Libros

Prohibido olvidarse de Alejandra Pizarnik

En este 2021, la poeta argentina hubiera podido cumplir 85 años. En 2022, hará 50 de su suicidio. Un libro coral la recuerda.

La escritora argentina Alejandra Pizarnik. ALICIA D'AMICO/CORTESÍA ALICIA SANGUINETTI Y HUSO EDITORIAL

La frase, el mandato, nació como dedicatoria. Se la escribió jugando con las mayúsculas y minúsculas Alejandra Pizarnik a su amiga Elizabeth Azcona Cromwell en su libro Las aventuras perdidas. Decía: “Y ahora, elizabeth, PROHIBIDO OLVIDARSE de Alejandra”.

Lo recuerda su biógrafa Cristina Piña y lo recoge la narradora y ensayista argentina Reina Roffé en la colaboración que aporta a la obra coral recientemente publicada por la editorial Huso: Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces. Lleva un subtítulo que lo explica a la perfección: 85 voces amigas se abrazan al privilegio de celebrar tu 85 aniversario. Ochenta y cinco mujeres de quince países recordando a base de ensayos, homenajeando mediante narraciones y celebrando a golpe de verso que Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 y dejó una obra seductora, subyugante y deslumbrante, que no solo no se agota nunca sino que renueva su poder y su misterio en cada lectura.

A base de fragmentos, retazos, puntadas, las múltiples autoras construyen con sus diversos focos de interés un retrato puntillista de Alejandra Pizarnik. Y quizá sea esta corriente artística la que mejor le va a la inclasificable autora argentina.

Entre todas las colaboraciones de la obra destacan dos hors série: la hermana de la escritora, Myriam Pizarnik, y su sobrina, Sandra Riaboy, que recuperan con sus recuerdos la parte más privada, menos conocida de la homenajeada. Con sus retratos comienza este perfil caleidoscópico para no olvidarse jamás de Alejandra.

Hay muchas Alejandras en Alejandra Pizarnik

Flora, Bumita… También fueron sus nombres. Dos años mayor que ella, Myriam Pizarnik recuerda a quien “desde muy niña se distinguió por una simpatía enorme y una inteligencia notable”. Era la distinta en el vestir (“jamás vestiditos”); en el inseguro hablar (por su acento, su tartamudeo); en su manera de ser y expresarse… “Las madres de sus amigas se horrorizaban al escucharla por mal hablada y de malos modales. Para colmo, a los 15 años empezó a fumar con exageración”, comenta su hermana, que enumera sus pasiones: el idioma francés, la lectura, la pintura…

Con la mirada puesta en Europa y deseos de pisar Francia, el país de sus lecturas y sus devaneos existencialistas, comenzó estudios de Filosofía y Letras. Pasó por la escuela de Periodismo, recibió clases de pintura con Juan Batlle. Se sumó a círculos literarios y artísticos… Variedad de intereses, aspiraciones y huidas. Ella escribirá en sus Diarios: “Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto (…). Heredé el paso vacilante con el objeto de no estatizarme nunca con firmeza en lugar alguno”. Qué verdad. Ni siquiera en la vida se asentó con firmeza. “Siento que mi lugar no está acá (ni en ninguna parte quisiera decir)”, se lee también en sus Diarios.

Escindida así en la vida como en la literatura

Para entonces Alejandra ya era más bien dos Alejandras: una ocasionalmente extravertida, provocadora, desmedida, y otra taciturna, replegada sobre sí misma, eternamente incómoda e incomodada por todo y por todos. “Mal instalada: mal con el entorno, mal con los otros, mal con ella misma”, escribe Reina Roffé en su aportación al libro de Huso.

Esa dicotomía se trasladaría al terreno de la literatura. Cristina Piña —que acaba de publicar en Argentina una versión ampliada de su Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito— hace hincapié en el “humor desopilante” que caracteriza los textos en prosa de la escritora. Un lado desconocido que sorprendió a los acostumbrados a tratar con su vertiente poética, tan bella como herida y sombría. En su ensayo, Piña habla de obscenidad y grosería campeando en obras como La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, “unidas a una conexión con lo popular que resultaban impensables en el contexto de su poesía”. Y también habla de la sexualidad “acompañada de toda una parafernalia criminal y terrible de claras connotaciones sádicas” en La condesa sangrienta.

Entre una prosa así y una poesía que encuentra en el vacío, la extrañeza, la soledad y el aislamiento grandes líneas argumentales girando alrededor de la única, la muerte, resultan reveladoras las confidencias que comparte Sandra Riaboy, sobrina de Pizarnik: “Mi abuela Jane leía todos sus libros y me contaba que Bumita (Alejandra) la visitaba con cierta frecuencia. ‘Siempre escribe sobre la muerte, siempre escribe acerca del negro, de la sangre, de la noche’, me contaba rezongando. Yo era chica y no leía a Alejandra; sentía algo de miedo cuando se la mencionaba; la palabra muerte me daba miedo y Alejandra iba unida a la muerte”.  

Pero la muerte todavía podía esperar; no mucho, pero un poco sí. Estamos en la década de los cincuenta y Pizarnik ha publicado sus primeras obras: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), que dedica a su psicoanalista León Ostrov; el mencionado Las aventuras perdidas (1958)Literatura y vida están ya imbricadas peligrosamente. Como escribe la catedrática de Literatura Fanny Rubio en su ensayo para Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces, recuperando las palabras de Octavio Paz: “Los poetas no tienen biografía ya que obra es biografía”.

La poeta argentina Alejandra Pizarnik, en su biblioteca. ALICIA D'AMICO/CORTESÍA ALICIA SANGUINETTI Y HUSO EDITORIAL

Quedaba París

Entre 1960 y 1964, Pizarnik se asentó en París. Llegó con deseos de cambio y renovación: el 1 de enero de 1960 escribe: “Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras (…). Que me sean dados los deseos de vivir y conocer mundo”. 

Conoció a Octavio Paz, que adoptó cierta forma de mentor y la introdujo en los círculos intelectuales de la época. Así conoció y entrevistó a Simone de Beauvoir con un nudo en el estómago, y a Rosa Chacel, a Georges Bataille… Colaboraciones, traducciones… Conoció también a Julio Cortázar, y ahí ganó una amistad sincera que se mantuvo a través de cartas hasta el final. Un final que Alejandra Pizarnik nunca tuvo problema en anunciar y que Cortázar supo leer; de ahí también los párrafos expeditivos, un poco a la desesperada, de la carta escrita un año antes de que la poeta consumara sus anhelos suicidas: “Yo te reclamo (…) un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Solo te acepto viva, solo te quiero Alejandra. Escribíme, coño, y perdoná el tono (…)”.

Al fructífero periodo en lo personal que supuso vivir en el París de los años sesenta le sucedió un periodo de extraordinaria creación poética: en el 65, ya de vuelta en Buenos Aires, se publicó Los trabajos y las noches y tres años después, La extracción de la piedra de la locura. Son obras definitivas, de madurez poética, si es que es posible hablar de madurez en quien siempre conservó la mirada nueva y definitiva de las primeras veces. Al primero corresponden los versos:

(…)
he sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos
para decir la palabra inocente

Al segundo:

Manos crispadas me confinan al exilio.
Ayúdame a no pedir ayuda.
Me quieren anochecer, me van a morir.
Ayúdame a no pedir ayuda.

En todos hay muchos pájaros y jaulas, viento, sombras, muros, noche, espejos, lilas, sed. En todos, como recurrente presencia, la muerte como compañera fiel, dócil, paciente: La muerte siempre al lado, el deseo de morir es rey, quisiera estar muerta y entrar también yo en un corazón ajeno, son versos entresacados.

La vocación de morir

Con su escritura, más que con su vida seguramente, Alejandra Pizarnik había dejado claras sus intenciones. En el 61, en París todavía, había escrito en su diario: “Dentro de poco me suicidaré”. Forcejea, negocia con los plazos y, mientras, escribe, ama o quiere amar… Para ella la vida es lo que pasa mientras decide cuándo y cómo acabar con ella: “Cada noche me olvido de suicidarme”, escribe. En el 70 se pone seria y lo intenta, pero fracasa. La que sí acaba con su vida —por una sobredosis de heroína— es su admirada Janis Joplin, para quien tiene palabras y admiración poéticas:

(…)
hay que llorar hasta romperse
para crear o decir una pequeña canción,
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia
eso hiciste vos, eso yo.
Me pregunto si eso no aumentó el error.

Hiciste bien en morir.
Por eso te hablo,
por eso me confío a una niña monstruo.

Ni los reconocimientos ni las becas de prestigio (Guggenheim, Fulbright) que le llegan en esta última época la disuaden. En el 71 registró en su diario el firme propósito: “Quiero morir. Lo quiero con seriedad, con vocación íntegra”. No falló el 25 de septiembre de 1976, cuando, aprovechando el permiso que le habían dado en el hospital siquiátrico de Buenos Aires, donde estaba internada, ingirió una cantidad de pastillas que resultó suficiente, fatal. Entre sus papeles, unas últimas líneas:

No quiero ir
nada más
que hasta el fondo.

La escritora argentina Alejandra Pizarnik. ALICIA D'AMICO/CORTESÍA ALICIA SANGUINETTI Y HUSO EDITORIAL

“Te quiero viva, burra”

La quería viva Julio Cortázar, que le escribió esas palabras, y la quieren viva y así la sienten y la celebran las autoras que han participado en Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces. Al frente de la idea, la publicación y la editorial Huso, Mayda Bustamente, que fue la encargada de recopilar las aportaciones junto con la poeta, filósofa, académica y colaboradora de la editorial, Marifé Santiago Bolaños. 

A quien escribiera “Yo he firmado un pacto con la tragedia y un acuerdo con la desmesura” le correspondía en el año en que hubiera cumplido 85 un homenaje igualmente desmesurado: 85 escritoras de 15 países —España, Argentina, Chile, Cuba, Uruguay Perú, México, Polonia, Bulgaria, Australia, Marruecos, Francia, Rumanía, Italia e Israel— unidas para celebrar su aniversario, en forma de libro. La obra se divide en tres bloques: textos ensayísticos, con aportaciones de las mencionadas expertas Cristina Piña, Reina Roffé y Fanny Rubio, entre otras; narrativos, donde no faltan las cartas, conversaciones y sueños protagonizados por Alejandra Pizarnik en los relatos de Silvia Cuevas-Morales, Anunciada Fernández de Córdova o Karla Suárez. A ellos se unen versos de Amalia Iglesias, Violeta Medina, María Antonia Ortega, Raquel Lanseros o Cristina Peri Rossi.

Todos ellos buscan la palabra que celebra y convoca, a su alrededor, la vida. Quizá así sea posible esa Alejandra Pizarnik vieja que imagina Santiago Bolaños. En su relato está sentada sobre la tumba de su amigo Cortázar en Montparnasse y fuma un cigarro y dice: “Soy yo, la princesa mendiga; vengo a decirte que no morí. Vengo a recordarte que sigo viva (…)”. 

Cómo olvidarlo, Alejandra Pizarnik. Innumerables lectores lo saben, 85 escuderas lo recuerdan. Más una.

Periodista cultural. Colaboradora de medios como La Maleta de Portbou, El Salto y La Marea o de las revistas Diseño Interior y La Aventura de la Historia, con temas que van desde la filosofía y la poesía hasta la arquitectura y el diseño. Es autora de la novela La otra vida de Egon (2010) y los libros de relatos Siete paradas en el país de las sombras (2005) y La carretera de los perros atropellados (2012).