Artes

La noche eterna de Aterciopelados

A casi 30 años de la publicación de ‘El Dorado’, el grupo colombiano deja clara la vigencia de un disco que captura la memoria de un país sin recuerdos.

Andrea Echeverri, en el concierto de Aterciopelados en el Palacio de los Deportes de Bogotá, Colombia, el 22 de abril. MARÍA ALEJANDRA VILLAMIZAR (@MAVA.VILLAMIZAR)

“No puedo creer que vaya a escuchar esto en vivo ahorita. Es el día más feliz de mi vida… o sea, es Aterciopelados, jueputa, qué chimba, ¿no?”, me dice Nicolás, eufórico, bajo la sombrilla de un puesto ambulante en el que suena ‘Florecita rockera’ en un parlante, a las afueras del Palacio de los Deportes en Bogotá. En cuestión de minutos, este sábado 22 de abril de 2023, la banda más icónica del rock colombiano celebrará los 28 años de un disco vital, una obra maestra, un relato de país hecho canciones inmarcesibles: El Dorado.

Adentro, la nostalgia, que más que melancolía es la celebración de ese tiempo pasado que pudo o no ser mejor, genera un cosquilleo, como si por un momento habitáramos de nuevo esa Bogotá noventera. Uno tras otro van sonando los himnos de una generación. Una década condensada ya no en los primeros años de MTV en Español, ni en PlayTV o Mucha Música, para los que no teníamos parabólica, sino en El Dorado TV, una pantalla gigante que emula los viejos televisores de tubos, con una imagen a la que casi que se le puede escuchar la estática.

Allí, y mientras se termina de preparar el escenario, habitamos esa ‘Ciudad de la furia’ de Soda Stéreo, ese ‘No dejes que…’ de Caifanes, aquel ‘Sin documentos’ de Los Rodríguez, el ‘Ay qué dolor’ de La Derecha o ‘El baile y el salón’ de Café Tacvba. La emoción crece bajo los destellos dorados de tres bolas de disco que pintaban todo el lugar, mientras los coros de esos himnos latinoamericanos van creciendo, como usualmente pasa en los remates caseros, con las luces apagadas y gritando visceralmente ‘Tren al sur’, ‘Las flores’ o ‘Lobo-hombre en París’, mientras va asomando el amanecer.

El Palacio de los Deportes de Bogotá, abarrotado para recibir a Aterciopelados, el pasado 22 de abril. MARÍA ALEJANDRA VILLAMIZAR (@MAVA.VILLAMIZAR)

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En 1995, cuando Aterciopelados publicó El Dorado, el panorama era desesperanzador en Colombia. En las portadas de los periódicos se leían masacres, secuestros, atentados, magnicidios como el de Álvaro Gómez Hurtado, el Proceso 8000 del expresidente Ernesto Sámper y otra ronda exploratoria de diálogos de paz con el ELN. El único pequeño refugio de abstracción de esa realidad cruel y violenta llegó a finales de mayo en Bogotá con la primera edición de Rock al Parque, el que, con los años, se convertiría en el festival gratuito de rock al aire libre más grande de Latinoamérica. El día a día se traducía en caos, y de ahí la sensación pesada del “no futuro”, como esa sentencia de que nada nunca va a estar mejor y de que tendremos que conformarnos con eso en el país del sagrado corazón.

28 años después... la música se detiene, las luces se apagan, los celulares se encienden apuntando a la tarima. Y vuelven los recuerdos de aquel 1995.

“No teníamos muchos sueños por delante. Parecíamos estancados en la violencia sin respuesta, el abuso sin denuncia”, dice la voz grave de Julio Correal, promotor y figura clave de la industria musical colombiana desde los noventa y hasta nuestros días, “y allí apareció ese tesoro de leyenda llamado El Dorado. Una hippie y un punk le dieron a Colombia el disco vital de su particular historia con el rock. Andrea y Héctor fueron la respuesta a este estancamiento desde la música, desde la denuncia y desde una estética con compromiso nacional. Era una causa nacional, un bolero cargado de falacias en medio de la vieja Avenida Caracas, un himno latinoamericano que encendió la hoguera de nuestra pasión”.

Videoclip de 'Bolero falaz', de Aterciopelados. YOUTUBE

La voz profunda de Correal, quien introduce a la banda, sigue: “‘La estaca’, ‘Candela’, ‘Pilas’ y más sueños del 95, que casi tres décadas después, celebramos hoy en el concierto definitivo de El Dorado, la obra maestra de Aterciopelados”.

Un estallido de euforia ensordecedor retumba en todo el coliseo, mientras los primeros acordes de la canción homónima del disco le dan la bienvenida a una Andrea Echeverri coronada con un artilugio dorado de un material espumoso y a la vez brillante, con un corazón luminoso en el pecho que la acompañará durante toda la noche y nos guiará hacia esa caja de Pandora, de la cual se liberarán recuerdos que sobreviven frescos, como si casi tres décadas no hubieran arrasado con esas memorias. Allí mismo, en medio de visuales con orfebrería precolombina y quimbaya, está también Héctor Vicente Buitrago, vestido de negro y dorado, brillante, reluciente y rechinante.

Héctor Vicente Buitrago, tocando el bajo en el concierto de Aterciopelados en Bogotá. MARÍA ALEJANDRA VILLAMIZAR (@MAVA.VILLAMIZAR)

“Los versos de ‘Sueños del 95’ son sencillos, no avientan ningún retruécano metafísico. No están presentes el despecho legendario de ‘Bolero Falaz’, la fogosidad de ‘Candela’, la furia contenida de ‘Florecita rockera’, tampoco el sarcasmo virulento de ‘Colombia conexión’, el humor ranchero de ‘La estaca’, la letanía acongojada de ‘El Dorado’, ni mucho menos el nihilismo de ‘No futuro’. A pesar de todo, acá estamos, más viejos, eso sí. Menos inocentes, por supuesto, aun con la nieve del tiempo a cuestas y la infamia que en suerte nos ha tocado vivir  a cada uno de los colombianos…”, describiría hace algunos años Luis Daniel Vega, periodista musical y fundador del sello Festina Lente, refiriéndose al sincero optimismo con el que Andrea canta “Vivir en las nubes sin nada que aterrice mis pies en la tierra…y volar/ Quiero soñar despierta, quiero soñar despierta, quiero soñar despierta ja ja ja jaja / Sueeeeños, sueños del 95 / Sueeeeños, de contenta estoy que brinco / Sueeeñooos, para nunca despertarse y entre sueños encontrarnos los dos”.  

De aquel disco que hoy es más vigente que nunca resaltan los hits que los convirtieron en leyendas, claro, pero, sobre todo, aquellos que con urgencia narraron antes su realidad inmediata, y narran ahora aquello que lastimosamente no es un recuerdo del pasado, sino un retrato del presente. ‘Pilas’, ‘Errantes’ y ‘Siervo sin tierra’ siguen trayendo a la mesa las conversaciones sobre desapariciones, limpieza social y el desplazamiento forzado. Todavía hoy se sufre esa “Pobre Colombia irredenta/ desnuda fría y hambrienta/ y a diario tan descontenta/ con la crisis turbulenta”. Y cómo no sentir en esta noche, en medio de la celebración, ese nudo en la garganta tras el grito súbito de Héctor Vicente al final de ‘Siervo sin tierra’, esa voz rota repitiendo a capela: “JUEPUERCA VIDA ¡QUÉ INJUSTICIA! MANO SIERVO AL FIN DE CUENTAS, SIN SU TIERRA SE QUEDÓ”.

No todo es júbilo y nostalgia de la buena, al final El Dorado guarda en sí el recordatorio de los dolores del ayer que permanecen vigentes y del bien tan anhelado que esperábamos que hubiese ya germinado (pero no).

Andrea Echeverri, reina de la noche. MARÍA ALEJANDRA VILLAMIZAR (@MAVA.VILLAMIZAR)

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“Es raro verse y enfrentarse a algo que hicimos hace tanto tiempo”, dice confundida Andrea en el escenario, “estos meses han sido una montaña rusa de emociones, no todas buenas, aun así, estamos orgullosos de haber hecho este disco hace 28 años”. Y cómo no estarlo, si como recuerda el historiador y fundador de la productora cultural Barrio Colombia, Umberto Pérez, en el libro de tributo de El Dorado publicado en 2015: “El tiempo y las circunstancias han conservado bien las 16 canciones del álbum, tanto la música, como las letras (...) el disco retrata con sarcasmo y tristeza, a la nación colombiana como pocas veces ha ocurrido: exhibiendo su brutalidad, y su amabilidad, sus complejos y desparpajos, la cotidianidad de sus calles, la devoción depositada frente a sus anhelos y tantas otras cosas. Es rock colombiano del más alto gramaje, inconfundible en donde se le escuche, libre de cualquier impostura”.

A medida que la noche avanza, ese sentimiento de estar viviendo algo único se va alimentando ya no de canciones, sino de anécdotas que se desempolvan a medida que se prepara algo de escenografía, se alista algún invitado o se hay un cambio de vestuario. Ante el silencio incómodo, Andrea rompe con desparpajo, haciendo las veces de una anfitriona que quiere hacer sentir a sus invitadxs cómodos. Cuenta sobre las muchas veces que se escuchaban coros en el público pidiendo a bandas como Caifanes, Soda Stereo o Café Tacvba, mientras ellos hacían las veces de eternos teloneros; o cómo durante el proceso de grabación de El Dorado tenían que ir a los estudios de Audiovisión y en el Fiat rojo de Héctor sonaba el RE de Café Tacvba, que serviría como inspiración y adaptación a la apuesta local de los Atercios; o la vez que pusieron a competir en la radio ‘Mujer gala’ contra ‘El amor después del amor’ de Fito Páez y ganó la local; o cómo, durante esta misma noche, no podían empezar ‘Florecita rockera’ porque las flores que había comprado Andrea para lanzar al público se habían quedado en el camerino, sin que eso fuera un error de logística, sino la naturaleza de la vida, que es imperfecta y que nunca sale como la planeas.

En la recta final del concierto, cuando el repertorio impuesto en orden aleatorio va agotando, empiezan a aparecer una tras otra las sorpresas. Contrario a lo que se esperaba, Rubén Albarrán, que usualmente aparece en tarima a cantar ‘Florecita rockera’, lo hace en ‘Mujer gala’ y en ‘La estaca’. Carlos Vives aparece en ‘Bolero falaz’, cantando e improvisando en la armónica, y cuando se agota la canción, Aterciopelados le rinde tributo a La tierra del olvido, mientras el samario hace lo propio con El Dorado, una manera simbólica de hermanar la sierra de Santa Marta con las montañas de la capital a través de dos discos que vieron la luz en el mismo año, y que marcaron un antes y un después para la fusión de las músicas colombianas.

Carlos Vives, interpretando 'Bolero falaz' con Aterciopelados. MARÍA ALEJANDRA VILLAMIZAR (@MAVA.VILLAMIZAR)

No todo va sobre 1995 y El Dorado. La noche y la celebración también permiten la licencia de poner sobre el escenario canciones como ‘Sortilegio’, del álbum Con el corazón en la mano (1994); ‘Rompecabezas’ y ‘El álbum’, de Gozo poderoso (2001); ‘Baracunatana’, de La pipa de la paz (1996); y ‘Maligno’, de Caribe atómico (1998). Al final, luego de dos momentos en que se supone que el show ha acabado, la sensación y los gritos de gente enumerando las canciones que se han quedado fuera dan cuenta del enorme legado de Aterciopelados, de su paso fundamental y definitivo en la historia del rock colombiano, y de la música como elemento de memoria, como relato de país, como herramienta de documentación de lo que somos y lo que, para bien o para mal, nos mantiene vigentes.

Como diría una de sus canciones, este show nos queda grabado en el lado de adentro de nuestros párpados.

Periodista musical. Creador, director y productor de Sudakas Podcast. Colaborador de medios como Radio Gladys Palmera, Remezcla, Revista Cambio y BeeHype. Fue editor de Noisey en Español y redactor de la revista Vice. Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 2020.