Libros

Pérgamo, el bosque de libros de un escritor saltimbanqui

La librería más antigua de Madrid cerró en 2022. Ahora vive una nueva etapa de la mano del autor mexicano Jorge F. Hernández.

El escritor mexicano Jorge F. Hernández, en la librería Pérgamo de Madrid. DANIEL VALDIVIESO GÓMEZ

Muchos años después, frente al cartel de “Liquidación”, el misterioso caballero habría de recordar los días remotos en que de niño visitaba la vieja librería de las estanterías de cerezo. Situada en el número 24 de la calle General Oráa, Pérgamo era entonces —lo sigue siendo— la librería más antigua de Madrid, y tiene por tanto una larga historia que no quiere dejar de ser escrita. Para las hermanas Lourdes y Ana, que estuvieron toda su vida detrás del mostrador, fue una novela de aprendizaje que duró siete décadas. Antes había sido una novela de guerra, pues su padre, Raúl Serrano Guillén, catedrático de Lengua y Literatura represaliado por el franquismo, no quiso firmar los Principios del Movimiento para recuperar su cátedra, pero tampoco quiso abandonar España: la solución fue fundar en 1945 Pérgamo; intentar vender libros en un país, una ciudad y un momento donde la mayoría apenas podía comprar comida.  

Luego vino la incursión en el género de suspense porque, llegado el momento, tantas veces demorado, de la jubilación, las hermanas Serrano entraron en contacto con el misterioso desconocido que, como había ocurrido años antes con el fundador de la librería, también dijo que no: si Pérgamo había surgido de la resistencia de su fundador ante presiones políticas, no iba a caer ahora ante las económicas que llamaban con insistencia y ganas de convertir el local “en una pizzeríiiiia o un salón de uuuuuñas”. Al habla, el escritor mexicano Jorge F. Hernández, que recuerda así ese final de 2021 e inicio de 2022, cuando la librería cerró sus puertas. “Fue una conmoción. Cuando anunciaron que se cerraba venía mucha gente con flores y bombones, llorando. Ahora hay gente que llora de la emoción al verla abierta”.

Si el misterioso empresario actuó como desfibrilador de la situación, Hernández (Ciudad de México, 1962) es el gozne entre esas dos etapas y artífice del renacimiento del nuevo Pérgamo, que reabrió en septiembre del año pasado. Así recuerda su entrada en escena: “Al empezar 2022 apareció un mexicano que había querido mantenerse muy discretamente. Es mitad gallego y, como buen gallego, es muy de su onda, pero es un hombre honesto, abogado, que había venido aquí de niño… El caso es que este J.J., sin apellidos, era mi lector desde hacía diez años, y sabía que estaba desempleado. Y es que yo, que había sido agregado cultural de México en España, tuve a bien pelearme con el Gobierno de López Obrador… ¡y a mucha honra!, porque defendí la lectura, y esa gente solo lee en la medida en que sea adoctrinamiento. Bueno ya se sabe dónde conduce eso: me decapitaron y, en esto, J.J. me ofreció ser librero”. 

“Un cuento de hadas”

Tras el capítulo de intrigas, de la mano de Jorge F. Hernández, el género literario de Pérgamo remontó a fantasía: “Hemos tenido muchísima suerte. Tenemos un grupo de lectores que empezaron a serlo aquí y que luego vinieron con sus hijos... Son muy fieles y ahora vienen y compran libros para sus nietos. Luego está el público en general, que viene porque se hizo muchísima publicidad involuntaria. Es que es un cuento de hadas esto que nos tocó vivir”, explica el escritor, quien recuerda las apariciones de la librería tanto en la prensa española como en la mexicana. “A la semana vienen en promedio tres o cuatro mexicanos para tomarse la selfi, para hacer el chisme, para querer pararse a mi lado y ver si soy o no soy George Clooney… La ironía es que yo, al año de haber sido mal maltratado, aquí estoy vendiendo libros y vendemos muchísimo mis libros también. Lo que nunca me explicaron los mayores es que si tú quieres vender como Carlos Fuentes tienes que tener una librería y eso lo acabo de descubrir ahora a los 60 años. A los 60 yo empecé una nueva vida que, muy probablemente, es en donde voy a terminar”. 

No está solo Jorge en esta nueva vida. El escritor tiene la buena compañía de Pablo Cerezo, al que conoció tras una conferencia. “Luego nos encontramos en un café, estaba recién salido de la universidad, y le dije: ‘¿te gustaría trabajar en una librería?’. Él es el ingrediente generacional, el gozne que hacía falta porque las librerías —las antiguas, me refiero— se manejaban de una manera rupestre, a mano, y eso está muy superado con un software que Pablo maneja como si fuera un astronauta. Yo no sé mucho de eso, pero sé que las máquinas te ayudan a hacer el inventario, a pedir la reposición de libros que vendes, con lo cual no necesitas un gran almacén: el ejemplar que vendes, lo pides y en dos días lo tenemos”. Junto con Pablo, Irene Recavarren es el tercer miembro de Pérgamo. Ella es, en palabras de Hernández, “el aaaaaalma de la librería”. El fichaje es triple, pues con ella llegaron sus hijas pequeñas, que ayudan mucho a afinar el criterio en lo que respecta a la literatura infantil: “Son una especie de termómetro y nos dan buenas pistas de si el libro mola o no mola”. 

Pablo Cerezo y Jorge F. Hernández, en la librería. D. V. G.

Formalizar la tertulia

Hablamos de hijos, de padres, de historias familiares. Hablamos de muchas cosas porque Pérgamo presenta poderosos efectos secundarios, y este es uno de ellos: la charla, la tertulia, el detenerse y estrechar el vínculo con quienes entran y compran o no compran, pero vuelven a contarlo y a contarte. “Antes era muy distinto. Había un mostrador que separaba y quien venía a pedirte no tocaba la medicina. Tú pedías tu receta y las señoras te extendían… Ahora todo es muy cercano. Tenemos esos muebles que se mueven gracias a que pusimos ruedas”, explica el librero. Eso en el apartado físico, que permite despejar el espacio para celebrar presentaciones de editoriales, lecturas poéticas o un club de lectura. Todo eso favorece la conversación pública. Pero el día a día de una librería son los lectores, sus peticiones y sus inquietudes. En ese terreno de la conversación más privado, más íntimo, también Pérgamo tiene mucho que decir. En el vis a vis con los lectores es donde una librería —y sus libreros— se la juegan. 

“Destaco un señor que estaba recién jubilado y que no había leído Los tres mosqueteros. Se los llevó, los leyó y regresó agradecido. Fue muy gratificante. Luego hay gente que viene casi a diario. Tenemos a un portugués, un verdadero apasionado de la lectura, que era habitual de literatura rusa clásica y luego brincó a la francesa. Ahora, por culpa de Pablo, empezó a leer a Cortázar y estoy ansiando ver el momento en que llegue a Borges y luego a México...”, explica Jorge. Cambiando de interlocutor, Pablo Cerezo también tiene sus experiencias con lectores, el caso de “gente que está pasando por una ruptura o un duelo y viene, ‘oye, qué libro me recomiendas’, y puede ser para evadirse o justo lo contrario, para recrearse en el dolor o hablar de ello. En este sentido, el de librero tiene una parte que se parece al trabajo de taxistas, peluqueros, camareros... ”. Cerezo habla de responsabilidad también y recuerda el caso, en los comienzos, cuando tenían muy pocos libros todavía, “y llegó un chico joven pidiendo una lectura ligera y de tapa blanda. Acabó explicando que era para su madre, a la que estaban dando quimio y era para que leyera durante las sesiones. Aquello nos cayó como un mazazo”.  

“También es verdad que te expone”, prosigue Jorge, “estás abierto para que entre todo tipo de público y te pregunte: ‘¿Venden libros?’, rodeado así como estás. O cuando entró uno, me miró y dijo: ‘¿Usted no es la señora que estaba aquí antes, no?’ Cuando es evidente que no: a mí con quién me confunden es con Margo Glantz. En general, hemos tenido mucha suerte y, en la inmensa mayoría de los casos, Pérgamo se vuelve un lugar de tertulia improvisada y eso es lo que vamos a tratar de formalizar”. 

Una pila de libros que esperan ser ordenados. D. V. G.

A imagen y semejanza de los libreros

Eso por lo que respecta a los encuentros con los lectores y visitantes de Pérgamo. Pero, una librería tan particular, ¿qué trato tendrá con las editoriales y, sobre todo, los distribuidores? ¿Los libros que venden son los libros que les gustan? 

“Todos los distribuidores fueron muy amables, salvo uno que al principio se portó como un hijo de la chingada, pero ya lo toreamos”, responde Jorge. “Nos hemos cuidado de los distribuidores que insisten en querer obligarte a vender mindfulness o la cocina vegetariana... No es ese el carácter de la librería. El alma de Pérgamo es la literatura pura y dura. Aparte tenemos ciencias sociales, ciencia política e historia, algo de filosofía y el gran recurso de que si algo no lo tenemos, lo pedimos”. “O le proponemos otro”. Habla Pablo Cerezo, y habla por él mismo: “Hace tiempo alguien vino preguntando por un libro, Imperiofobia, y se ofendió muchísimo cuando le hablamos de Imperiofilia de Villacañas. Se marchó furioso…”. Fue “de los pocos choques”, matiza Jorge, “porque tampoco puedes estar así, peleándote con todo el mundo, ni este es un espacio ideológico. Hombre, es evidente, por ejemplo, que el que llega aquí pidiendo un libro fascista no lo va a encontrar”. 

Más allá de los libros que se pueden encontrar y los que no, en Pérgamo se venden revistas culturales, de filosofía, por ejemplo, y artículos de escritura como libretas o estilográficas. “Y otro capricho mío”, dice Jorge mirando a Pablo. “A ver si antes de que cumplamos un año empezamos a poner en práctica lo que te dije: yo quiero vender soldaditos. El ánimo de la librería corresponde básicamente a lo que nos gusta a nosotros: la madera, la solera, la tertulia… y los soldaditos”.

El escaparate de Pérgamo, en el número 24 de la calle General Oráa de Madrid. D. V. G.

Gajes del lector y nichos de mercado

Un librero es una mina para el sector del editorial. En último término, las editoriales están en sus manos —nunca mejor dicho—, en las recomendaciones que toman para ofrecérselas a los lectores que preguntan por tal o cual libro. Pero es que, mucho antes de este momento, ellos tienen información privilegiada sobre lo que Jorge  llama “gajes del lector”, demandas generalizadas o tendencias que detectan antes que nadie y que podrían suponer nichos de mercado. Son clarísimas: “Por ejemplo, el tipo de letra. La pantalla ha influido para que la gente sepa y se acostumbre, como en el libro electrónico, a aumentar el tamaño, pero en el papel dependes del lector. Hay editores que desdeñan eso y siguen publicando con letra demasiado pequeña, que ya sé que el papel es caro, pero...”. Hay excepciones, la colección Letra Grande de la editorial Popular, algunos de cuyos ejemplares se encuentran en Pérgamo, o la serie Camaleona de libros con letra “gorda”, que atienden esa demanda creciente, pero invisible y no resuelta: son muchas las personas que aman la lectura, pero se sienten expulsadas por algo tan fácilmente remediable como aumentar el tamaño de la letra. 

Segunda demanda de lectores y segundo aviso a editoriales: “Se pide mucho libro en inglés. Todavía no hemos dado ese brinco y sería importante, porque en particular en Madrid sigue siendo complicado conseguir libros en otros idiomas. Hay algunas como Pasajes y otra por ahí, por Ópera, pero no son demasiadas”, dice Jorge.

Y tercera: el mundo de las encuadernaciones. “Al principio se exhibían ahí algunas mías, pero ya no porque son mis ejemplares y me dio miedo que se lastimaran. Obras de Carlos Vera, que es el encuadernador príncipe de la Biblioteca Nacional de España, hijo de Don Benito Vera, el gran encuadernador. Es autor de un manual que ahorita está agotado, pero al venderlo éramos un puente de contacto entre quienes llamaban por teléfono para excentricidades que tenían que ver con ese mundo, por ejemplo, gente del barrio que quería encuadernar sus agendas o sus diarios…”.

Dos de las novelas publicadas por Jorge F. Hernández. D. V. G.

Secretos de familia

El día a día de Jorge F. Hernández se desarrolla entre libros y autores que vienen de visita, a presentar libros o como público a los actos. En eso, la vida no le ha cambiado demasiado a un escritor que lo ha sido desde que un día se dio cuenta de que no servía para aquello para lo que iba. Y ¿para qué iba Jorge F. Hernández? ¿Será verdad que tuvo un pasado de torero?

Desde el corazón de Pérgamo, viajamos a Guanajuato, México, adonde llegó un chaval de 14 años desde Washington D.C. En este momento, la historia de la librería se pasa al monólogo:

“Nací en México, sí, aunque en mi novela Un bosque flotante puse que nací en Alemania. Allí viví en la infancia, después nos fuimos a Estados Unidos y, cada vez que íbamos a México, yo jugaba a los toros, al toreo de salón. Aprendí todas las suertes, los quites, los lances, y el español que aprendí se debe en gran parte a la jerigonza taurina. Los colores los aprendí primero como pintas de los animales o de los ternos, de modo que hasta ya muy adolescente yo le decía ‘tabaco’ al marrón y ‘grana’ al rojo. Me fascinaba todo ese universo verbal. Un día decidí que ya no quería vivir en Estados Unidos, que me iba a Guanajuato, donde tenía 54 primos y una familia muy, muy numerosa. Mi madre decidió marcharse también, de modo que obligué a cambiar todo el mise en scène de mi familia. Mi padre tardó algo más, pues tenía que renunciar, vender la casa, además ocurrió un desmadre… ¿Leíste la novela? Bueno, él se vino año y medio después. El caso es que yo con 14 años estaba allí con mis primos, que eran muy aficionados a la charrería, al arte de la jineta, a florear la reata y todo lo que hacen los charros.  Yo no sé hacer nada de eso, soy muy mediocre para montar. En esto que en una ganadería se dio la epifanía de que soltaron una vaca, una vaca bastante grande, que resultó ser muy buena y que estaba lidiando un matador de toros que luego fue uno de mis mejores amigos —y que se suicidó hace una década— David Silveti, una figura del torero. En esas circunstancias, en este escenario campirano, muy taurino y muy españolizado tal que era como una fiesta, David, que era hijo de madre inglesa y bilingüe, me dijo en perfecto inglés: ‘Would you like to try?’. Y dije: ‘Guau, sí’. Y él: ‘¿Lo has hecho antes?’. Y yo: ‘No, he jugado’. Y me dijo: ‘Bueno, no te preocupes que aquí te echamos la mano’. Salí y se me dio de maravilla. Fue, como te dije, una epifanía y lo que sentí… Me volvió loco aquello, prácticamente dejé de ir al colegio: me empujaron a conocer el campo, a ver cómo se crían los animales… Y ahí se hizo el negocio, me querían anunciar como el gringo no sé qué pinche apodo y dije no, eso tampoco. Maté en total 17 novilladas entre los 14 y los 20 años de edad, pero seguí estudiando y ya estaba en la universidad. Para entonces ya había nacido un pequeño problema con el alcohol, y era que yo prefería emborracharme y estar arriba en el tendido y pasarla bien y la bota… Pero, bueno, ¡esto ya parece psicoanálisis!”.

Pues quizá, pero acabemos con el monólogo:

“Dejar de beber fue exactamente como dejar de torear. Una decisión que uno ha de tomar en absoluto silencio y soledad. Y es dolorosísimo decir o decidir que uno no vale para algo. Le ha pasado también escritores, mismamente al joven Kappus, el poeta al que Rilke le manda algunas de las cartas más bellas que se han escrito, y resultó que ese joven poeta se dio cuenta de que no era poeta, que era solo un pinche militar. Lo mismo pasó conmigo: me tocó una generación de otros mucho más valientes y artistas y yo iba a ser como Salieri y dije: ‘No, pues yo no sirvo para esto’. Curiosamente, tres años antes que me quitara del cuento, yo ya había publicado un cuento. Esa es buena frase, ¿eh? Ahí me dije: ‘Pues es por aquí’. A partir de ahí trabajé solo en todo lo relacionado con leer y escribir, donde también hay cornadas… Soy un saltimbanqui. Quizá por herencia de mi padre, que era un desmadre. Él vivía los días por mitades: o sea, había una mitad de la vida de mi papá en la que trabajaba en la embajada y andaba de corbata y conocía a gente muy importante, pero en la otra era un bohemio de delirio, pero de delirio. Yo creo que por ahí lo heredé, y quizá mis hijos lo heredaron también. Santi tiene su editorial, Minerva, cuyos libros vendemos aquí. Es ensayista y tiene esa cara intelectual, pero es el front man de Zuaraz y no te imaginas como anima al público y les pone a cantar. Sebastián es más coherente, quizá, es músico y punto. Lo que falta es que hagan aquí un unplugged con su música…”.

Son planes de futuro con los que, de momento, solo se sueña, pero Jorge F. Hernández avisa: “Cuando logremos tirar paredes e invadir toda la manzana habrá sillones de cuero negro, puertas biseladas con el nombre de Pablo… ¡Y vamos a poner hamacas también!”. Le vendrá bien para la práctica del psicoanálisis y para seguir escribiendo la historia de Pérgamo, saltando de género en género. Ojalá esa ambición que sueña con recuperar manzanas en el centro de la ciudad para los libros y para facilitar encuentros al calor de las páginas no se quede en relato de ciencia ficción. Ojalá lo pueda contar otra crónica, una entrevista reportajeada o algún otro género periodístico: significará que Pérgamo sigue dando que hablar, sigue siendo noticia.

Periodista cultural. Colaboradora de medios como La Maleta de Portbou, El Salto y La Marea o de las revistas Diseño Interior y La Aventura de la Historia, con temas que van desde la filosofía y la poesía hasta la arquitectura y el diseño. Es autora de la novela La otra vida de Egon (2010) y los libros de relatos Siete paradas en el país de las sombras (2005) y La carretera de los perros atropellados (2012).