo más cercano a su entorno próximo) aunque no hayan interactuado con las instituciones. Según la visión de ellos, el Estado debe encargarse de darle buenos servicios a la sociedad”.

Lo que queda boyando en el charco de las buenas intenciones es qué entienden —los nacidos y criados en ámbitos privados— por “buenos servicios” brindados por el Estado.

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Las demandas que más reclaman, o aquello de lo que el Estado se debe encargar, como si fuese un empleado o un padre ausente, son estéticas, civiles y comerciales. Es decir, según su recorte, el Estado se debe encargar de embellecer las ciudades, de limpiarlas, de garantizar la seguridad, la salud pública y la libre circulación de las personas. Y, en particular, de acompañar el crecimiento económico de los “emprendedores que quieren superarse”.

La existencia y las funciones del Estado no son negadas. Les adjudican un rol, le piden un accionar activo: subrayan una importancia selectiva de áreas y temas de los cuales debe ocuparse. Una selección que en la actualidad perciben ajena, lejos de sus intereses. En palabras de Costa, “ven al Estado [nacional] que interviene fijando prioridades en las que la mayoría no se identifica. Por ejemplo, la asignación universal por hijo, el acercamiento de computadoras personales, el proteccionismo y otras cuestiones de esa índole”.

El vínculo con lo público para los nacidos y criados en ámbitos privados tiene la fragilidad de las rupturas, de las pérdidas. En su cotidianidad pareciera haber quedado relegado a ser, en lo concreto, un lugar de tránsito y, en abstracto, un volquete para depositar quejas, reclamos, despechos.

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Cuando el Estado nacional anunció en Argentina la suspensión de las clases presenciales como una medida de protección para frenar la circulación de la covid-19, varias instituciones privadas y grupos familiares presentaron un recurso judicial para desobedecer el decreto presidencial. En paralelo al discurso consensuado en la primera etapa de la pandemia, que hablaba del cuidado colectivo para protegernos entre todas y todos, la voz de este sector se declaró en rebeldía. A modo de protesta, realizaron sentadas, abrazos a los edificios de las escuelas, cacerolazos y, también, lograron viralizar el hashtag #queremovolveralaescuela. Así la presencialidad en las escuelas, por empuje mediático y visiones sectorizadas, se volvió un botín que tuvo a los representantes de las cámaras de escuelas privadas como referentes.

La tensión entre las vidas exclusivamente privadas y las vidas atravesadas por lo público y lo privado se puso en juego durante la pandemia. Mundos que habitan un mismo mundo, que eclosionan al tocarse. Ante la crisis colectiva, la pregunta sigue siendo si en sociedades complejas como las nuestras, vamos a salir iguales, peores o mejores de este acontecimiento internacional. Con el horizonte de la vacunación a mediano plazo, la pregunta aún continúa abierta. El dilema barthesiano sigue siendo ¿cómo vivir juntos?

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.