Palito Ortega: sabor a todo

El artista argentino, uno de los mayores hacedores de canciones del mundo hispano, habla de sus éxitos y fracasos: “A mí me decían el Rey. ¿Rey de qué?”.

El cantante argentino Palito Ortega. SONY MUSIC
El cantante argentino Palito Ortega. SONY MUSIC

“La primera vez que Palito enfrentó a un fotógrafo —contó Leo Vanés, su exagente de prensa— no hubo manera de hacerlo sonreír. Utilizamos el viejo recurso de los ingleses, enseñándole a pronunciar la palabra cheese, pero ni así vimos dibujarse una sonrisa aceptable en la cara. Entonces pensé que lo mejor era exhibirlo tal como era, con su gesto triste y medio de desamparo. Al ver las primeras placas, me di cuenta de que no hacía falta nada más. Quedaban mejor las cosas con su languidez que con su falsa expresión de alegría”.

En el momento en que Vanés, unos de sus tempranos promotores, relató aquel episodio, Ramón Bautista “Palito” Ortega tenía 23 años y ya era un ídolo de masas. Sorprendidos ante su arrasador éxito, los medios y parte de la opinión pública se asombraban de que las chicas aullaran por él, y se preguntaban cuál era su gracia o su talento irresistible, habida cuenta de su sobrio vestuario, su seriedad de monaguillo o las austeras trepanaciones de su voz. Por entonces, de acuerdo a un artículo de marzo de 1964 de la revista Confirmado, sin firma pero adjudicado al periodista Enrique Raab, Ortega, producto de su precipitada tarea laboral, dormía entre tres y cuatro horas por día, ganaba unos 650.000 pesos mensuales (unos 5.000 dólares de entonces, cerca de 35.000 actuales) y, solo en esa semana, había aparecido en la portada de dos revistas de tirada nacional. Su figura, una paradójica síntesis de rebeldía taciturna y sueño pop, comenzaba a despertar clamores y palpitaciones. Era el tema de conversación de la televisión y de la calle. “La gente parece negarse a hablar de otra cosa —se lee en el artículo, considerado una pieza de antología del periodismo narrativo—, a ver otra cosa, a bailar otra cosa, como si fuera un Sol obsesivo, copernicano, que diese vueltas alrededor de una minúscula Tierra”.

Lo que Confirmado —o Raab— estaba describiendo era uno de esos hitos que solo el tiempo puede ubicar en su justa medida, porque cargan no solo con el acento de lo nuevo, sino con el tono de lo revolucionario. Estaba naciendo la cultura juvenil como categoría sociológica y con ello irrumpía una nueva manera de expresarse, de sentir y, por supuesto, de consumir. El placer ya no les pertenecía solo a las clases acomodadas, sino que era ofrecido a través de la radio o de un artefacto que, como la heladera o el sofá, comenzaba a estar en muchos hogares, la TV. Estaba cambiando el mundo. En tiempos de reinado universal de Elvis Presley, gracias a hits como ‘Sabor a nada’ o ‘Despeinada’, Ortega estaba erigiéndose en “El Rey” de la canción en la Argentina y en buena parte de Latinoamérica. Integraba aquel movimiento que se dio en llamar “la nueva ola”, estertor musical de imprecisas raíces baladístico-rockeras, o twisteras, del que fue su factótum e indiscutida figura. Aquel año, solo del álbum Decí por qué no querés llevaba vendidas 100.000 copias, alcanzando el disco de oro. Junto a una constelación de nuevos talentos, entre los que se encontraban Chico Novarro, Johnny Tedesco, Raúl Lavié, y Violeta Rivas, Palito estaba transformando el paisaje musical vernáculo. “¿Hasta qué punto son una manifestación popular? ¿Hasta qué punto constituyen una mera manía, un rapto de histeria que perderá en poco tiempo su potencia aluvional? —se preguntaba, dudando, Confirmado— Este oleaje que parece ingobernable no se mueve nunca por sí solo: hay muchos vientos detrás de él que están agitándolo”.

Sesenta años después, Ortega y su leyenda se sientan ante COOLT en su distinguido piso del centro de Buenos Aires. En todo este tiempo, un tiempo que alberga las cimas y las pendientes de una vida extraordinaria, fueron cientos los vientos que, efectivamente, se agitaron detrás suyo, pero hay cosas que parecen estar intactas. Una es su cabellera imperial, guiada por un calendario propio. Otra es su condición atlética —sigue flaco y ágil— o su acento, que arrastra el sedimento inapelable de su origen. Después, o antes, lo que se impone es su mirada, una mirada nativa en cuya profundidad palpita una melancolía milenaria, inmóvil y opaca como los cerros que serpentean Tucumán. 

Estamos ante uno de los mayores hacedores de canciones del mundo hispano. Además de su look impecable —saco y pantalón azul oscuros, remera Armani al tono—, lo que emerge no bien comienza la charla es su sobria calidez, su decir coloquial y educado —no pronunciará un solo insulto— y la misma amable languidez que describía Vanés allá por 1964, cuando su historia y su mito de origen, la de ser un inmigrante norteño llegado solo a la gran ciudad, generaba tanta admiración como sus composiciones.

¿Qué es sino un impulso atávico lo que lleva a un adolescente de 16 años de un pueblo minúsculo (Lules) de una provincia (Tucumán) a subirse a un tren para descender lejos, en Buenos Aires? ¿Qué es eso sino un instinto animal lo que lo hace escapar, cambiar de piel, tomar el destino por las solapas y ponerlo de espaldas, dominarlo? ¿Qué es sino una intuición descabellada lo que lo empuja a ponerse a cantar algo que todavía nadie llamó canción, a inventarse un mundo que ni el mundo dijo que es mundo?

Porque eso es lo que hace el joven Ramón: atravesar la plaza de su pueblo, despedirse de sus vecinos, que lo saluden, que le deseen suerte, pero que, también, alguno le augure un regreso inmediato, porque solo es posible el fracaso, porque no hay quimera asequible en el arte cuando se es pobre y morocho y lejano. “Voy a volver, sí”, le responde, “pero cuando lo haga vas a tener que pagar entrada”.

- Y después ocurrió, tuvo que pagar entrada para verlo.

- Claro. A los pocos años me contrataron de Lules para actuar.

- Pero, además de intuiciones, su vida, sobre todo al comienzo, está plagada de hitos que parecen cinematográficos, decisiones en apariencia azarosas que lo que determinan, finalmente, es un destino extraordinario. A los 81 años, ¿Cómo lo ve eso?  

- Son cosas sugestivas, me lo sigo preguntando, pero no alcanzo a encontrar una explicación. Sí, creo que predije mi vida en algunas cosas trascendentes, como una vez que trabajaba de ayudante de una orquesta. Ni siquiera subía a cantar, era lo que hoy se llama un “plomo”. Andábamos de gira por Chile. Yo armaba la batería y el baterista era un tipo muy especial. Entonces de un pueblo a otro, yo cantaba fuerte, no tenía ningún complejo. Y este muchacho era un fan de Sinatra y se había comprado un radiograbador, donde ponía un casete de Sinatra. Un día viajábamos en el micro de gira. Él iba atrás mío, y se para y grita: “todos los que pretenden cantar deberían escuchar diez horas por día a Frank Sinatra”. Yo sentí que era para mí el mensaje. Entonces me paré y muy serenamente le dije: “Juan Carlos, veo que te gusta mucho Sinatra, te prometo que un día te lo voy a presentar…”. Te imaginás la carcajada de todos… Después me preguntaba a mí mismo, ¿por qué habré dicho eso?

- Un rayo de intuición.

- Te juro que me acordé cuando traje a Sinatra (Ortega contrató a Frank Sinatra en 1981 para que actuara por única vez en Argentina). Me dije: ¿dónde lo puedo encontrar a este tipo? Alguien me dijo que había fallecido.

El cantante argentino Palito Ortega, en un concierto de su gira de despedida de 2022. CORTESÍA
Palito Ortega, en un concierto de su actual gira de despedida. CORTESÍA

* * * * 

“Venir a Buenos Aires en esa época no fue fácil”, admite. “Caminabas por Callao y Santa Fe y un porteño te gritaba “Ey, ¡cabecita!” (despectiva forma de llamar a los norteños, que por lo general llegaban a la Capital para convertirse en obrero). Todo ese comienzo, me parece que tiene mucho que ver con lo que después sos, tal vez otra gente pudo tener cierto resentimiento con ese rechazo que uno recibía. Pero yo pensaba siempre en positivo, pensaba que iba a salir, que iba a avanzar, yo nunca miré desde un lugar negativo todas las vallas que me iban poniendo.”

Esa actitud, la de no sucumbir ante los aullidos extorsivos de la victimización, forma parte del entramado de atributos de Palito, es otra estación de su explosivo camino a la fama. A lo largo de su carrera, alimentada con el combustible de la tenacidad y el amor propio —y también de la memoria—, fueron varias las voces críticas hacia su figura o hacia lo que él proyectaba, cualquiera fuese esa percepción ajena. Había resistencias dichas y otras no dichas. Entre las segundas, aparecía su origen humilde y norteño, difícil de digerir para las elites: entre otras cosas, su peripecia condensaba también la movilidad social ascendente de la que el peronismo, una década antes de su llegada a la gran ciudad, había hecho un orgullo político.

Desde Marilyn Monroe a Maradona, “la historia de la cultura de masas es la del pobre que llega al éxito por las virtudes de su talento”, explica el sociólogo Pablo Alabarces, coautor del libro Un muchacho como aquel (Gourmet Musical, 2021), que aborda la vida y la obra de Ortega. “¿Qué significa esa historia? La salvación individual, o sea, ese sujeto puede evadir su condición de clase a través de toda una serie de mecanismos: el talento, la magia, etc, etc. Es una historia eficaz, como la del héroe deportivo”.

Alabarces y Abel Gilbert, el coautor, abordan otro tópico que se repite a lo largo del tiempo: la insistencia de que se trataba de una estrella cuyo brillo era difícil de precisar o desentrañar. Su voz no era caudalosa —él siempre se encargó de reconocerlo— y sus composiciones, si bien eran muchas y exitosas, no restallaban por su profundidad o abstracción. Sin embargo, funcionaban. Es evidente que tenía un don: sus estribillos eran tarareados por todo el país. Sus melodías fueron de las primeras en ser apropiadas por las hinchadas y llegar a las canchas de fútbol. “Lo que aparece —concluye Alabarces— es un sujeto con una enorme habilidad para encontrar una fórmula, saberla usar, reproducirla”.

Porque eso mismo que despertaba resistencia en los pináculos sociales o intelectuales —acostumbrados a diseñar la cartografía cultural de la sociedad, o, como mínimo, a objetar aquello que consideraban vulgar— era lo que generaba admiración en los grandes bolsones populares que, en esa década de los sesenta, época de bajísima desocupación, crecían a ritmo de vértigo. Palito era el joven plebeyo, astuto y audaz, que triunfaba en los espacios que, a diferencia del fútbol, hasta entonces estaban destinados a las capas medias, o sea, a los hijos de la inmigración europea. A su modo, Ortega era un work class hero en una época en la que el sueldo promedio —unos 20.000 pesos— de un obrero alcanzaba, de acuerdo al libro de Alabarces, “para comprar 88 discos al mes”.

Discos publicados por Palito Ortega en los años sesenta. ARCHIVO
Discos publicados por Palito Ortega en los años sesenta. ARCHIVO

Pero hay más. El clima de época humedecía los claustros y las aulas magnas; las usinas de pensamiento fermentaban de aroma pre-revolucionario. Eso hacía que casi cualquier consagración artística sostenida o avalada por el mercado, más aún una que se ofrecía con insistencia, fuese tomada por algunos sectores como una manifestación de la implacable voracidad del capitalismo para producir riqueza, a cambio de la alienación vacua de los consumidores. En ese sentido, Ortega y su aventura tenían las condiciones propicias para ser escudriñados con obsesión de entomólogo, como si su éxito estuviera en deuda con la historia, como si él también fuese una víctima ciega de ese monstruo llamado mercado.

A la distancia, podría decirse que la candidez de las composiciones de Palito era proporcional a la ingenuidad con la que buena parte del progresismo tomaba su ascenso y auge. Hasta tal punto llegó ese maniqueísmo que ese mismo año (1965) se estrenó Pajarito Gómez, una película de Rodolfo Kuhn que recrea la irrupción y caída de un cantante joven de provincias, claramente inspirado en Ortega. El film, que fue un éxito de crítica, es un alegato en contra del sistema y de su capacidad para concebir e instalar figuras como si fueran productos, en detrimento del personaje central, Pajarito, cuyo temperamento esconde una oscuridad que debe ser metamorfoseada. Ortega, en cambio, siempre repitió que una de las razones de su éxito era que se mostraba tal cual era, sencillo y familiar. Lo decía en 1965 y lo repite hoy, tomando café, en abril de 2022. Casado con la actriz Evangelina Zalazar, Ortega lleva 55 años de matrimonio y su familia está integrada por seis hijos —todos artistas o vinculados a la cultura— y seis nietos.

- ¿Se acuerda de esa película?

- Si me preguntaban antes de hacer la película, yo hubiese dado algunos elementos mucho más serios. Porque los medios no hacen a los ídolos, los medios les dan la posibilidad de que se muestren y la gente elige a una figura. Porque ¿cuánta gente graba canciones? Pocos. Y de 20 que graban, la gente elige dos, y de un programa de televisión donde aparecen 15 cantantes, la gente elige una chica y un muchacho. Después, si querés, empezás a analizar por qué los eligieron. Y ahí aparecen los grandes misterios, la incógnita de por qué se dan esas cosas. A lo mejor, yo, como venía del interior, en ese momento terminé representando la aspiración de todos los cabecitas negras que querían triunfar. Además, gracias a Dios siempre tuve facilidad para hacer melodías y que la gente las cantara, y enseguida me di cuenta de que era una muy buena idea que uno cantase una melodía y que el público le respondiera. Y a algunos críticos musicales les parecía que ‘La felicidad’, por ejemplo, no era buena porque, decían, la música no es decir “la felicidad, já, já, jajá”. Pero lo cierto es que la canción empezó a viajar y la empecé a escuchar en alemán, en francés, en italiano. O sea, fue tomada por el mundo.

Video de la canción 'La felicidad', de Palito Ortega. YOUTUBE

- En todo caso, lo que hizo también fue aprovechar su oportunidad.

- Una persona aparece en donde hay un vacío. Cuando nosotros aparecimos, tal vez los grandes ídolos populares, empezando por [Juan Domingo] Perón, no estaban en el país, entonces tal vez la gente necesitaba tener una referencia, sobre todo en el caso de los que llegamos del interior. Después está la capacidad de cada uno, de acuerdo a la penetración en el otro de lo que cada uno hace. Recuerdo que en aquella época me decían que tenía que ir a Mau Mau [la boite más famosa de Buenos Aires] porque estaba de moda, era el refugio de todos los tipos de la noche, de la gente de clase media alta. Todos los que venían de afuera, ya sea un actor como Alain Delon o un torero como Dominguín, iban ahí. Me decían que cuando ponían ‘La felicidad’ todos salían a bailar y saltar. Pero ese no era mi público, yo no hacía shows ahí, los hacía en los barrios. No me despertaba la emoción que me despertaba ir a cantar a un pueblo y ver cómo reaccionaba la gente. Lo que he visto a lo largo de mi carrera es que Argentina nunca tuvo un ídolo rubio de ojos claros. Sandro, Leonardo Favio, yo. Siempre los ídolos hemos sido morochos.

- Otro foco de resistencia lo tuvo con el rock. En su momento, muchos rockeros lo criticaron o lo miraron con cierto desdén. Pasado el tiempo, hoy lo reivindican.

- Hay que ser paciente y dejar que el tiempo vaya acomodando, porque el tiempo no se equivoca, es muy severo y cuando va pasando es como una zaranda que se mueve y arriba queda lo que tiene que quedar, se va filtrando lo demás. Si vos te enojás, se rompe la zaranda. No hay que pelear, hay que trabajar. Hay que levantarse y ponerse a escribir, ir al estudio, buscar un sonido. Muchos aparecieron y desaparecieron porque cuando comenzaron a destacarse empezaron a dejar de trabajar. Me parece que lo nuestro es una profesión a la cual te abrazás y que es hermosa, que te da la posibilidad de subir a un escenario y que te enfoquen las luces, pero si cuando escuchás los aplausos, creés que sos el más piola de todos, estás muerto. No sos el rey de nada, sos un trabajador, un músico. A mí me decían el Rey. ¿Rey de qué?

- De todas formas, la historia de la música está llena de malentendidos. Desde la época de los tangueros hasta el rock o la cumbia, hubo muchos artistas que creyeron lo contrario, que confundieron la noche con lo eterno.

- Yo fui amigo de [Juan] D’Arienzo y de [Aníbal] Troilo [leyendas del tango argentino]. Troilo siempre me abrazaba y me recitaba algún poema suyo. Y D’Arienzo, que me permitió cantar con él, era muy gracioso. Me repetía: “Vos no sos el rey, eh, el rey soy yo”. Le decían el rey del compás. En ese sentido, y hablando de la noche, he tenido grandes placeres, trasnoché con el polaco Goyeneche, tomábamos whisky, me cantaba tarantelas. Se acordaba de su familia que cantaba en un dialecto italiano. Yo no entendía nada. Así hasta las 5 de la mañana. El polaco era divino, un tipo maravilloso. Y también conocí a otros que no te saludaban o te rechazaban. Pero son experiencias de vida, son vivencias, no hay que tomar nada como una referencia definitiva porque nada es definitivo, son acontecimientos. Vos tenés que tener simplemente prendida la onda para sintonizar y ver, digerirlo como mejor puedas y no dejar pasar nada porque todo te enseña, aun los momentos difíciles enseñan.

- Usted va a tocar en el Teatro Colón, un espacio siempre reservado para la alta cultura que en los últimos tiempos ha abierto sus puertas para otras manifestaciones artísticas. Recuerdo una nota de hace muchos años en una revista en la que decían que si había alguien que nunca podía ir ahí era usted.

- Sí, la nota fue una humorada del periodista, me dijo de sacar una foto yo golpeando las puertas del Colón y fuimos. Y dice “Palito quiere entrar al Colón”, como diciendo que estaba loco, que era imposible. Y ahora voy a tocar, sí. Otra vez lo mismo: es como si yo hubiese ido prediciendo mi vida. Me acuerdo cuando trabajaba en una tintorería. Por entonces, estaba de moda un festival en Italia que se llamaba San Remo. De ahí salieron las canciones de Doménico Modugno, y de muchos autores importantes. Me acuerdo que un año (1958) ganó ‘Volaré’, y yo andaba por las calles del barrio de Belgrano en bicicleta repartiendo ropa y la cantaba. Algunos años después me encontré con Modugno haciendo una gira por toda Italia. Yo lo miraba y le decía “Doménico, yo cantaba tus canciones”, y se reía porque además nos habíamos hecho amigos. Hicimos 17 conciertos juntos viajando por toda Italia. A la noche, venía su secretario y me decía “señor Ortega, no se olvide que el maestro quiere después ir a comer”, nos hicimos amigos, me tomó aprecio y era muy gracioso, muy divertido, un tipo fenomenal.

* * * *

En su autobiografía Algo conmigo (Planeta, 2018), Chico Novarro, compañero de ruta durante los primeros tiempos de Palito, recrea un diálogo que condensa buena parte del inusual talento de Ortega. Corría el año 1963.

—Palito, mirá lo que escribí, ¿te gusta?

—Me gusta. Me la llevo, pienso algo y mañana nos juntamos.

Al día siguiente, Ortega llega con el corte terminado. Se trata de ‘Despeinada’, un twist que se convierte en un mega éxito en todo América Latina. “Debe tener, solo en México, como 300 grabaciones”, señala Novarro. Es durante esos meses que Ortega se trepa al cielo de la canción. En noviembre del año anterior, Canal 13 había empezado a emitir El Club del Clan, un ciclo musical que llegó a tener más de 50 puntos de rating en el que, además de Novarro cantando su clásico ‘El orangután’, descollan Johnny Tedesco, como una versión sudamericana de Elvis, y Palito, claro, que por entonces todavía vive en una pensión de Lavalle y Maipú, centro porteño. Ya había vendido café en la calle, ya había sido plomo, ya había vivido un tiempo en Mendoza, donde trabajó en un cabaret, y otro en Chile.

Anuncio de 'El Club del Clan', el programa televisivo en el que participó Palito Ortega. ARCHIVO
Anuncio de 'El Club del Clan', el programa televisivo en el que participó Palito Ortega. ARCHIVO

Es el momento de su explosión. Está en trance, sumergido en una primavera creativa: cada día amanece con una melodía pegadiza entre los labios. A ‘Despeinada’ le sigue ‘Bienvenido amor’, a este, ‘Media novia’; luego, ‘La felicidad’, enseguida ‘Camelia’. Todos son éxitos. Su historia de vida comienza a trascender. Es “el muchacho triste de las canciones alegres”, el novio sobrio y educado que todas las madres quieren para sus hijas. A su pensión llegan declaraciones de amor desmesuradas. Cartas y más cartas escritas bajo los efectos narcotizantes de la pasión. “Palito, casate conmigo”, “Palito, me encantaría conocerte”, y así. Hasta que abre una y se queda sin palabras, más que de costumbre. Arranca así: “Querido hijo”. Da vuelta el sobre: “Nélida Saavedra de Ortega. Berazategui”. Es su madre, sí, la misma que, sin hablar, había abandonado el hogar de Lules cuando Ramón tenía 10 años. Apareció, vive en Berazategui (suburbios de Buenos Aires), quiere conocerlo. Ramón cavila, se mete para adentro, hay cosas que queman. Su madre era una espalda yéndose, y ahora regresa, cuando Ramón ya es “Palito”, cuando estaba por ser “El Rey”. 

Nélida y Ramón toman contacto, quedan en encontrarse, pero ocurre una tragedia. Rosario, su hermana menor, es atropellada en Tucumán por un auto y muere en el acto. Tenía 11 años. Palito sale disparado para su pueblo, pero no alcanza a verla. Muere un viernes y él llega un domingo. Tres días antes, le había enviado por correo un pullower que ella nunca vio, por la distancia. “Siempre dije que, si alguien iba a cuidarme, iba a ser ella, mi hermanita. Siempre pensé que me protegía”, dice Palito, sentado en el sofá, con la emoción ya seca. Su hija menor, nacida en 1986, se llama Rosario. Con su madre, finalmente, se encontraría en un bar. “Fue una conversación difícil. Después le alquilé un departamento en Núñez. Murió unos años después que mi padre”.

De vuelta a la gran ciudad, su carrera empieza a galopar, a llenarse de colores. Deja la pensión, se muda a un hogar, graba discos (siempre con RCA, su compañía-trampolín). Debuta en el cine, junto a sus compañeros del Club del Clan. Es otro giro inesperado, porque la pantalla también es un terreno fértil para él, cómodo. Emprende una gira, se toma su primer avión. Las grandes capitales de Occidente le abren sus salones. Conoce Nueva York, Roma, Madrid, París. Es un torbellino pop que asciende imparable desde el sur. Bajo las órdenes de Enrique Carreras, uno de los cineastas más prolíficos de entonces, protagoniza Mi primera novia. Su pareja en la ficción es una joven rubia que, a diferencia de Ramón, sonríe y sonríe mucho, y cuando lo hace se ilumina la pantalla. La chica venía de protagonizar un éxito colosal en la TV, El amor tiene cara de mujer. La química es inmediata. Adentro y afuera del set. Es Evangelina, claro, y la pareja inicia una relación que deviene matrimonio. Es 1967 y la boda es transmitida por televisión. Tiene estatus de acontecimiento nacional. En 1969 nace Martín, su primer hijo. Evangelina abandona la actuación para dedicarse a la familia.

* * * *

Pasa el tiempo, la fiebre baja, la familia se agranda, los caminos se bifurcan. Es 1980 y Palito, que está por cumplir 40 años, se mantiene activo pero ha cambiado de piel: ya casi no ofrece shows y se dedica a la producción, tanto de sus discos como de sus películas, que ahora también dirige. Como actor lleva filmados más de 30 largometrajes, casi todos ellos taquilleros y costumbristas en los que, por lo general, interpreta e interpretó a un alter ego suyo o similar. Son odas al amor, la amistad, la familia. Pero dos de sus últimos films, los primeros dirigidos por él, son de acción y en ambos los protagonistas están relacionados o pertenecen a las fuerzas del orden. Filmada en 1975, Dos locos en el aire se estrenó dos meses después del Golpe Militar de marzo de 1976. En ella, Ortega interpreta a un piloto aeronaútico y comparte protagonismo con el cómico Carlos Balá. La siguiente, Brigada en acción, fue lanzada un año más tarde, en el momento más duro de la dictadura, y el cantante integra un equipo comando de la Policía. Ambas fueron un éxito de público y contemporáneas con otros films no menos taquilleros del mismo género, como Comandos Azules o, en plan paródico, Los Superagentes. Tiempo después, aquellos que solían objetar a Palito por pasatista o pueril no dudaron en señalar esos trabajos como ejemplo de la colaboración de parte de la industria del entretenimiento con lo que en Argentina se llamó “Proceso” a secas. “En esa época —recordaría Ortega en una larga entrevista en la revista Rolling Stone— lo pasé como el 90% de los argentinos. Miles de personas iban a un estadio a ver un Mundial con los generales ahí, y no había una chiflatina, una puteada. Creo que nos equivocamos mucho. Uno después se da cuenta de que tendría que haber tomado más partido. El hecho de que un alto porcentaje del pueblo argentino no lo haya hecho no justifica que vos no lo hayas hecho”.

Pero volvamos al 80. Siete años antes, con el hitYo tengo fe’, compuesto luego de captar la ansiedad callejera por la vuelta de Perón al país tras el largo exilio en España, Ortega había vuelto a arrasar en Sudamérica y más allá: su estribillo se volvió universal. “Lo llegaron a cantar en inglés en el Royal Albert Hall de Londres. Un grupo alemán hizo un popurrí de los Beatles y enseguida enganchó ‘Ob-La-Di, Ob-La-Da’ con ‘Yo tengo fe’. Casi me muero. Yo lo vi. Tengo el video. No me lo contó nadie”.

Por entonces, Argentina era un terreno yermo en cuanto a convocatoria de figuras anglosajones. Actuaban músicos españoles —Julio Iglesias, José Luis Perales, Raphael, etc.—, italianos —Nicola di Bari, Rafaela Carrá— o franceses —Charles Aznavour—, pero ni los gigantes del rock ni los héroes de la canción en inglés descendían hasta estas playas. Era un negocio irrelevante. Los Beatles habían marcado la carrera de Ortega, pero ya era imposible traerlos, llevaban más de 10 años separados. Ortega, que siempre fue un hombre de ideas y de acción, ahora tiene ambiciones del tamaño de su fama. Es entonces cuando aparece un nombre inmenso, de esos que juegan en las ligas mayores: Frank Sinatra.

En el libro Operación Sinatra, los autores Diego Mancusi y Sebastián Grandi desmenuzan con detalle la trepidante maniobra para traer al que por entonces era considerado el artista vivo más importante del mundo. Con 65 años, “La voz” ya no estaba en su apogeo, es cierto, pero todavía lucía en plena forma. El año anterior, de hecho, había dado un concierto apoteósico en el estadio Maracaná de Río de Janeiro. Era, además, un icono vivo del Hollywood de oro, tan emblemático como sus colinas. Ortega aprovechó los contactos que ya tenía el empresario Roberto Finkel —su padre, José, había sido productor de Palito unos años antes— con el entorno de Sinatra y se asoció a él para llevar adelante el plan. “Para traer a alguien más grande que él hay que bajar a Jesús del cielo”, le dijo Ortega a Finkel, quien desde hacía años venía intentando contratarlo. Era su obsesión. En diciembre de 1980, según el libro, Finkel se reunió en Río con los apoderados de Sinatra y le entregó 200.000 dólares como garantía para la llegada del artista. En total, el cantante nacido en Nueva Jersey llegaría al país para dar seis conciertos a cambios de 2 millones y medio de dólares. El contrato fue firmado en Nevada, Estados Unidos, el 14 de febrero de 1981. La tapa de Clarín del día siguiente, domingo 15, mostró a unos sonrientes Ortega y Finkel dándole la mano al gran Frank. Nada podía salir mal.

Pero estábamos en Argentina, donde el diablo siempre tiene una carta.

Palito Ortega, con Frank Sinatra, que actuaría en Argentina en 1981. ARCHIVO
Palito Ortega, con Frank Sinatra, en 1981. ARCHIVO

Primero metió su colmillo la inflación. Quince días después de la firma del contrato, y a seis meses de los conciertos, hubo cambio de dictadores en el país. El ominoso Jorge Rafael Videla dejó su cargo y fue reemplazado por el teniente general Roberto Viola, quien despidió al ministro de Economía José Martínez de Hoz y designó en su lugar a Lorenzo Sigaut. Peinado a la gomina y con el mismo gesto vacío de su antecesor, Sigaut pasaría a la posteridad por una frase que la historia de las finanzas argentinas se encargaría de demoler — “el que apuesta al dólar pierde” — y por una devaluación estrepitosa (300% en un año) que sumió en la pobreza a buena parte de la población y que conspiró contra los planes de muchos empresarios, Ortega y Finkel incluidos.

Pero además de las dificultades económicas propias de un país inestable, Ortega y Finkel tuvieron que soportar también otra clase de escollos, un tipo de resistencia que hoy, a la distancia, parece obra de una estudiantina disparatada. Absurdamente, y alentado por la revista Humor —notable publicación quincenal que además de ser un éxito editorial era un bastión de resistencia intelectual a la dictadura—, se organizó una velada “anti Sinatra” cuyo objetivo era, justamente, objetar la llegada del afamado cantante porque, argumentaban, su llegada iba en detrimento de los artistas locales. Se realizó el 7, 8 y 9 de agosto en el Estadio Obras y se llamó, eufemísticamente, Festival de Música Popular Argentina. Fue un éxito de público y marcó el debut en la Capital de una nueva ola de cantantes rosarinos, encabezados por Juan Carlos Baglietto y secundando por un tecladista de 18 años delgado como un mimbre, de pelo largo y un talento descomunal, Fito Páez. A la distancia, el rosarino tiene un recuerdo agrio de aquella movida: “Solo en la Argentina pudo haber existido un festival en contra de Frank Sinatra…”.

Lo cierto es que Sinatra ofreció seis conciertos memorables (del 5 al 10 de agosto, dos en el Luna Park y el resto en el Sheraton), pero algunos de esos shows no fueron sold out, de manera que, entre la devaluación y la huida de algunos anunciantes de peso, Ortega hizo el peor negocio de su vida. Su empresa, Chango, quebró. Aun así, a la distancia, el recuerdo de aquellas semanas frenéticas —en total, Sinatra estuvo 10 días en la Argentina— no es del todo ingrato, sobre todo por un gesto final del legendario cantante que, enterado del fracaso económico, cuando se despidió de Palito al pie del avión le dijo: “Yo sé todo lo que pasó. Cuando necesites algo, me llamas”. Y le dio una tarjeta.

- ¿Y entonces?

- Primero descolgué la guitarra, salí a cantar y pagué todo, porque no era sólo lo que yo perdí, era la inflación, que no terminaba nunca. Canté en muchos pueblos, volví a recorrer los caminos de tierra, y el día que saldé todo le dije a Evangelina: “Vámosnos”. Tenía una oferta muy buena para ir a España, pero pensé: “Sinatra dijo que lo llame si necesito algo”, y nos fuimos a EE UU. No bien llegué llamé a las oficinas suyas. Uno de sus abogados me dijo que iba a hablar con él. Al tiempo me llamaron y me preguntaron qué necesitaba. Les conté que me estaba instalando allí con la productora. Empecé a trabajar, a llevar programas de la TV de Latinoamérica a los canales latinos de ahí, Telemundo y Univisión. Tenía un amigo en Telemundo que me dijo que necesitaban novelas, arranqué con eso y después llevé artistas como [Alberto] Olmedo y otros. Llevé las películas suyas con [Jorge] Porcel. Me fui recuperando, trabajaba todas las semanas en la productora y los fines de semana viajaba a Colombia, a Puerto Rico, a México para actuar, y volvía. Hacía giras los fines de semana. Y así, de repente empezaron a venir bancos a ofrecer sus servicios, y me di cuenta que estaba la mano de Sinatra detrás, que venían a ofrecer créditos blandos a muchos años. Y eso estaba digitado, y accedí a un par de créditos, me compré un terreno y le dije a Evangelina que empezara a diseñar la casa con un arquitecto. Un día pasé por una agencia y vi un auto, pregunté cuánto salía y me dijeron que con 5.000 dólares de adelanto me lo llevaba. Era un Rolls-Royce. Costaba 115.000 dólares. Me lo compré, y me empecé a recuperar emocionalmente. Yo había prometido que lo que ganara con Sinatra, lo iba a invertir en hacer una escuela modelo en mi pueblo. Fue así que viviendo en Miami contraté una empresa constructora, hicimos el diseño y empecé la obra. Me fui a EE UU, ya estábamos terminando y la vine a inaugurar. Cuando pregunto cómo estaba Tucumán me dijeron: “Esto es un desastre”. [José] Domato era el gobernador. “Acá va a ganar Bussi [Antonio, condenado por crímenes de lesa humanidad]”. Volví todo el viaje pensando. A la semana me llamaron de una radio, y me preguntaron sobre la situación política de Tucumán. “Dan por seguro que gana Busssi, pero la gente con la que estuve cree que yo le puedo ganar, por razones afectivas”. Me preguntaron quién era esa gente con la que había estado, y les dije que eran unos dirigentes provinciales.

- ¿Y quiénes eran?

- Nadie, no había visto a nadie. Fue una ocurrencia mía, de ese momento. Pero la noticia empezó a circular y a la semana siguiente viajó una delegación de gremialistas para hablar conmigo. Y entonces armamos un acto en San Miguel de Tucumán, en un estadio de fútbol. Fue un día de una lluvia tremenda, y sin embargo la cancha estuvo repleta. Ahí arrancamos. Creo que podía, y pude, interpretar a la provincia bien porque yo nací ahí y porque soy hijo de un obrero de un ingenio azucarero, y he vivido todo el proceso de los cierres de los ingenios, por ejemplo, conocí el drama de que te cierren una fuente de trabajo.

Ortega fue Gobernador de Tucumán entre 1991 y 1995. La memoria de esos años se divide entre las dificultades para hacer pie en un terreno hostil — “El mundo de la política es un mundo sumamente difícil”, dice— y las diferentes crisis que atravesó la provincia: económica, educativa, de seguridad. Durante su gestión, se reformó la Constitución para que sea posible la reelección, pese a que él no volvió a presentarse. “Nunca se animó nadie a arrojar una sombra de sospecha sobre mi gestión. Me retiré sin una denuncia de nada”, concluye.

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El cantante argentino Palito Ortega, en una imagen promocional. SONY MUSIC
Palito Ortega, en una imagen promocional. SONY MUSIC

Transgresor, histriónico, desmesurado, durante sus largas temporadas salvajes Charly García supo tener el carácter díscolo y filoso de los genios rebeldes, ese tipo de pulsión por establecer cánones musicales, por consagrar o demoler reputaciones, sobre todo esto último. Para él y su quinta, Palito era el blanco adecuado: cándido pero serio, familiar, de vida sana, hacedor de canciones que eran una apología del optimismo. La antítesis de aquella romantización del reviente que supo hacer el rock en los años ochenta y noventa, cuando Charly era el sumo sacerdote de esa patria. De hecho, la primera vez que García y Ortega se vieron las caras fue en los tribunales a fines de los setenta, luego de que Palito le iniciara una demanda por un comentario del tecladista. Eran tiempos en los que entre la citada revista Humor, una parte de la izquierda caviar —con César Menotti a la cabeza— y algunos iconos del rock se mofaban de aquella “nueva ola” de los sesenta y criticaban especialmente el pasatismo de Palito.

“Yo siempre hablé mal de él —confiesa Charly en la biografía No digas nada (Sudamericana, 1997) — porque en una época era como el enemigo. Pero a pesar de eso, yo siempre fui fan: era el que más me gustaba del Club del Clan. Yo le tenía miedo en realidad. Supongo que él en su momento me debe haber atacado por los hijos y ahora, un poco por los hijos, abrió su mundo y me dijo que fuera al estudio cuando quisiera. Y yo pensé ‘bueno, esto por ahí sirve para sanar viejas heridas’. Y fue un anfitrión excelente, un tipo bárbaro”.

Sucedió, en realidad, que los hijos de Ortega crecieron, se hicieron artistas, comenzaron a frecuentar a otros artistas, ganaron prestigio, se hicieron amigos de músicos. En 2005, Luis, cineasta y quinto hijo de Palito y Evangelina, los juntó a ambos en una cena. En ese encuentro, Ortega le ofreció su estudio de grabación, donde Charly registró Kill Gill. Pero además se conocieron, se confesaron admiración mutua. Tres años después, durante una internación de García en un neuropsiquiátrico, Ortega le ofreció a la justicia “hacerse cargo” del músico acondicionando su quinta de Luján para que el célebre paciente se hospede allí. La justicia aceptó y Charly, que estaba casi desamparado y en pésimas condiciones físicas y emocionales, pasó una larga temporada en el refugio de los Ortega hasta recuperarse. Ese período sirvió para sellar un vínculo tan impensado como profundo. “En la clínica me habló como un hombre, con una gran capacidad de amor. Un día, le dije en un abrazo: ‘Palito, demasiado dolor’. Y él estrechó el abrazo y me dijo algo así como: ‘Ya va a pasar este momento’. [...] Hoy es un hermano del alma. ¿Por qué se embarcó en una tarea tan difícil y tediosa como fue sacarme de los loqueros? No lo sé. Pienso que fue porque se dio cuenta de que podíamos ser amigos, y evidentemente valoraba mi trabajo artístico. Pero siempre estaré en deuda…”, le confesó García a Leila Guerriero en Rolling Stone.

Ese relación paternal con Charly fue la primera de una serie de (re)encuentros entre Ortega y el rock, cruces que terminaron siendo una especie de reivindicación de la figura del exClub del Clan, de aceptación definitiva. Un par de años más tarde, en 2015, Ortega grabó un disco de rock con canciones propias en el que participaron, entre otros, Juanse, David Lebón, Celeste Carballo, Moris, el mismo Charly y Pedro Aznar. Buena parte de la aristocracia del género se sentaba a su mesa.

De todos los temas de Cantando con amigos, hay uno solo cuya melodía no fue compuesta por Ortega y es, por su potencia, uno de los mejores cortes del álbum. Se trata de ‘La casa del sol naciente’, una vieja canción folk norteamericana —probablemente de raíces británicas— que se hizo conocida a nivel mundial a mediados de los sesenta a través de The Animals. En su versión, la voz de Ortega llega a alturas impensadas, otorgándole a la letra, que sí es obra suya, un brillo desolador. A cargo de la música, la “Selección Nacional”: Charly toca el órgano —el corazón del tema—, Fernando Samalea la batería, Moris la guitarra acústica y Aznar el bajo. Fue mezclado por Joe Blaney, el legendario ingeniero de sonido neoyorkino que grabó con Charly esa obra maestra llamada Clics Modernos, en 1983.

Tres años más tarde, en 2018, Luis, el hijo cineasta de Palito, utilizó ese corte para una de las escenas finales de su película El Ángel, que retrata las trapisondas criminales de Robledo Puch, un joven asesino serial que sembró de pánico el norte del Gran Buenos Aires a comienzos de los años setenta. Toda la secuencia en la que suena la canción es un largo clip en el que la voz de Palito y el dramatismo ascendente de la melodía maridan de forma gloriosa con esa cabalgata final de locura y muerte del protagonista, generando una atmósfera de una densidad inquietante, sórdida e hipnótica a la vez.

En esa comunión entre padre cantante e hijo cineasta, en ese fresco visual de una belleza sensual y abrumadora, también parece cerrarse un círculo familiar. Tal vez, incluso, un ajuste de cuentas.

Canta Ortega, al borde de la súplica:

“Madre, ya no estás y me arrepiento/No haberte preguntado, al fin/¿Por qué me negaste ese tiempo/Que contigo no pude vivir?”.

La versión de 'La casa del sol naciente' de Palito Ortega, en la película 'El Ángel'. YOUTUBE

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Anochece en este rincón patricio de Buenos Aires. Sentado al borde del sillón, Ortega, que en todo momento mantuvo su postura atenta, metido de lleno en la conversación, le pregunta a su asistente cómo viene el Luna Park. “Todo vendido”, le responde. El 22 de abril, Palito se presentará en el mítico estadio como parte de un ciclo de recitales que significan, asegura, su despedida de los escenarios. La serie de conciertos, que incluye shows en distintas ciudades del país, se llama “Gracias”. Luis, su asistente, le informa que es probable que se agregue una tercera función, después de que la segunda también esté cerca de agotarse.

- Ramón, ¿se sigue poniendo nervioso antes de salir a cantar?

- En el momento inmediatamente anterior, sí, cuando estoy justo detrás del telón. Por eso quiero que me presenten rápido para así salir y entrar casi corriendo.

Entonces ocurre lo impensado: como impulsado por una descarga eléctrica, Ortega da un brinco desde su asiento y nos recrea el gesto de zambullirse en el escenario, un movimiento que, en él, tiene más de medio siglo pero que también es milenario: es el salto de un artista hacia lo desconocido, el encuentro con aquello que tanto lo atrapa y le debe, su audiencia. Entonces, Ramón Bautista Ortega vuelve a ser Palito y a tener 23 años, cuando sus ambiciones trepaban las escaleras del cielo, “cuando era un Sol obsesivo, copernicano, que daba vueltas alrededor de una minúscula Tierra”.

“Yo quería que la gente silbara mis melodías”, repite. El excitante viaje va llegando a su fin. Palito se despide. Una tímida sonrisa se le dibuja en el rostro.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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