Libros

Sinceramente, Isabel Allende

La escritora chilena ha hecho del pasado la mejor forma de entender el presente. Así lo refleja en su última novela, ‘Violeta’, una carta que cruza dos siglos.

La escritora chilena Isabel Allende, posando con algunos de sus libros. LORI BARRA

A la escritora Isabel Allende (Lima, 1942) no le gustan las fiestas de más de seis u ocho personas, ni los cócteles o las giras promocionales —de hecho, jamás le gustaron—. Pero antes no tenía otra que someterse a un baño de multitudes y ahora, si algo tiene ser la autora viva en español más leída del mundo, es poder hacer lo que se le antoja.

Por ejemplo, tener una vida sencilla con la gente que realmente le suma, que son su hijo, sus nietos, dos perros y su esposo, el abogado Roger Cukras, con quien se casó hace unos tres años y aún sigue de luna de miel en una casa en California de un dormitorio que se les queda algo chica —“con la vejez una quiere menos y no más”, dice la autora vía Zoom. Un lugar en donde sentarse a escribir cada día disciplinadamente, pero sin ningún plan, como quien se lanza, asegura, a la oscuridad con una vela. Sin calendarios, ni hojas de ruta; dejándose encantar por unos personajes que “caza” de las anécdotas que le cuentan y se cuenta, de ese Chile medio inventado de su juventud que tiene tan pegado a la piel que seguirá siendo protagonista de sus novelas, aunque a veces no lo nombre, aunque le duela. Porque, dice Isabel Allende, vivir es también sufrir. Y ella, como Pablo Neruda, confiesa que ha vivido.

A fin de cuentas, en una profesión como la suya, te jubilas cuando pierdes la chaveta. Y aún no ha llegado el día.

“Si vivo lo suficiente, es posible que me case otra vez”, afirma la escritora, para quien el amor es uno de los grandes motores de su obra y de su vida, que tan a menudo se han entrelazado hasta el punto de que no solo su hijo Nicolás, sino también su marido y, sobre todo, su madre le alertaron sobre exponerse demasiado. Pero una únicamente es vulnerable cuando guarda secretos. O cuando te silencian. Como mujer. Como periodista. Como escritora. “Nuestro papel es desafiar”, dice. Sus libros, al igual que su vida, son un desafío constante a un sistema patriarcal del que las mujeres de Allende están, como ella, hasta la coronilla.

Su última novela, Violeta (Plaza & Janés, 2022), publicada al mismo tiempo en España, Estados Unidos, Italia y Latinoamérica, es una historia entre dos pandemias, la influenza de 1920 y el covid-19, donde Violeta le cuenta a su nieto, en una larguísima carta que atraviesa dos siglos, sus vivencias y por extensión las de toda Latinoamérica. Pasando no solo por el azote de la enfermedad y las varias dictaduras, crisis económicas o la lucha por los derechos de la mujer, sino también por duelos, romances apasionados, desengaños, pobreza… Una historia casi revelada, admite, que empezó a gestarse un 8 de enero de 2020, y a la que unas semanas después el coronavirus impuso un marco pandémico y poético.

El cartero siempre llama...

...24.000 veces.  Al menos a Isabel Allende, cuyo hijo se dedicó a la enloquecedora labor de archivar las cartas que la escritora y su madre se enviaron diariamente desde que ella cumplió los 16 y tuvieron que separarse: “[Mi madre] estaba en Turquía con mi padrastro, que era diplomático, y yo estaba en Chile en casa de mi abuelo. Empezamos a escribirnos casi todos los días. Las cartas tardaban semanas en llegarnos, pero no importaba, no era una conversación, era un monólogo compartido, interrumpido”, explica.

De esa pasión epistolar nace Violeta, una mujer que en muchos sentidos se parece a su madre —ambas mujeres inteligentes y con visión de futuro—, aunque Allende quiso darle a ésta una libertad de la que Francisca Llona Barros, que murió hace tres años, no pudo disfrutar.

“Mi madre era una mujer extraordinaria que no tuvo una vida extraordinaria, le faltó la libertad económica que le di a Violeta”, resume la autora, quien cree que no hay feminismo sin independencia económica. Sin embargo, ni su protagonista ni Llona, amante de la pintura y con un olfato para los negocios que la hubiera llevado muy lejos, llegaron a ver los cambios radicales de un Chile que creyeron a la deriva.

Especialmente, porque tanto Isabel Allende como su familia tuvieron que exiliarse a Venezuela en 1973, cuando el golpe de Estado del general Pinochet derrocó al Gobierno de Salvador Allende, tío de la escritora, y sumió al país en una dictadura que duraría casi 20 años y que se saldó con más de 3.000 asesinatos y desaparecidos.

Tras años de vaivenes políticos y durísima represión, Allende, que siempre que vuelve a Chile se siente feliz la primera semana y luego una extranjera —“mi familia es mi único hogar”, dice—, saltó de alegría desde la soleada California cuando el izquierdista Gabriel Boric ganó unas elecciones históricas el pasado diciembre de 2020, con el apoyo masivo de las mujeres y los jóvenes chilenos.

“Es un Gobierno joven y paritario”, destaca la novelista. “Ya era hora de que los carcamales se fueran a jugar al bingo a sus casas”. Y añade que durante el confinamiento no solo escribió Violeta, sino que tiene en marcha un ensayo en el que se intuye que estará muy presente la política y que recupera, de alguna forma, a esa otra Allende, la periodista, que sacudió al Chile de los años sesenta y principios de los setenta.

Isabel Allende, en su casa de California. LORI BARRA

Una periodista Bim Bam ¡Bum!

Cuando Isabel Allende entró a formar parte de Paula, una revista pionera que empezó a publicar sobre aquello de lo que nadie quería hablar pero importaba —los derechos de la mujer, el aborto, los problemas laborales, la libertad…—, ya hacía tiempo que apuntaba maneras de transgresora.

Allende tenía seis años cuando la expulsaron del colegio de monjas al que asistía por organizar un concurso de calcetines en que las niñas enseñaban las piernas: “Esa fue la excusa que usaron, pero en realidad estaba expulsada porque mi madre se había separado de mi padre y mantenía una relación con el hombre que luego se convertiría en mi padrastro. Las monjas no podían tener en la escuela a la hija de esa mujer que había causado un escándalo”, recordaba en 2003 para La Segunda de Chile.

Luego fue el feminismo ácido y canalla de ‘Civilice a sus trogloditas’, una columna en donde aconsejaba a las mujeres para escapar de la prehistoria patriarcal que todavía arrastramos con consejos tan peregrinos como este: “No deje que su hombre siga hecho un troglodita, conviértalo en el hombre de sus sueños, a usted le corresponde encaminarlo por la senda de la verdadera atracción masculina”.

Su primer reportaje serio hizo saltar ampollas entre los lectores, provocando que un aluvión de cartas con insultos llegara a la redacción. Se trataba de la historia de una mujer orgullosa de ser infiel que le explicaba a la periodista que solía ponerle cuernos al marido a la hora del almuerzo porque tenía tiempo libre y el sexo era muy saludable.

Y, sin embargo, el alboroto con mayúsculas —o mejor dicho, con pompones—, lo provocó un reportaje de periodismo gonzo en el que Isabel Allende, que entonces era la directora de una revista infantil, se sumergió en el mundo de los cabarets y las vedettes para convertirse en una bailarina del teatro Bim Bam Bum. Con un nombre falso y poco glamuroso —“Regina Ahumada”—, la periodista, que apenas mide metro cincuenta, inventó una excusa para engañar al portero del club por si no se tragaba que era bailarina. “Yo aparecía en el escenario en una hamaca completamente desnuda, y mi perrito amaestrado me traía la ropa, prenda por prenda”, escribió en Paula.

No hubo caniche ni hamaca, pero Allende hizo aparición con unos diminutos pompones cubriéndole los senos y una esmeralda en el ombligo. Más tarde admitiría con mucha guasa que la imagen salió retocada cambiando su cuerpo por el de la bailarina Rosita Salaberry: “La fama de tener un cuerpazo me sirvió como dos años, pero fue un escándalo”.

Si hubiera podido seguir ejerciendo como periodista quizás no habríamos conocido a la escritora, pero el exilio al que se vio forzada su familia le hizo perder la voz. Una voz que solo la novela iba a devolverle.

Publicada en 1982, cuando Isabel Allende tenía 40 años, los mismos que se cumplen de su mítica novela debut, La casa de los espíritus sigue siendo un hito en la literatura hispanoamericana y un acontecimiento literario al que seguirían una veintena de obras que la consagrarían a veces como la única autora mujer “visible” del bum y otras tantas como una escritora del postbum.

Tan poco amiga de etiquetas —porque no las necesita, porque se ha pasado la vida luchando contra ellas—, la novelista, que cree que ningún tiempo pasado fue mejor, ha hecho de la historia y la literatura una forma de entender el presente de Latinoamérica y de la mujer. Y también el dolor.

Paula, la novela que escribió como una forma de entender la enfermedad y el duelo por la muerte de su hija en 1992, comienza con una carta que sigue ayudando aún a las familias que transitan por una tragedia parecida:

“Tu abuela ruega por ti a su dios cristiano, y yo lo hago a veces a una diosa pagana y sonriente que derrama bienes, una diosa que no sabe de castigos, sino de perdones, y le hablo con la esperanza de que me escuche desde el fondo de los tiempos y te ayude. . . Pienso en mi bisabuela, en mi abuela clarividente, en mi madre, en ti y en mi nieta que nacerá en mayo, una firme cadena femenina que se remonta hasta la primera mujer, la madre universal. Debo movilizar esas fuerzas nutritivas para tu salvación”.

Ella, nos dice, es Paula. Y también Isabel Allende. Es nada y “todo lo demás en esta vida y en otras vidas”. La escritora, la activista, la madre y la hija; la feminista que consciente de su privilegio no exento de lucha y amargura sigue batallando por los derechos de niños y mujeres. Desafiando como, repite, deberíamos hacer todas.

Periodista y escritora. Ha colaborado en medios como Vice, The Objective, El ConfidencialEl Español. Es autora de las novelas El silencio de las sirenas (2016), La Tierra hueca (2019) y Los pies fríos (2022).