Astor Piazzolla, el genio que revolucionó el tango

El músico y compositor argentino, de cuya muerte se cumplen 30 años, exprimió el sonido de su bandoneón hasta romper los límites del género.

Astor Piazzolla, el músico argentino que revolucionó el tango, con su bandoneón. ARCHIVO
Astor Piazzolla, el músico argentino que revolucionó el tango, con su bandoneón. ARCHIVO

“El personaje que se interesa en aprender a tocar este instrumento —le dijo a la BBC señalando su bandoneón, en uno de sus últimos reportajes— es alguien que tiene que estar mal de la cabeza. Es un instrumento diabólico”.

Ese, el del tono sentencioso, el que era capaz de definir con exagerada crudeza su propio oficio, era uno de los tantos Piazzollas que albergó Astor Pantaleón Piazzolla (1921-1992), genio musical y leyenda del tango, género que transformó y expandió a través de su actuación y de su extensa obra (compuso más de 3.500 piezas), y de cuyo fallecimiento se cumplen 30 años.

Si el tango es una música que convoca multitudes y conmociones, buena parte se lo debe al bandoneón, magnético instrumento que Piazzolla manejó con sabiduría y al que exprimió de magia hasta dejar en silencio. El “fueye” era su chistera. Gracias a él, el tango, que parecía vegetar en el valle medio del siglo XX, saltó de época y de milenio, logró ser fértil y contemporáneo. 

Definir el sonido del bandoneón, pero sobre todo definir el sonido de un bandoneón tocando Piazzolla, es como definir la belleza o la locura, o como atrapar en un puño un atardecer dorado. Una tarea tan fascinante como pueril. Podemos decir que es un sonido evanescente, nómade, que evoca la soledad de la noche y cuya melancolía líquida avanza, como una planta carnívora, hacia algún precipicio del alma. Podemos decir que, al mismo tiempo, es vital, muy vital, erótico. Pero sabemos que eso no va a alcanzar: cualquier explicación resulta insuficiente. Tal vez por eso es irresistible.

Vídeo de Astor Piazzolla tocando la canción 'Libertango', en la cadena RTS, en 1977. YOUTUBE

Pero, además, verlo tocar a Piazzolla era un espectáculo estremecedor. Una experiencia física, además de emotiva. Al igual que ocurre con Martha Argerich y su piano, verlo ejecutar su instrumento, verlo doblegarse sobre él con la pasión y la iluminación de quien sabe que ha encontrado oro y solo debe seguir escarbando para hacer que emane, resulta una microexperiencia hipnótica, molecular. La pierna derecha, la pierna mala de nacimiento, doblada, apoyada sobre un taburete. El tronco inclinándose sobre el fueye, los brazos moviéndose, empujados por el enjambre de nervios que constituyen, unidos, su torso y sus hombros, allí donde se produce la energía eléctrica de su cuerpo. Además, siempre, alguna camisa inolvidable y los ojos en trance, cerrados, encendidos de negra pasión. “Tocar es un goce total. Es un esfuerzo físico, puedo llegar a perder hasta dos kilos haciéndolo. Pero el goce es absoluto”, dirá al final de su larga, incandescente carrera.

“Cuando mi papá me trajo el bandoneón de regalo fue como si trajera un ventilador. No sabía qué era”. La frase de Piazzolla es uno de los tantos hallazgos de Los años del tiburón, el notable documental de Daniel Rosenfeld que se estrenó en 2018 y que hace mención, en el título, a la afición de Astor por la pesca de escualos. Es uno de los momentos clave en la carrera del músico: cuando su padre no solo le regala ese instrumento extraño y alambicado, sino que también lo obliga, con el rigor de aquellos tiempos, a aprender a tocarlo. Por entonces, los Piazzolla —papá Vicente (o Nonino), mamá Asunta, Astor de 8 años— viven en Nueva York, a donde habían llegado desde Mar del Plata en 1924 escapando de alguna crisis.

Astor Piazzolla, vestido de gaucho y con su bandoneón, en Nueva York, en 1933. ARCHIVO
Astor Piazzolla, de gaucho y con su bandoneón, en 1933. ARCHIVO

La familia vivía en lo que hoy se conoce como Lower Manhattan. Eran tiempos bravos, de ley seca. Vicente circulaba al filo de la legalidad. O del otro lado: solía mostrar, orgulloso, un disparo de revólver hundido en su brazo. Destilaba whisky, que contrabandeaba en su moto. Y trabajaba para un mafioso del distrito. Astor, en tanto, crecía en la calle. Eran épocas de pandillas. Allí se graduó en hostilidad, de la que se defendió con su carácter volcánico y con su técnica de boxeo, disciplina que su padre le enseñaba todos los días. Lo hacía luego de que su hijo le hubiera demostrado sus progresos con el bandoneón. Una vez que ocurría esto, Astor soltaba el fueye y se calzaba los guantes. “Nunca esperes que te peguen. Siempre pegá primero”, le aconsejaba, mientras le mostraba la técnica del jab o del uppercut. A lo largo de su vida, fueron muchas las veces en las que Astor puso en práctica ese mandamiento. “Su vida en Nueva York lo hizo hombre: recibía golpes, devolvía golpes. En su música expresaría su experiencia de vida”, escribe María Susana Azzi en Astor Piazzolla (El Ateneo, 2008), considerada la biografía más completa del músico.

“Empecé a estudiar música clásica. Lo que aprendía en el piano lo llevaba al bandoneón. Mi padre encontró un profesor, al que le pagaba con ñoquis y ravioles que hacía mi madre. No teníamos un peso”, recordaría.

* * * *

Es febrero de 1934 y los planetas empiezan a alinearse. Carlos Gardel ya es una leyenda del tango canción y está de gira por Nueva York. Enterado, Astor, que es intrépido y decidido, logra infiltrarse en su hotel y se presenta. Afuera nieva sin parar, adentro Piazzolla arde de ambición. Le dice que sabe tocar el bandoneón y a Gardel le causa gracia su descaro. Como habla inglés, el cantante le pide que sea su traductor. Pero Astor insiste en tocar, sabe que es bueno. “Entonces fui a un asado que Gardel hizo en la ciudad y toqué todos los tangos con él. Me dijo: ‘Pibe, tocás muy bien, pero cuando tocás tango parecés un gallego’”.

Vueltas de la vida, al año siguiente Gardel le propone emprender una gira con su orquesta. Astor, menor de edad, declina la invitación. Fue la gira en la que Gardel perdió la vida. “Por suerte no fui”, recordaría.

Astor Piazzolla (izquierda) y Carlos Gardel (derecha), en la película 'El día que me quieras', de 1935. PARAMOUNT
Un Piazzolla niño (izquierda) y Carlos Gardel (derecha), en la película 'El día que me quieras', de 1935. PARAMOUNT 

Con algún atraso, pero insistente, la gran crisis del 30 afecta la economía familiar. Los Piazzolla dejan una Nueva York empobrecida y regresan a Mar del Plata. Se cierra una etapa medular, embrionaria. “El 50% de mi música viene de lo que viví en Nueva York. Yo a Nueva York la tengo en mis entrañas. Viví 17 años ahí. No podría explicarlo, pero está adentro mío”.

Cambia el escenario, pero no varía la obsesión de Astor por su fetiche, el bandoneón. “Para entonces ya estaba perdidamente enamorado de la música”, recuerda en Los años del tiburón. En Mar del Plata se hace amigo de los músicos de la orquesta de Miguel Caló, director de una compañía que estaba de gira por la ciudad. Astor les insiste para que lo escuchen tocar. Aceptan, los conmueve, le dicen de ir con ellos a Buenos Aires. Piazzolla tiene 16 años: debe pedir permiso, debe abandonar el colegio. Su padre le dice que sí, que vaya. Sabe que su hijo tiene un talento sin límites. Es su primer fan. Se va a la gran ciudad, donde se hospeda en una pensión del centro. La vida es dura: llora de noche, conoce la soledad, espanta demonios. Le dicen “El tiernito”. “Trabajaba en un cabaret ruin, en la calle Esmeralda. Empecé a conocer el mundo de la prostitución, de la droga, del alcohol”. Las luces o las tentaciones de la noche profunda no lo encandilan: tiene claro que quiere brillar, que quiere ser el mejor. Las ideas le bullen, tanto como el deseo.

Es 1939 y Artur Rubinstein, pianista de fama mundial, llega a Buenos Aires para dar un concierto. Astor concurre, lo escucha, se queda atónito. “Esto es otra cosa, esto es infinito”, piensa. Intoxicado de la emoción, vuelve a su casa y de un saque escribe un concierto para piano. Se lo dedica a Rubinstein y, naturalmente, quiere mostrárselo. Tiene 18 años y está loco, sí, pero también puede ser un genio. Averigua dónde se hospeda el compositor polaco y va. Rubinstein se apiada de él, lo hace pasar, incluso ejecuta en el piano la pieza. Se produce este diálogo:

—¿A usted le gusta la música?

—Sí

—¿Y por qué no estudia?

—Es por eso que estoy acá, ¿con quién estudio?

* * * *

Además de paciente, Rubinstein es generoso. Por recomendación de un director de orquesta que conoce, el polaco le sugiere que se eduque con Alberto Ginastera. Astor le hace caso. “Ahí empiezo a estudiar en serio”.

Ginastera es solemne, metódico, casi un monje. Pero Piazzolla aprende, aprende y no para: escucha discos, concurre todas las semanas al Teatro Colón, crece: ya es una esponja, ahora quiere ser una antena. La música es su mundo, su ropa, su perfume. Se empapa del aire de época: Buenos Aires es una colmena llena de compases, de orquestas que tocan y que brillan, que hacen que el tango viva sus días de gloria. Con 24 años, se convierte en bandoneonista de la orquesta que conducen el cantante Francisco Florentino y el director Orlando Goñi. Pero Goñi es alcohólico y la sociedad se termina. Fiorentino les dice a Astor y a Hugo Baralis, violinista, que reorganicen la orquesta y que le pongan el nombre que quieran. Astor saca pecho: “Bueno, yo soy el arreglador, le ponemos mi nombre”. Nada lo detiene. “Francisco Fiorentino, con orquesta dirigida por Astor Piazzolla”: así debutó formalmente el 2 de septiembre de 1944 en el Círculo Almagro del barrio de Villa Urquiza. La sociedad es prolífica: graban 22 obras. Pero pronto aparecen las tensiones, como señala Azzi en su biografía de Piazzolla: “Florentino respetó el deseo de Astor de incorporar arreglos innovadores (…) pero a los bailarines no siempre les gustaba. Al escuchar la larga y complicada introducción del violonchelo que escribió para el tango ‘Copas, amigos y besos’, las chicas que trabajaban en el cabaret Marabú se burlaron de él bailando en puntas de pie como bailarinas de ballet, y se mofaban: ‘¿te creés que estás en el Colón?’”.

Entonces Astor arma su propia orquesta, y recluta a músicos jóvenes que en poco tiempo se convertirán en referentes de la escena. Para el piano convoca a un joven de 22 años, Atilio Stampone, que a veces se presenta con un uniforme verde porque está haciendo el servicio militar. A él se suma el bandoneonista Leopoldo Federico, que con el tiempo también se convertirá en otro icono de la canción ciudadana.

La banda crece, suma horas de vuelo, Astor sigue estudiando, el ambiente empieza a respetarlo. “Las versiones semirrevolucionarias —señala la biografía de Azzi— que hacía Piazzolla de los tangos clásicos pronto le granjearon el interés de los músicos más innovadores, entre ellos el director de orquesta Osvaldo Pugliese y el brillante pianista Horacio Salgán, por nombrar solo a dos. Un tercero era Aníbal Troilo, quien solía elogiar a Astor diciéndole: ‘Gato, nunca te equivocás una nota’”.

Pero Piazzolla quiere trascender el género, sofisticarlo. Sus arreglos son cada vez más complejos, eso hace que la orquesta tenga trabajo, es cierto, pero también resistencias. El tango no lo colma, se siente incompleto. El mundo del cabaret y los salones de baile comienzan a ser “una pesadilla cotidiana”.

Astor abandona el bandoneón y se dedica a hacer arreglos para las orquestas más importantes de la ciudad. También compone música para películas, industria que vive una época dorada (hacia al final de su carrera habrá participado en la banda sonora de más de 40 films). “Componiendo cuatro tangos por año vivo bien”, le dice a un amigo. Una de las orquestas con las que trabaja es la de Troilo, peso pesado del género. En simultáneo se casa con Dedé Wolf y al tiempo nace Diana, su hija. Dos años después, en 1945, llega Daniel. Astor sigue buscando su norte: “‘Al diablo con el tango, ahora seré Stravinsky’, pensé en ese momento, y empecé a escribir porquerías sinfónicas”, recordaría en una entrevista de 1987.

Astor Piazzolla con su orquesta, en 1963, en el Canal 13 de Argentina. AGN
Astor Piazzolla con su orquesta, en 1963, en una actuación para el Canal 13 de Argentina. AGN

Inquieto, y motivado por su deseo de seguir aprendiendo, Piazzolla gana una beca para estudiar música en París. Llega a la capital francesa en septiembre de 1954 y se hospeda en un hotel con Dedé y sus hijos. Su maestra no es una improvisada: se trata de Nadia Boulanger, legendaria formadora de compositores de la talla de Philip Glass, Quincy Jones, Egberto Gismondi y Aaron Copland, entre otros. Lo primero que hace Astor es mostrarle a Boulanger sus composiciones. La maestra las lee, las interpreta, pero le aclara: “Esto está muy bien, pero no lo veo a Piazzolla. ¿Dónde está Piazzolla?”. Astor vacila, y tras vencer sus propias resistencias, admite: “Bueno, yo toco el bandoneón, toco tangos…”. Ella le pide que le muestre alguno y Astor toca en el piano ‘Triunfal’. En el octavo compás, la concertista le toma las manos y le dice: “No abandone jamás esto. Esta es su música, aquí está Piazzolla”. La atracción musical es inmediata. “Fue mi segunda madre. De ella aprendí todo, me ayudó a encontrarme a mí mismo”.

En los seis meses que vive en París, Astor no solo aprende de Boulanger, sino que se empapa del clima de época y de la música de moda en ese entonces, el jazz. Entre otros shows, disfruta en vivo de la actuación del octeto de un saxofonista de menos de 30 años, Gerry Mulligan, que está modernizando el género. Queda profundamente impactado. Pergeña varias piezas musicales, es una época prolífica. “Fue el momento más efervescente de mi vida”, dirá más adelante. A metros del Sena, compone ‘Chau París’, ‘Marrón Azul’, ‘Nonino’.

Pero es tiempo de volver.

La canción 'Chau París', de Astor Piazzolla. YOUTUBE

Regresan en marzo de 1955 y Astor está hecho un volcán. Sus dedos despliegan lava. “Era un tanque, ahí empezó la revolución”, dirá más tarde. “Había vuelto de París dispuesto a encender la mecha de un escándalo nacional y romper con todos los esquemas musicales que regían en la Argentina”, escriben Diego Fischerman y Abel Gilbert en Piazzolla, el mal entendido (Edhasa, 2009), otra biografía del músico.

Pero Argentina cambia: el Gobierno de Juan Domingo Perón es derrocado tras un bombardeo a la Plaza de Mayo. “Cae Perón y cae el tango. Se evapora”, recuerda Astor. Buenos Aires deja de bailarlo y, al poco tiempo, llega otro swing, el germen del rock. “Pero al mismo tiempo nazco yo”, dirá.

Influenciado por aquella formación de Mulligan que vio en París, arma un octeto. Y gana su público, un público nuevo, con otras apetencias, en una sociedad que estaba entrando en otra era. “Los que tenían entre 20 y 35 años en los finales de la década de 1950, los que habían descubierto el cine europeo, de autor, que en ese entonces comenzaba a llegar a Buenos Aires, los que empezaban a vestirse como los existencialistas franceses o los beatniks californianos, ya no se sentían representados por las orquestas y cantantes. (…) Ese fue el público de Piazzolla. Y no solo eso. Fue el público de Piazzolla para construir una bandera y para discutir con ella a sus mayores y, más tarde, a sus menores”, escriben Fischerman y Gilbert en El mal entendido.

Pero Astor se está por convertir en un artista de culto, adorado por una élite e ignorado, o combatido, por las grandes audiencias. El octeto no tiene mucho trabajo. Ya era resistido antes de París, y ahora que agrega las influencias del jazz, ahora que incorpora la guitarra eléctrica a su formación, directamente es acusado de Judas. Le sucede lo que le pasaría diez años más tarde a Bob Dylan, cuando en 1965 decidió abandonar la guitarra acústica y empuñar la eléctrica. Eran otros tiempos, más dogmáticos y maniqueos, tiempos en los que cualquier innovación o cambio en el statu quo de un género era visto como una traición. El artista pasaba a ser vilipendiado y cancelado. “Hacia 1960 todas las radios hablaban de mí —recordaría Astor años más tarde—. Unos me llamaban asesino, otros degenerado, o criminal. A mí me divertía, porque en realidad me hicieron popular”.

Piazzolla se desmoraliza, se cansa de la Argentina. No es la primera vez. No será la última.

Astor Piazzolla, con su quinteto. ARCHIVO
Astor Piazzolla, con su quinteto, en los años sesenta. ARCHIVO

“Un día me toca la puerta del cuarto y me dice ‘nos vamos’. ¿A dónde?, le digo. ‘A Nueva York’. ¿Quéee?… Y nos fuimos nomás. Mi viejo repetía la historia de su padre”, recuerda Daniel, el hijo. En Estados Unidos, su anhelo es componer música de películas para Hollywood. Apela a un viejo contacto, pero este se diluye, no aparece nada. Arma un quinteto, con el afán de que la ciudad conozca y aprecie una fusión entre tango y jazz que él pretendía instalar. Pero no hay caso, no pasa nada. Así transcurren las semanas, los meses. “Me afanaba los jamones del mercado. No tenía un mango”, recordaría en el documental Los años del tiburón. Le ofrecen trabajar como traductor en la sede del Banco Nación en Nueva York. Un trabajo oficinesco, enjaulado. Astor cavila, lo siente como una claudicación definitiva, pero no tiene más remedio, acepta. Ese día se pone un traje azul, una camisa blanca, una corbata al tono. Se despide de los chicos, se va. A la noche vuelve con un gesto sombrío y el saco al hombro. “Estuve parado todo el día frente a la sede del banco, pero no pude entrar”, les dice, y la familia festeja. A los pocos días, un primo logra comunicarse con los Piazzolla. Le había conseguido un “número” en un evento musical. Vueltas del destino, ese día que al fin volvía a trabajar, muere su padre, Nonino, su mentor, el hombre por el que se convirtió en Piazzolla.

Vuelve de tocar esa noche y se encierra en su cuarto con el bandoneón. La conmoción no le entra en el cuerpo. De un rayo compone una de sus obras canónicas, ‘Adiós Nonino’. Es un momento epifánico, único: “No sé cómo me salió. Fue un instante especial. Veinte veces en mi vida me propuse escribir otro ‘Adiós Nonino’, y no me salió”. A lo largo del tiempo, su implacable e irresistible melodía lo convertiría en una pieza emblemática no ya del repertorio piazzolliano, sino del tango argentino en general, pieza que sería interpretada por algunos de los músicos más célebres del planeta.

Vídeo de Astor Piazzolla tocando 'Adiós Nonino' con la Orquesta Sinfónica Radio Colonia de Alemania. YOUTUBE

Cuando vuelve de Nueva York, la familia se separa, también por falta de recursos. Astor vive con Dedé en la casa de su cuñada. Sus hijos, con una de las abuelas. Piazzolla tiene 40 años y, desde la colina, mira su vida con casi todo por conquistar. Quiere plata, prestigio, la fama que le permita vivir de su talento. Pero falta, para ahora no alcanza. Arma su quinteto, con el que toca todas las noches, siempre ante un grupo pequeño de público. Se presenta en un espacio nuevo llamado 676, sobre la calle Tucumán, sala en la que debutará, en poco tiempo, un músico brasileño destinado a marcar época, João Gilberto. También otro gigante como Stan Getz. Son años de tocar y tocar y tocar, cabalgando por caminos rudimentarios de todo el país, yendo de ciudad en ciudad. Y de tratar de imponer el nuevo tango, el nuevo estilo. No es fácil: es como derribar un paradigma social, como pintar de rosa el Obelisco. Con el quinteto graba un puñado de discos —Nuestro tiempo (1962), Tango para una ciudad (1962), Tango contemporáneo (1963)— que sirven como testimonio sonoro de su búsqueda.

Pero la revolución también es interna. Acostumbrado a los cambios, se separa de Dedé y se va a vivir a un hotel. “Tu madre se había convertido en una hermana”, le dirá a su hija muchos años después, en unas cintas rescatadas por Los años del tiburón.

Conoce a Horacio Ferrer, un poeta y ensayista montevideano que también escribe tangos. Es otra revelación: hasta entonces, las letras o la poética de sus temas no eran un asunto central, pero de la pluma de Ferrer salen algunas imágenes tan conmovedoras como la música de Astor. Forman una dupla letal, alla Lennon-McCartney. Entre ambos componen María de Buenos Aires (1968), especie de ópera conceptual que le granjea prestigio, algo de público y buenas críticas, pero no dividendos, porque como Piazzolla es el productor, cuando termina de pagar todo se queda casi sin nada.

Entonces retoma el quinteto. Se presenta en Michelángelo todas las noches, otro reducto arquetípico de la ciudad. Ya es el fin de los años sesenta: Astor sigue trepidando por los cielos de la ciudad, pero el paraíso no aparece. En 1969 participa en el Concurso de la Canción de Buenos Aires que se desarrolla en el Luna Park. Presenta un tango que compuso con Ferrer, ‘Balada para un loco’, cantado por una cantante de 25 años que viene del folclore y que se convertiría en su pareja, Amelita Baltar. El público se rinde ante el encanto de ese tango extraño cuya letra, entre onírica y metafísica-urbana, provoca fascinación. Es otro peldaño en el camino hacia la cúspide. La canción pierde la final del certamen, pero gana la posteridad. Se convierte en una balada inmortal. “El pope del vanguardismo accede al gran público”, titula la revista Gente, referencia de entonces.

Pero la adversidad es terca, el gran público y sobre todo el anquilosado ambiente sigue mirándolo con recelo. Incluso ‘Balada para un loco’ es tachada de “simplona” por los pocos pero intensos fans de la primera hora, molestos con que su héroe musical se hubiera vulgarizado y abdicado ante el altar de la demagogia. “Es mi mejor producción. Que sea simple no quiere decir que sea pobre”, le dice a la revista Extra.

Un comentario del diario Buenos Aires Herald, aparecido en noviembre de 1971, describe con precisión el trato del ambiente hacia Piazzolla:

“La semana pasada un genio del jazz tocaba ante una sala llena en uno de los cines más grandes de Buenos Aires… Era Duke Ellington. Todo el mundo se deshacía en elogios sobre él. A menos de 800 metros de distancia, alguien de quien puede decirse que es tan grande como Ellington tocaba ante un auditorio con la mitad de sus butacas vacías en una de las salas de teatro más pequeñas de la capital. Era Astor Piazzolla”.

Vídeo de Astor Piazzolla con Amelita Baltar interpretando 'Los jóvenes amantes', en 1971. YOUTUBE

* * * *

Como sea, entre la neurosis de una sociedad polarizada y el ecosistema tanguero que no termina de abrazarlo —o de darle el lugar que él cree que merece—, Astor vuelve a macerar la idea del exilio. Enojado, una tarde escribe una carta de lectores al diario Clarín donde asegura que en el país no es reconocido como sí lo es afuera. Y se va, arma las valijas y se va. Recala en París, la ciudad que desde Buenos Aires siempre es vista como la meca de la cultura, allí donde el tango comienza a ser apreciado con un interés que excede a la mera curiosidad. Una noche se presenta con Amelita Baltar, para entonces ya su esposa, en vivo para la televisión francesa. Es una actuación apoteósica, consagratoria. Ya está: se queda a vivir allí, emulando a Atahualpa Yupanqui y a Ariel Ramírez, otros dos grandes músicos argentinos que disfrutan del prestigio galo. En simultáneo, arma un octeto electrónico y empieza a tocar. Actúa en Italia, en Alemania, en Portugal, baja a Brasil. Desde Francia, una tarde llama a su hijo Daniel, que hace tiempo que también es músico. Le envía unas composiciones recientes. Daniel las escucha y corrobora que su padre ha estirado los límites del tango hasta mezclarlo con el jazz, el acid jazz, el swing, el bebop. “Cuando escuché eso me volví loco: era Quincy Jones, pero con música de mi viejo”, recuerda.

Se queda en Europa mientras en Argentina muere Perón, asume su viuda, llega el Holocausto de marzo del 76: la dictadura de Videla. La larga noche de los desaparecidos y el descalabro económico. Piazzolla regresa cada tanto para tocar aquí y allá y retornar a Francia. En uno de esos viajes le dice a su hijo que va a disolver el octeto electrónico para volver a armar el quinteto. Daniel le dice que eso le parece un paso atrás. Entonces Astor, el padre, el profeta, el tipo tan seguro de sí, se enoja tanto con ese rapto de sinceridad de su hijo que se levanta y se va. Estará 10 años sin hablarle.

En uno de los tantos viajes, se instala en Punta del Este, Uruguay, la playa en la que veranea el patriciado argentino. Allí, se arma una rutina: un día compone, otro día pesca tiburones. La milenaria y contemplativa actividad no solo le resulta terapéutica, sino que la metódica espera por la presa le sirve para trenzar acordes, para inventar melodías.

Es el invierno de 1983, es el ocaso de la dictadura. Al mismo tiempo que despunta la democracia en la Argentina, a Piazzolla le llega, al fin, el reconocimiento. Se presenta en el mítico Teatro Colón. El 11 de junio de ese año actúa junto a la Filarmónica del teatro. Ataviado con smoking y moño, brinda un concierto memorable, plagado de nostalgia y de porvenir: se recuperaba la República. Visiblemente emocionado, Astor agradece la duradera ovación que le dedica la distinguida y atiborrada platea. Ha colonizado, al fin, la esquiva, amada Buenos Aires.

Vídeo de Astor Piazzolla tocando 'Fuga y misterio' en el Teatro Colón de Buenos Aires, en 1983. YOUTUBE

Mientras, sigue acumulando prestigio en Europa, de donde vuelve, al fin, con dinero grande. Como todo hijo aspiracional de la clase media vernácula, con esa plata Piazzolla se compra un Mercedes Benz. A su auto anterior lo había tenido que vender cuando se fundió con la ópera María de Buenos Aires. Es 1987: tiene 66 años y accede, al fin, a ese fetiche alemán, símbolo finisecular del estatus.

Pero tanto agite, tanto nervio alrededor de la música y de su oscilante carrera, comienzan a pasarle la cuenta. Porque recordemos que es un tipo volcánico, sanguíneo, un sujeto que no tiene problemas en ir a buscar a alguien que él considera que fue injusto o despiadado con él y enfrentarlo. Una anécdota, ocurrida unos años antes, lo pinta de cuerpo entero. Es de noche y está de visita en la casa de su hijo Daniel mirando un programa de tango. En el living oscuro, bañado por la luz de la TV, también está “Pipi”, hoy músico, hijo de Daniel, nieto de Astor. En un momento, un invitado del programa empieza a denostar a Piazzolla diciendo que lo que él hace no es tango —la crítica más habitual que recibía—, que no es para bailar. Es un momento incómodo. Después de varios minutos, Pipi se atreve a mirar a su abuelo, para ver cómo reacciona, pero no lo encuentra, se ve que fue al baño o a la cocina. Siguen atentos al programa, comiendo algo. De repente, en vivo, ven cómo un huracán humano irrumpe en escena y se zambulle sobre el crítico ocasional, que cae al piso. ¿Ese es el abuelo? Sí, es Astor. La perplejidad se adueña de todos. Sin decirles nada, se había tomado un taxi hasta el canal y había concretado su vendetta. En directo, para todo el país.

Una tarde se siente mal, tiene un dolor en el pecho. El cardiólogo le descubre una afección en el corazón y decide operarlo. Cuando sale, le recomiendan —lo obligan a— bajarse del escenario. Pero no hace caso. La actuación es su vida, su elemento, el espacio donde reina, Maradona adentro del área.

El domingo 5 de agosto de 1990 Astor se derrumba en el baño de su casa de París, fulminado por un infarto. Es internado y queda en coma. Ya no volverá a levantarse. Una semana más tarde es trasladado a Buenos Aires, donde morirá, tras dos años de agonía, el 4 de julio de 1992.

Hace 30 años.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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