Darín y el melodrama argentino

Una figura que incomoda al poder porque no grita ni milita. El actor se convierte en blanco del gobierno de Milei por una docena de empanadas.

Ricardo Darín volvió a expresar su inquietud por la crisis social en Argentina. MAURO RICO
Ricardo Darín volvió a expresar su inquietud por la crisis social en Argentina. MAURO RICO

Hace algo más de un mes, durante una tarde de comienzos de abril, nos encontramos con Ricardo Darín en un café del barrio de Palermo, centro de Buenos Aires. La excusa de la cita era charlar sobre el lanzamiento de “El Eternauta”, la super producción que Netflix lanzaría a nivel mundial pocas semanas después. Era un día agradable, y Darín llegó caminando desde su casa, ubicada a cuatro cuadras del lugar. Palermo en abril ofrece algunas de las mejores postales anuales de la ciudad: las hojas ocres comienzan a caer de los fresnos centenarios, la temperatura se estabiliza alrededor de los 20 grados, la atmósfera se tiñe de naranja crepuscular y las veredas se pueblan de hipsters, viejos vecinos y los pocos turistas que el peso por las nubes de la era Milei permite llegar.

La conversación fue apasionante, larga, plagada de anécdotas y recuerdos, pero hubo dos cosas que me llamaron la atención. Tratándose del actor, no me extrañaron ni su calidez ni su amabilidad, porque eso es parte de su magnetismo y encanto. Tampoco su energía o su claridad para desentrañar sensaciones, porque con eso también ha edificado su prestigio. Lo primero que me llamó la atención fue el hecho de que, durante las más de dos horas de charla que tuvimos, nadie nos haya interrumpido, siendo que el lugar estaba casi colmado. No hubo un solo pedido de fotos, no hubo una sola palabra de saludo, no hubo ni siquiera un comentario lanzado al azar. Me pareció extraño: no es que Darín levantase una especie de barrera simbólica alrededor suyo, no es que sea un sujeto elusivo que con su gesto adusto disuada o desarticule su evidente conexión con el público -al fin y al cabo, tratándose de Darín, toda la gente es su público-, sino que pareciera suceder algo más, pareciera pasar que el respeto que despierta, cercano a la veneración, inhibe o contiene a las personas del entorno. Darín es querido, pero es mucho más admirado y respetado.

Lo segundo llamativo fue que durante la charla, pese a que abordamos el tema de la crítica situación económico-social -en 2024 el PBI argentino tuvo una caída del 2%-, observé que Darín cuidó sus palabras, que las midió, que trató de no decir nada fuera de lugar. Dijo estar preocupado porque parecía que nadie notaba la crisis y que desde el gobierno demandaba sacrificio y demás, sin dar nada a cambio. Contó, a continuación, que le dolía ver a tanta gente revolviendo basura en la calle, o ser testigo de cómo los jubilados cuentan los billetes para poder comprar remedios en la farmacia. Aun así, nunca nombró a Javier Milei, tampoco a sus ministros o a alguna figura importante. Cuando parecía embalarse, se detenía y me decía: “No me hagas engranar, sabés cómo termino…”, y arrancaba para otro lado. De forma elíptica, estaba pidiendo que lo cuidase. Había un antecedente preciso. Había una “cicatriz” entre nosotros.

Tres semanas más tarde, invitado al programa de almuerzos que desde el siglo pasado conduce la legendaria Mirtha Legrand, acaso aburrido de haberse cuidado en las decenas de entrevistas que dio durante todo el mes de mayo, tal vez fatigado de que desde el gobierno continuaran exaltando sus supuestos logros económicos pese a que los sueldos permanezcan por el piso y que el consumo continuase hundido, el protagonista de “Historias salvajes” esta vez no se calló. Consultado por Legrand sobre cómo veía el país respondió de manera irónica: “¡Fantástico! ¡fantástico!”, para luego atacar el punto más delicado, la tierra más blanda del corazón blando del gobierno de Milei: el precio de las cosas. Si hay algo por lo que puede jactarse la caótica y trepidante experiencia libertaria, si hay algo por lo que conserva alrededor de un 35 por ciento de apoyo en el electorado, es por haber reducido la inflación. La llevó a un 2,8 mensual, según la última estimación. Claro que esa parece una medición ad hoc, porque para calcularla se utiliza una metodología anacrónica. Acaso sabiendo eso, Darín profundizó: “No entiendo nada… Una docena de empanadas vale cuarenta y ocho mil pesos…” y acercándose a la casi centenaria humanidad de Legrand repitió acentuando las palabras: “¡Cuarenta y ocho mil pesos!”.

 

Acorde a estos tiempos, no bien terminó de pronunciar la frase comenzó en las redes sociales una conversación que se prolongaría luego a los medios tradicionales por varios días, y que tuvo a Darín como blanco del ataque libertario. Se lanzaron sobre él no solo los trolls pagados con dinero público, cegados insectos virtuales como los cascarudos de “El Eternauta”, sino también los periodistas ultras del gobierno -algunos abdicaron de todo tipo de escrúpulos y comieron empanadas al aire-, y varios encumbrados funcionarios. Invitado a LN+, especie de House organ oficial, el ministro de Economía Luis Caputo dijo, con tono jactancioso y sobrador, que “Ricardito” le daba “vergüenza ajena”, porque se hacía “el nacional y popular”. Agregó que las empanadas no valían eso.

Es cierto, las empanadas pueden no valer eso: pueden valer más o pueden valer menos, siempre dependiendo del negocio que las venda. Pero sucedía otra cosa. Sucedía que Darín había pegado allí donde el gobierno cree que es de acero pero que en rigor es de cristal: en el hecho de que la plata no alcanza. Por eso se desató ese ataque coordinado, por eso Milei no dudó en retuitear los memes que se burlaban de Darín o los mensajes que lo denostaban. Que un actor popular, querido, respetado y que, además, sea difícil de etiquetar como kirchnerista, saliera a la superficie a señalar algo que, por otro lado, es notorio -como apuntar al elefante del cuarto-, crispó los nervios de un gobierno que vive en estado de crispación permanente. Un gobierno que se desborda cuando le impugnan la narrativa exitosa que vocifera.

Y allí ocurrió otro hecho inesperado, que no hizo más que reforzar la idea de que lo que dijo Darín en el programa de los almuerzos había sido meditado. “Sorprendido” por un motero en plena calle -algo que no sucede muy a menudo-, el actor le respondió a Caputo, pero lo hizo sin sucumbir ante el altar de la crueldad sino señalando que las empanadas eran un detalle, que lo cierto es que el dinero no alcanza y que el hecho de que Caputo lo haya llamado “Ricardito” debía considerarse una falta de respeto. “Además, me llamó algo que no soy”, completó. Se refería, claro, al mote de “nacional y popular”, asociado inevitablemente con el peronismo.

 

__

La primera vez que fui a la casa de Darín para hacerle una nota -hace unos 18 años- me sorprendió una pintada sobre un paredón que había enfrente de su puerta: “Gracias Ricardo Darín por ayudar al pueblo wichi”. Era extraña esa forma de gratitud pero más extraño su contenido, porque nunca hasta allí podía haber asociado a Darín con esa comunidad. Cuando se lo consulté no quiso detenerse demasiado en el asunto. Luego me enteraría que por aquel tiempo ofrecía su auxilio en Red Solidaria, una asociación de ayuda liderada por Juan Carr. Para entonces, Darín ya se había convertido en un icono de la actuación con notables performances en películas como “Nueve Reinas” o “El Aura”, trabajos que además de mayor popularidad le abrieron las puertas de la consideración internacional. Esos roles, también, lo completaron dentro del ambiente, es decir, hicieron que saliera del a veces resbaladizo lugar de actor simpático y entretenedor -por sus roles en “El hijo de la novia” o “Luna de Avellaneda”, por caso- para convertirse en un actor de carácter, alguien que aseguraba éxito y calidad sin importar el género que filmase. En simultáneo a eso, en simultáneo a consolidarse como un estandarte de la cultura popular vernácula, Darín fue profundizando, sobre todo a partir de la crisis casi terminal del 2001, un pliegue de profunda empatía social, una permanente preocupación por los avatares del país, por las asimetrías sociales, por los que no la pasan bien, por la sempiterna y amarga sensación de vivir en un país que tiene todo para brillar pero que se enreda en el lodo de sus propias taras.

Así como no era un actor de método, así como no se mostraba ni aspiraba a ser un afectado integrante de la elite cultural, tampoco se exhibía como un sujeto con veleidades de estrella, como un artista alejado del mundanal ruido, ese afuera al que muchos de los de su estirpe consideran un lugar vulgar o aburrido. Sí, es cierto, había sido pareja de Susana Giménez -el arquetipo de la diva, rubia y despistada- allá en la década del 80, pero ya a partir de los años 90 comenzó a despuntar un él una conciencia social que nunca más abandonaría.

Pasaron los años, pasaron las entrevistas.

En diciembre de 2012 nos juntamos a charlar en un viejo bodegón de Palermo, tan viejo que ya no existe más. Hablamos de su padre, un actor y poeta que abrazó la bohemia de los años 60 y 70 de Buenos Aires, que murió como vivió: austero, ejemplar, apasionadamente anónimo. Era un mediodía de una lluvia apocalíptica y esa vez estábamos solos en el lugar. Hablamos de la que era su última película, “Séptimo”, en la que había tenido un papel con mucha demanda física. Aquel también era un país crispado, casi nunca no lo es. Conversamos sobre la realidad de ese entonces, que comparada con lo que vino después era el paraíso: ese año, pese a la crisis internacional, el país había crecido un 2 por ciento y al año siguiente lo haría todavía por un índice mayor. Señaló la desazón que le causaba el nivel de intensidad en los fervores de aquel entonces, fervores que escondían el mismo y furioso antagonismo de siempre: peronismo-antiperonismo, tirándose de todo. Fue allí que mencionó, casi al pasar, que no le parecía de buen gusto que Cristina Fernández de Kirchner, la presidenta, luciera carteras de alta gama. Para él, que había tenido como ejemplo a ese padre franciscano (cuando Darín fue a desarmar el departamento de su padre recién fallecido, se encontró con que tenía un saco y dos pares de zapatos como toda pertenencia), cualquier lujo era innecesario, y según su credo, en un país con altas tasas de pobreza, un funcionario no debía ostentar.

El reportaje salió en la revista Brando a los pocos días y con ella se desató un pandemonio. La levantó el diario Clarín -factótum mediático del combate al gobierno peronista-, que le dedicó toda su página 3 de la sección Política, haciendo hincapié, claro, en las declaraciones del actor sobre las carteras de CFK. Al unísono, radios, canales y otros medios también críticos de la presidenta Kirchner se hicieron eco de esa declaración, lo que determinó que, de inmediato, desde el gobierno le respondieran. Se armó una batalla. Se sabe que en esos fragores no descuellan ni el apego a la verdad ni el buen gusto. La Presidenta le dedicó un mensaje largo en su portal de Facebook, criticándolo, y el aparato mediático oficial, encabezado por el programa 678 de la Televisión Pública, lanzó un ataque sistemático que duró varios días. El affaire de las carteras se convirtió en el gran tema nacional. La sensación era que todo el mundo estaba hablando del asunto. Darín la pasó mal. “Me están pegando fulero”, me dijo en un mensaje. Más que golpeado, estaba abrumado, inerme. Al hombre que querían todos lo estaba señalando por primera vez una buena porción de la opinión pública. Desconsolado, se recluyó por un tiempo largo en la casa de un amigo empresario en la costa uruguaya. Después de eso, después de quedar en el ojo del huracán y salir esquilmado, prácticamente no volvió a hablar con nombre y apellido de los políticos. Hasta este otoño.

__

Doce años después, a excepción del recreo que significó el título de fútbol conseguido en Qatar, la situación en la Argentina no ha mejorado en ningún aspecto. Al contrario, una sucesión de malas administraciones -gobiernos de Mauricio Macri y Alberto Fernández- llevó a la clase política al descrédito y a la ciudadanía a la necesidad de descubrir una esperanza en donde sea. La encontró en Javier Milei, un anarcocapitalista extravagante que se inició como panelista de TV -sobre todo de programas tipo talk shows- y que impensadamente llegó a la Casa Rosada empuñando una motosierra, símbolo del ajuste económico que, según su credo, el país necesitaba hacer en casi todos los estamentos estatales. Un año y medio más tarde, en su furiosa cabalgata para dinamintar y estigmatizar todo lo que representa el estado y la ideología woke, el gobierno de Milei se ha ganado como enemigos a los jubilados, los científicos, los universitarios públicos y los colectivos feministas -incluida Lali Espósito- y LGTB+.

Eso era hasta la semana pasada. Desde entonces, también apiló en el bando contrario a los periodistas -“No los odiamos lo suficiente”, dijo- y Darín, el gran actor argentino.

Fiel a su costumbre de acelerar en las curvas, el viernes 30 Milei atizó la hoguera del descrédito: “Ricardito hablando de las empanadas se quiso hacer el nacional y popular y terminó quedando como un ignorante y un operador berreta”, disparó. El insulto y la demolición pública son parte del ADN de Milei y de sus fans-seguidores. Lo practican con una desmesura que provoca estupor. Lo sabe muy bien Darín, que sintió en la piel todo esa inquina desatada. Esta última vez decidió no responderle al presidente, sino refugiarse en lo que mejor hace y en lo que lo ha llevado al paraíso, la actuación. Por estas horas, filma en Buenos Aires una película junto al actor Diego Peretti. Darín interpreta a un psicoanalista. Un clásico melodrama argentino.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

Lo más leído
Newsletter Coolt

¡Suscríbete a nuestra 'newsletter'!

Recibe nuestros contenidos y entra a formar parte de una comunidad global.

coolt.com

Destacados