En el Madrid de Andrés Trapiello

Un paseo de autor por las calles y plazas de la capital española.

El escritor Andrés Trapiello, en la plaza de la Ópera de Madrid. IGNACIO VIDAL-FOLCH
El escritor Andrés Trapiello, en la plaza de la Ópera de Madrid. IGNACIO VIDAL-FOLCH

Para celebrar el éxito fenomenal de su libro Madrid (Destino, 2021), salimos de paseo con Andrés Trapiello. A pie, claro: él se considera “un viajero de ir a pie: lo que un hombre de mediana edad y salud no pueda andar en una mañana o una tarde, queda fuera del mapa, o, por lo menos, de mi sextante”.

Partimos de su piso en la calle del conde Xiquena, en el corazón del distrito Centro, donde el escritor español, nacido en la localidad leonesa de Manzaneda de Torío en 1953, vive desde hace décadas. Calle de nobles casas decimonónicas, la misma donde residió Simón Bolívar antes de irse a América a convertirse en el Libertador; enfrente de la casa donde vivió Ruano, el más grande, o uno de los más grandes cronistas del spleen de Madrid, marcado además por una vida —legendaria o real— poco menos que demoníaca. Me parece muy apropiado que Trapiello viva en esta calle tan histórica y central que acaba en el jardín de la iglesia de Santa Bárbara. Él conoce del corazón de Madrid cada edificio notable, con su historia y su anécdota:

—Me las conozco tan bien, que ya lo he olvidado casi todo.

Pasamos por la Gran Vía, nos paramos a echar un vistazo a la dorada, barroca, iglesia de San José, donde Lope de Vega ofició su primera misa; nos paramos en la puerta del Sol, que le parece “casi lisboeta” —es un gran elogio—, de gracia neoclásica; me hace fijarme en la Mariblanca, Venus del siglo XVII y “estatua por antonomasia de Madrid”; nos desviamos un momento por la calle Arenal, una calle que “parece que lleve a tu casa”, dice, en referencia a su trazado ondulante y lateral.

Volvemos sobre nuestros pasos ante la mítica, bicentenaria chocolatería del pasaje de San Ginés, donde las sucesivas generaciones han repuesto las fuerzas juveniles consumidas en las noches bravas con una taza de  chocolate caliente a las dos o las tres de la madrugada… Llegamos a la Ópera, y a la espaciosa, noble plaza de Oriente, que es uno de sus sitios preferidos. Y al volver por las inmediaciones de la plaza Mayor me señala, junto al Arco de Cuchilleros, la casa “donde vivía Fortunata”, la trágica protagonista de Fortunata y Jacinta, apoteosis literaria del Madrid galdosiano…  

—De este lado está en el séptimo piso; por el otro, es un cuarto.

Por amor al personaje de ficción, o sea, “por hacerlo real”,  Trapiello un día entró en la casa y subió por una escalera angosta los siete pisos hasta el rellano de Fortunata: “Al llegar arriba me encontré, llorando como una Magdalena frente a la puerta, a una joven; se asustó al verme y para justificar su llanto solo acertó a proclamar en un sollozo desgarrador: ‘¡Aquí vivió Fortunata!’, antes de huir escaleras abajo, muy apurada, como una poseída.”

'Madrid' de Andrés Trapiello

Esta anécdota personal, que me parece conmovedora, y que es solo una más del libro, una más entre las muchas, jugosas, divertidas, con un magnífico elenco de personajes característicos de la ciudad, incluida una divertida escena con el rey Juan Carlos (recogiendo del suelo de un jardín la colilla que alguien había arrojado desconsideradamente, y negándose a hablar de libros: “eso, la reina”), es un ejemplo de la peculiar naturaleza híbrida e inclasificable de Madrid, a medias guía urbana, guía histórica, anecdotario, memoria autobiográfica, relato riguroso, documentado, y salpicado de digresiones y recuerdos, que convierte el libro en una peculiar suma de contrarios: es un artefacto moderno, escrito sobre la falsilla del propósito didáctico tradicional, y sobre una documentación rigurosa recogida por el autor en la inmensa pero sectorial bibliografía sobre la ciudad y en mil pecios pescados durante décadas de visitas dominicales al Rastro.

Su éxito, que se basa en esa mezcla de lo doctoral y lo alegremente confesional, y en el que quizá tenga algo de parte algún deseo de los madrileños de inyectarse por vía literaria algo de autoestima, es una sorpresa para él, aunque de la importancia destacada que tenía este libro en su propia trayectoria literaria ya era consciente Trapiello desde que lo estaba escribiendo, según recuerdo algún comentario que me hizo tiempo atrás —no recuerdo si cuando salió El Rastro o cuando se publicó su breve joya a propósito de cinco cartas inéditas de Baroja que había encontrado en no sé qué comercio de papeles viejos, quizá en la Cuesta de Moyano—.

El Rastro creo yo que sí, que ha quedado bien, pero el libro importante será Madrid —me dijo. 

Hoy es un día especialmente grato para él, porque acaba de distribuirse la décima edición de Madrid y ya está en prensas la undécima, y hoy precisamente ha puesto el punto final a su siguiente libro: el tomo 23 de su diario, de título genérico “Salón de los pasos perdidos”. De estos diarios publica uno cada año y tiene un número constante de lectores adictos, aunque en su vida de escritor no es que pasen muchas cosas a priori emocionantes. Es un polígrafo copioso e incansable que a base de tenacidad y tino conceptual —recordemos solo la novela Al morir don Quijote, donde retoma los personajes de Cervantes bajo la inspiración musical de los motetes de Tomás Luis de Victoria; su canónico ensayo Las armas y las letras, incesantemente corregido y reeditado, sobre los escritores españoles en la Guerra Civil; el libro El Rastro, monumento sobre ese mercadillo tan tradicional y quintaesencialmente madrileño— ha acabado por imponer su estética literaria, y su voz, muy relacionada con un léxico con cierto sabor tradicional, fundado en el conocimiento amoroso de la tradición española, a la vez que iba refinando el tono, agregándole una creciente desenvoltura y como indiferencia superior.

Así es como esta peculiar guía de Madrid, llena de experiencia personal, experiencia no siempre feliz, a veces dolorosa —su llegada desde la negra provincia a la capital, de jovencito, con una mano delante y otra detrás, tras romper con sus padres y siguiendo a un amor, para vivir una bohemia nada dorada, es ya por sí sola un asombro, que recuerda Una dulce destrucción, la romántica novela de Hugo Claus, que también salió de Gante en pos de una muchacha, para vivir París como un gorrión en el alambre—, parece escrita con deliciosa despreocupación. Y pasa que la despreocupación es algo muy valioso pero cuesta carísimo adquirirla, es un atributo que requiere años y penas… 

En Madrid habla, por ejemplo, del Palacio Real en estos términos tautológicos: “El palacio real es por fuera como todos los palacios reales, y, por dentro, también”. Sentencia que me recuerda la de Auguste Chevalier: “Cuando un vizconde se encuentra con otro vizconde, lo único que hacen es hablar de cosas de vizcondes”. Se refiere en otro sitio a las fuentes de Madrid, cuya abundancia y calidad del agua fueron decisivas para instalar aquí la corte de los Austria, y, después de exponer muchos datos interesantes, matiza: “Yo leo estas historias en libros recientes y antiguos, que a menudo se contradicen entre sí, pero como no nos va la vida en ello, todas me parecen bien.”

A esto se le llama ponerse, si no el mundo, a Madrid por montera, y no es algo que cualquiera se puede permitir, hay que tener fundamento. Aquí habla un erudito y un vecino, un escritor que conoce y quiere a su ciudad, no ya sin sentimentalismos ni sin que necesariamente tengan que gustarle las grandezas imperiales y cosas de renombre y pompa que haya en ella, sino sin ni siquiera preocuparse, a veces, de explicarle al lector si le gustan o no. Por eso, a propósito de aquel mismo edificio, agrega: “Al que le gusten los palacios no tiene porqué no gustarle éste.”

A mí me encantan estas humoradas entre británicas y surrealistas, y me parece que el autor se las permite más según prodiga menos sus pullas, aunque sin renunciar a ellas, a veces hiriendo de un solo tiro a dos escritores de mérito dispar pero innegable, que también eran un estalinista rencoroso y el primer fascista español: “Vacunado por haber conocido a Bergamín, pude hablar sin problemas con Giménez Caballero…”.

 Y me encantó también que nuestro paseo acabase en el callejón de Preciados. Allí nos despedimos, ante una tienda cerrada. Señalándome la persiana echada, me dijo: “Aquí estaba la mejor librería de Madrid”. Me di cuenta y me dio un vuelco el corazón: aquella era…aquella tenía que ser la librería del callejón de Preciados ¡La librería de viejo de Enrique Moreno en Pisando ceniza, el libro de Arroyo-Stephens! Cerrada o no, sentí que yo, barcelonés como quien dice recién desembarcado en Madrid, de la que por culpa de la covid-19 y otros motivos que no vienen al caso sé bien poco, embarazosamente poco, ahora llegaba, de la mano de Trapiello, al mismo corazón secreto de Madrid.

Escritor y periodista. Colaborador de medios como El País, Tiempo y Letras Libres. Autor de las novelas No se lo digas a nadie (1987), La libertad (1995), Turistas del ideal (2005) y Pronto seremos felices (2014), entre otras.

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