Ciudad Juárez y El Paso: espejo y ventana en la frontera

Viaje por el pasado y presente de dos ciudades gemelas separadas por un río, un muro y diferencias abismales.

Postal de Ciudad Juárez, México, lugar que comparte frontera con El Paso, Estados Unidos. E.C.
Postal de Ciudad Juárez, México, lugar que comparte frontera con El Paso, Estados Unidos. E.C.

Es sábado, son las nueve de la noche y estoy sentada con Bernardo, un colega de la UTEP, en una mesa en la terraza del restaurante La Feria, a solo un par de calles del Puente Internacional Paso del Norte en Ciudad Juárez. Uno de los tres cruces fronterizos que unen esta ciudad del estado mexicano de Chihuahua con El Paso, Texas. Un puente que une, además, la avenida Benito Juárez, en el lado de México, con El Paso Street, en el lado de Estados Unidos. Calles que configuran una arteria entre ambos municipios y una de las áreas metropolitanas de frontera más grande del mundo. Dos ciudades que, en un pasado no tan lejano, eran solo una. 

Adentro del restaurante suena a toda pastilla ‘No tengo dinero’, himno legendario de Juan Gabriel, michoacano de nacimiento, pero juarense por adopción. No puedo dejar de tararearla mientras un viento arenoso nos nubla la vista a mí y al continuo tránsito de personas, adultos y niños, que piden limosna desde el otro lado de una verja de cemento de un metro decorada con plantas locales. A pesar de su corta altura, esta es solo una más de las tantas barreras físicas y culturales que cruzan Ciudad Juárez configurando un mapa de cicatrices, de escarificaciones que se acumularon en las últimas décadas.

Una historia más o menos reciente que comenzó a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado con la relocalización del capital norteamericano y la acelerada industrialización fomentada por instalación de las maquiladoras en la frontera entre los Estados Unidos y México. El concepto maquila viene de la herencia colonial y hacía referencia al préstamo de un molino para procesar trigo ajeno. En la actualidad, se refiere a los miles de talleres fabriles de empresas tercerizadas que sobre todo se dedican a montar partes de productos de empresas estadounidenses, coreanas, chinas y, en un menor número, mexicanas, aprovechando el beneficio de las exenciones fiscales. Un proceso económico que desde siempre benefició unilateralmente al capital norteamericano y que cambió para siempre a la que alguna vez fue la tranquila y pintoresca Villa Paso del Norte.

Un lugar que, mucho antes de su omnipresencia en los titulares de la crónica roja de todo el mundo debido a la serie de feminicidios impunes, fue famoso por ser la alternativa a Las Vegas. Mejor dicho, lo opuesto a Sin City: luego de casarse impulsivamente, celebrities como Marilyn Monroe o Liz Taylor desfilaban por el registro civil de Juárez para firmar sus divorcios. También cuenta la leyenda que Hemingway bebía en uno de sus bares, y que el cantante Jim Morrison, en su período de vagabundo, vivió por sus calles. Más allá de los periplos de las celebridades, la ciudad también destaca por su pasado histórico. Villa Paso del Norte acogió al primer presidente aborigen de México, Benito Juárez (de quien la ciudad toma su nombre actual, establecido en 1885, después de que Estados Unidos absorbiera la margen norte del Río Bravo y la rebautizara como “El Paso”), así como a Francisco Madero, el ideólogo y líder de la Revolución Mexicana, quien se escondía cerca de la frontera para poder escapar de sus perseguidores. 

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El Puente Internacional Córdova de las Américas, que conecta El Paso y Ciudad Juárez. US CUSTOMS AND BORDERS PROTECTION
El Puente Internacional Córdova de las Américas, que conecta El Paso y Ciudad Juárez. US CUSTOMS AND BORDERS PROTECTION

Bernardo y yo cruzamos el Puente Internacional Córdova de las Américas a bordo de un sedán de color negro y entramos a Ciudad Juárez. Conduciendo por la avenida Heroico Colegio Militar, pasamos por delante del parque de El Chamizal. En ese momento, la historia del pasado y el presente de estas dos ciudades, unidas en su origen pero sometidas a las arbitrariedades de la geopolítica estadounidense, comienza a fluir como el caudal del río que las separa: el Río Grande para los estadounidenses, el Río Bravo para los mexicanos. El Chamizal, área de protección forestal transnacional, fue motivo de un litigio constante entre ambos países durante décadas, ya que, con las crecidas del río, los terrenos que originalmente estaban en el lado mexicano acabaron bajo dominio estadounidense. El conflicto se resolvió en 1963, cuando el Gobierno de John Fitzgerald Kennedy acordó devolver el parque a México. Según la abuela de Bernardo, ese fue el motivo por el que acabaron asesinando al presidente estadounidense.

Cruzamos El Chamizal y comienzo a encontrarme con monumentos olvidados y anécdotas que desvían la avenida Heroico Colegio Militar hacia otros paisajes mentales más cercanos a la memoria sentimental. Como, por ejemplo, El Punto, un gran púlpito de cemento con una escultura del Papa Francisco que recuerda la visita del pontífice a Ciudad Juárez en 2019. Junto a las ruinas de ese púlpito avanzan kilómetros y kilómetros de desierto. Impactante e infinita, la superficie desolada es interrumpida por algún que otro altísimo edificio que se levanta en medio de la planicie. Un compatriota del Papa Francisco, Diego Armando Maradona, estuvo por acá en 2018, me cuenta mi guía. Seguramente, el futbolista cantó y bailó en la terraza de uno de esos edificios de lujo de esta ciudad que ahora es centro internacional de redistribución de cocaína y territorio en disputa de la sangrienta guerra de los cárteles. No fue así siempre. Antes de ser separadas en el siglo XIX a causa de la intervención estadounidense en la que México perdió más de la mitad de su territorio y hasta la década de los noventa, Juárez y El Paso estaban comunicadas como si fueran dos barrios contiguos. A partir de la presidencia de George W. Bush, tras el atentado a las Torres Gemelas, los controles fronterizos aumentaron. Y, con la gestión de Trump, la zona se puso de nuevo en boca del todo el mundo por las razones equivocadas.

Una sensación de espejo invertido me interpela mientras circulamos a toda pastilla por otra avenida principal de Ciudad Juárez, el bulevar Ingeniero Bernardo Norzagaray, también conocido como la carretera de Anapra. Muchas veces he contemplado este paisaje, pero desde el lado opuesto del Río Bravo. Desde mi desangelado porche en la casa que alquilo en una de las colinas del coqueto barrio de Sunset Heights, uno de los distritos históricos más antiguos de El Paso. El barrio es patrimonio histórico de la ciudad, porque allí fue donde se instalaron las familias pudientes que huyeron de Chihuahua luego de la Revolución Mexicana. De hecho, una de sus avenidas principales se llama Porfirio Díaz, por el dictador que depuso la Revolución Mexicana, un personaje que no tiene calles designadas en su honor en su país natal. Una vez más, los ecos del pasado se repiten en la agenda del presente.

Ahora estoy del otro lado de ese espejismo de consumo energético desaforado, casas con tejado a dos aguas, amplios porches y jeeps enormes aparcados en las puertas. Ahora estoy del otro lado de mi ventana habitual. Del otro lado del espejo. En un paisaje cotidiano alterado por la frase “Cdad Juárez, la Biblia es la verdad. Leéla”. Ese grafiti monumental en una ladera de Sierra de Juárez, que puede verse casi desde cualquier punto de ambas ciudades, es un síntoma del poder fáctico de la Iglesia evangelista en el norte de México. Con Bernardo seguimos circulando por el bulevar Ingeniero Bernardo Norzagaray. A nuestra izquierda se extienden las viviendas precarias, las chabolas y una sucesión infinita de talleres mecánicos que arreglan ruedas “ponchadas” y compran carros “yonqueados”. Es la carretera gemela a Paisano Drive en El Paso. Como líneas paralelas de la palma de una misma mano, ambas delinean el destino de cada ciudad. Juárez y El Paso a cada lado. Espejo y ventana del pasado y del presente. Dos ciudades gemelas, pero con diferencias abismales entre ambas.

Calle con comercios en Ciudad Juárez, México. FLICKR/ASTRID BUSSINK CC BY 2.0
Calle con comercios en Ciudad Juárez, México. FLICKR/ASTRID BUSSINK CC BY 2.0

Del otro lado de la avenida, casi a la orilla del Río Bravo, varios chiringuitos ofrecen comida. Un par de familias transitan por la vera del río. Algunos niños juegan metidos hasta las rodillas. No están intentando cruzar. No son inmigrantes ilegales. Solo son juarenses disfrutando de la tarde de un sábado en familia. Me sorprende, porque en El Paso nadie circula por la calle. Y mucho menos por el río. Una escena familiar así sería impensable del otro lado del Río Grande.

Hacia el este, la carretera de Anapra se abre en dos como la lengua de una víbora frente a el monumento al Nuevo Ciudadano, aunque popularmente se lo conozca como “Monumento al Cigarro”. Porque eso es lo que parece esa escultura con forma de cilindro vertical de cemento color camel que se levanta sobre el paisaje. En 2007 hubo una manifestación local para cambiar su apariencia. Y también desde la UTEP, al otro lado del río, propusieron donar dinero para evitar que los estudiantes observaran esa involuntaria apología del tabaquismo desde el parking universitario.

Un embotellamiento en el desvío que sigue paralelo a la frontera en la zona donde el río se curva nos detiene. Hoy no vamos a poder ver El Muro. Esa frontera de metal, alambre de púa, y control policial permanente que se extiende a lo largo de Nuevo México, Arizona y California, hasta llegar al Pacífico. Sin embargo, Bernardo toma otro desvío y sigue conduciendo durante unos diez minutos por el llamado el Periférico Camino Real, que recorre, literalmente, gran parte de la periferia de Ciudad Juárez. Bernardo me quiere enseñar un mirador. Me he quedado callada. De repente, recuerdo que estoy en las afueras desoladas de una de las ciudades más violenta del mundo. ¿Qué pasaría si se nos pinchara una rueda? Bernardo, nacido en El Paso pero con familia en Juárez y orgulloso transfronterizo, me responde, asertivo, que él la cambiaría y listo.

Pienso en las familias al borde el río, saboreando elotes con despreocupación. Simplemente viviendo. Sin mi neurosis paranoica alimentada por la infoxicación mediática. Antes de llegar al mirador al final de la autopista, le pido a Bernardo que gire por algún desvío y que volvamos a Juárez. La desolación del desierto se ha instalado en mi cabeza como una neblina mental parecida al pánico. “Quiero volver a la zona de bares cercana al puente”, le digo. Donde hace dos fines de semana, unas amigas de UTEP brindaron a mi salud en el Club Kentucky. Inaugurado en los años veinte, cuando la ciudad era famosa por su vida nocturna y las celebrities circulaban despreocupadas por sus calles, dicen que ese mítico bar dio origen al margarita, el famoso cóctel mexicano.

Cuando llegamos hasta la puerta del Kentucky, el sonido estridente, el reflejo decadente del neón y una cola de gente de la que me distancia por lo menos dos generaciones, ponen a raya mi ingenuidad de turista medio güera, medio latina, medio afiebrada, con la garganta adolorida, entre el viento que no para y las ganas de tomarme un margarita para procesar todo lo que Bernardo me ha mostrado y contado durante las últimas horas. Los margaritas no llegarán aún, pero sí el recuerdo a través de las canciones.

Suena Juan Gabriel, considerado un héroe local, tanto por juarenses como por paseños. Su casa está a un par de manzanas de aquí. Aunque murió un sábado en su residencia de Los Ángeles hace más de diez años, Bernardo me explica que Juanga iba a tocar en Juárez, su hometown, al domingo siguiente. Dicen que la madre del cantante vino desde Michoacán y trabajó como empleada doméstica en las casas de los ricos de Juárez. Cuando a su hijo le llegó el éxito, él compró una de las casas donde su madre trabajaba y la hizo su hogar. Todavía se puede pasar por el frente de la fastuosa mansión protegida por rejas blancas, en Partido Romero, una de las colonias céntricas de Ciudad Juárez.

Junto a la memoria omnipresente de uno de los cantantes de boleros más populares de Hispanoamérica, otros dos monumentos en Ciudad Juárez recuerdan al actor Germán Valdés, popularmente conocido Tin Tán, el Cantinflas del norte de México. Tal como me contó Bernardo, el padre de Valdés trabajaba en la Aduana. Eso llevó a la familia a vivir por varios lugares del país, hasta establecerse en Juárez, donde el comediante desarrolló la picardía del norteño que se busca la vida en la frontera. Los dos monumentos que Tin Tán tiene en su ciudad de adopción (uno en la plaza de Armas, otro en el Mercado de Juárez) lo muestran vestido con el uniforme de los pachucos, la subcultura adoptada a partir de los años treinta por los jóvenes mexicanos como forma de resistencia del racismo estadounidense. El término pachuco proviene de “El Chuco”, denominación regional que se le daba a El Paso, y se dice que deriva de la expresión “Los que van pa´l Chuco”. Es decir, los que van a El Paso. Su manifestación más visible sería la vestimenta: trajes holgados, zapatos bicolor y sombreros de ala ancha. Un estilo que acabaría alcanzando a algunas comunidades de afroamericanos de la Costa Este.

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Vista panorámica de Ciudad Juárez. FLICKR/BILL MORROW CC BY 2.0
Vista panorámica de Ciudad Juárez. FLICKR/BILL MORROW CC BY 2.0

Con Bernardo, ya vamos por la quinta o la sexta Tecate Light y la segunda ronda de tacos “carnitas”. Estamos sentados en una mesa afuera del restaurante La Feria, mientras ‘Las mañanitas’ no paran de sonar a todo trapo desde los altavoces. A cada rato, un grupo de camareros se acerca a alguna de las mesas con una piñata para homenajear a alguien de la clientela que cumple años. Otro camarero nos insiste con que probemos una especialidad de la casa que sirve en un cantarito de arcilla. Recita detrás de su mascarilla de tela los ingredientes, pero solo llego a escuchar tequila, limón y tamarindo. Le decimos que no varias veces mientras intento leer la cara de Bernardo, porque él es quien conducirá a través del puente, en nuestro retorno a El Paso.

Aunque intento simularlo tras ese momento pasajero de relajación muscular que me han inducido las Tecate sucesivas, estoy nerviosa. Es la primera vez que voy a cruzar por tierra la frontera desde México hacia Estados Unidos. Temo que me sometan a uno de esos infames interrogatorios. Lo recreo en mi imaginación, alimentada por los testimonios de varios conocidos: una entrevista en una oficina sin ventanas ni luz natural, donde “la migra” te hace preguntas tramposas intentando provocar una excusa para mandarte de vuelta por donde viniste. 

Pero no es así. Tan solo 40 minutos esperando en la cola de coches después de dejar el bullicio del restaurante atrás, un militar joven interrumpe la versión de ‘Lágrimas negras’ de Astrid Hadad que suena en el coche para preguntarme con cara de sueño si siempre llevo conmigo mi I-94 (el papel que prueba el ingreso por aire a Estados Unidos). Y acto seguido sella y fecha el ingreso en una de las páginas vírgenes de mi pasaporte. Segundos después, yo guardo mis papeles en un sobre plástico como si fueran la última lata de atún en el Apocalipsis, y Bernardo acelera dejando atrás el puesto de la policía fronteriza. En ese momento, algo se desbloquea en mi tránsito intestinal. Y respiro de nuevo.

Ya hemos cruzado. Al frente de nosotros, la estrella configurada por llamativas luces rojas resplandece sobre una ladera de las Franklin Mountains. Representa el Sol. La estrella más luminosa. Sun City. Ese era uno de los nombres con que los mexicanoamericanos querían bautizar a El Paso después de la separación de México. La misma estrella que encandila a los ciudadanos de ambas fronteras durante más de 300 días al año. El Paso-Juárez, ciudades gemelas, en una paradójica relación de espejo invertido de todas las contradicciones de la relación de México y Estados Unidos: la ventana a mundos diferentes pero unidos por el hilo umbilical de la historia.

Escritora. Colaboradora de medios como El País, Letras Libres y El Mundo, entre otros. Autora del libro de poemas Este es el momento exacto en que el tiempo empieza a correr (2015), el libro de relatos Constelaciones familiares (2020), el ensayo Érase otra vez. Cuentos de hadas contemporáneos (2021) y las novela La puerta del cielo (2018) y Hemoderivadas (2022).

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