Puerto Cortés, la ciudad melancólica

Fue el antiguo epicentro de la industria bananera de Costa Rica. Pasó al olvido. Y ahora da nuevas señales de vida.

Casas de la zona del embarcadero en la ciudad de Puerto Cortés, Costa Rica. LUIS BRUZÓN DELGADO
Casas de la zona del embarcadero en la ciudad de Puerto Cortés, Costa Rica. LUIS BRUZÓN DELGADO

El río Balsar atraviesa Puerto Cortés como siempre lo ha hecho. Sus aguas son de un verde intenso, cercano al color turquesa. En su desembocadura, ofrece un espectáculo visual de gran belleza, al chocar con el tono parduzco del gran cauce del río Térraba, la cuenca hidrográfica más grande de Costa Rica, que arrastra sedimentos a lo largo de sus 160 kilómetros de recorrido hasta su salida al océano Pacífico, en el delta del Diquís.

A pocos metros del encuentro fluvial, algunos botes intentan revivir inútilmente la vida del antiguo embarcadero, centro de una frenética actividad en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Allí se concentraba un sinfín de lanchas y gentes, entre grandes racimos de banano que iban y venían sin parar. El sudor de quienes a cuerpo descubierto realizaban las faenas más duras se mezclaba con los sombreros y trajes elegantes de hombres y mujeres que desafiaban el polvo y el calor tropical para desplazarse a otros puertos importantes, como Golfito o Puntarenas.

Los boteros suministraban la única fuente de comunicación con el exterior, ante la ausencia de carreteras. Por eso también en ese playón se hacinaba un comercio informal que vendía todo tipo de productos y comidas locales. Las vianderas vociferaban su oferta gastronómica, entre tortillas de maíz, picadillos de papaya o la famosa burra, hecha a base de arroz y frijoles, y que hoy los costarricenses consideran su plato más tradicional con el nombre de gallo pinto.

Embarcaciones en Puerto Cortés, en la época de esplendor de la ciudad. CORTESÍA LUIS HUMBERTO FIGUEROA
Embarcaciones en Puerto Cortés, en la época de esplendor de la ciudad. CORTESÍA LUIS HUMBERTO FIGUEROA

Era el tiempo de la compañía bananera. La estadounidense United Fruit Company se había instalado allí, en las proximidades del Pacífico, después de una larga etapa en la vertiente atlántica de Costa Rica, que finalmente tuvo que abandonar por los estragos de la naturaleza. El antiguo nombre de la localidad —El Pozo— fue sustituido por Puerto Cortés a raíz del acuerdo que la transnacional suscribió en 1934 con León Cortés Castro, ministro de Fomento de Costa Rica y luego presidente del país entre 1936 y 1940.

El periodo de la United en territorio costarricense había comenzado a finales del siglo XIX. La compañía llegó atraída por la fertilidad de la tierra para la producción de un cultivo cuya exportación a Estados Unidos le proporcionaría pingües beneficios. El Gobierno de Costa Rica le concedió vastas extensiones de tierra en la zona atlántica y el permiso para extender líneas de ferrocarril por donde agilizar el transporte de mercancías. A cambio, la compañía del magnate Minor Keith (“rey sin corona de Centroamérica” lo bautizó Eduardo Galeano) se comprometió a sufragar la deuda externa del país, a contribuir con el desarrollo mediante el tren de vapor y a dotar de energía eléctrica las principales ciudades, además de construir escuelas y hospitales, entre otras infraestructuras.

Postal de una plantación bananera en Costa Rica. ARCHIVO ENRIQUE CAMACHO NAVARRO
Postal de una plantación bananera en Costa Rica. ARCHIVO ENRIQUE CAMACHO NAVARRO

Sin embargo, pasados los años, las prolongadas lluvias causaron grandes inundaciones que destruyeron aquellas vías por las que circularon los vagones cargados de banano. En el agua estancada, surgieron hongos y enfermedades letales para las plantaciones. Seguramente, la masiva deforestación que realizaron los estadounidenses para extender sus sembradíos alteró de tal manera el medioambiente, que éste no dudó en castigar la afrenta.

Las comunidades indígenas atribuyeron la expulsión de los foráneos a la acción de sus espíritus, a quienes imploraron durante días de meditación y ayuno. Era urgente acabar con lo que consideraban una explotación a sus trabajadores, la mayoría nativos de aquellas tierras. Junto a negros, mestizos y a otros campesinos llegados de distintas latitudes, se quejaron continuamente de la explotación laboral a la que fueron sometidos, de condiciones infrahumanas de vivienda, pagos miserables y peligros letales, como la malaria o la mordedura de serpiente, para cuyo veneno no contaban con suero antiofídico.

Muchos murieron, pero su lucha no resultó infructuosa, pues desencadenó una huelga sindical sin precedentes en América Latina. Ocurrió en el mismo año de 1934 y fue espoleada, entre otros, por el escritor costarricense Carlos Luis Fallas, conocido como CALUFA, quien en 1941 publicaría la imprescindible novela Mamita Yunai, nombre con el que los empleados solían llamar a la United.

Una época de prosperidad

Fruto de aquella experiencia, cuando se trasladó al lado del océano Pacífico buscando nuevos horizontes, la United tuvo que mejorar las condiciones contractuales de sus empleados. Quizá esa es la razón por la cual, para los actuales habitantes de Puerto Cortés y alrededores, la imagen de la compañía no es mala. La multinacional generó trabajo, actividad y riqueza. La atención se centró en aquella localidad a orillas del río Térraba. Llegaron cientos de inmigrantes. Algunos productores locales se convirtieron en empresarios independientes, que aumentaron su fortuna y prestigio vendiendo sus cosechas a la transnacional. Crecieron tanto que construyeron su propio ferrocarril, más modesto que el de la gran empresa. Era común ver las pequeñas máquinas por los rieles que atravesaron las principales calles de la ciudad.

El centro de Puerto Cortés, atravesado por las vías de ferrocarril. CORTESÍA LUIS HUMBERTO FIGUEROA
El centro de Puerto Cortés, atravesado por las vías de ferrocarril. CORTESÍA LUIS HUMBERTO FIGUEROA

La más emblemática, la calle del Comercio, está plasmada en una foto histórica. La conserva Luis Humberto Figueroa, investigador, gran conocedor de su ciudad, a la que vio morir poco a poco. Él, como la mayoría de lugareños, la sigue llamando “El Pozo”. Reconoce que el nombre puede ser una derivación de un vocablo indígena de origen térraba, cercano a la pronunciación cocso. Se aferra a la nostalgia que transmiten esas instantáneas, con la esperanza de que Puerto Cortés —hoy llamada oficialmente Ciudad Cortés y declarada cabecera del cantón de Osa— vuelva a ser punto de atención nacional e internacional, porque su historia está plagada de acontecimientos. La retratada calle del Comercio, con sus señoriales edificios, demuestra la pujanza que ostentó la ciudad.

“Hasta dos teatros tuvo Puerto Cortés, más que otras ciudades en teoría más importantes, como Puntarenas o Cartago”, recuerda Figueroa. En realidad, fueron dos cine-teatro, donde se llegaron a interpretar musicales y exhibir películas de moda.

Publicidad del Club Social Deportivo Nacional de Puerto Cortés. CORTESÍA LUIS HUMBERTO FIGUEROA
Publicidad de uno de los clubes sociales de Puerto Cortés. CORTESÍA LUIS HUMBERTO FIGUEROA

Cabe imaginar cómo era la vida en aquellas calles rectilíneas, por cierto, plagadas de bicicletas. Esos vehículos siguen siendo hoy un símbolo en su trazado ortogonal. Javier Barrantes, uno de los ancianos más conocidos en la localidad, guarda una colección de las más antiguas. Destacan la Raleigh y la Rouche, modelos británicos, con diseños diferenciados para hombres y mujeres. Para ellas, se eliminó la barra principal que unía el manillar con el sillín, dado que la mayoría portaba vestidos largos. Para que éstos no se engancharan en la cadena, también incorporaron una protección. “Eran bicicletas fuertes y sus repuestos llegaban de la propia Inglaterra. Eran reparadas en establecimientos especializados, llamados ciclos. La compañía proporcionaba bicicletas a los capataces y otros trabajadores, y su precio se lo iba descontando del salario”, dice Barrantes, mientras señala orgulloso cada una de las piezas cuidadosamente ensamblada.

En los años cincuenta, era muy común ver una gran cantidad de bicicletas aparcadas en el exterior de edificios emblemáticos, como el Hospital Tomás Casas, cuyo esqueleto de madera, abandonado y carcomido por el tiempo y la humedad, permanece en la actual Puerto Cortés. Pero también se podía ver a los grupos de bicicletas en las afueras de los salones de baile, según cuenta el propio Barrantes. “Era tal el desorden que, en ocasiones, al salir, uno confundía la bicicleta con la de otro propietario, pero al día siguiente la gente se buscaba para devolverse la original y tan amigos”, confiesa sonriente.

Javier Barrantes, en Puerto Cortés, con algunas de sus bicicletas. LUIS BRUZÓN DELGADO
Javier Barrantes, con algunas de sus bicicletas. L.B.D.

Sin duda, el tiempo de ocio formó parte importante de la ciudad. Y la calle aledaña al embarcadero se llenó de “casas de refuego” o, lo que es lo mismo, de prostíbulos. Hasta una veintena de ellos convivió en tan pequeño espacio. Figueroa lo atribuye al hecho de que, en los comienzos de la actividad bananera, solo llegaron hombres a trabajar. Posteriormente trajeron a sus familias, o hicieron nuevas familias en Puerto Cortés. “Muchas prostitutas se convirtieron en esposas y madres de los herederos actuales de la ciudad”, apunta, con cierto temor a lo que puedan pensar otros de semejante afirmación…

No en vano, aquellos prostíbulos marcaron una línea imaginaria prohibida para muchos. A los niños no se les permitía pasar por delante de esos establecimientos, ni siquiera de día. Alcohol, música y vida clandestina se mezclaban en aquellas casitas de madera, algunas de las cuales subsisten hoy en día como viviendas particulares cerca del embarcadero. No es difícil imaginar el ruido de las tablas al retumbar en los bailes del swing criollo, hoy patrimonio cultural inmaterial de Costa Rica. En aquel momento era mal visto, considerado de baja reputación con su forma característica de brincar, eso sí con gran ritmo, en una especie de híbrido entre la música de las grandes orquestas de swing y la cumbia colombiana.

La madera era la materia principal para la construcción de las casas y demás edificios, cuyo diseño era determinado por la compañía. Por lo general, según Figueroa, era madera negra de pino tea, traída de Honduras, muy resistente a la humedad. La urbe llegó a contar con más habitantes que los 7.500 que tiene actualmente. Figueroa también habla de su decadencia, la cual empezó en los años sesenta, con la construcción de las principales carreteras que cambiaron el panorama de los transportes de mercancías. Los camiones fueron sustituyendo a las barcazas y los ferrocarriles, y la vida cotidiana de la ciudad sufrió una profunda transformación. Otras localidades cercanas comenzaron a adquirir más pujanza. Y, con los años, la presión sindical para obtener mayores reconocimientos hacia los trabajadores fue mermando la fuerza y el interés de la compañía por mantener su actividad tradicional y sus inversiones en la zona.

El Hospital Tomás Casas Casajús de Puerto Cortés, en estado de abandono. LUIS BRUZON DELGADO
El Hospital Tomás Casas de Puerto Cortés, en estado de abandono. L.B.D.

Tradición y futuro

Hoy en día otras empresas con diversificación de cultivos siguen aprovechando la fertilidad de la tierra en Puerto Cortés, pero ya son pocos los inmuebles que quedan de aquella época de esplendor urbano. Los espacios más cercanos al río Térraba se han convertido en grandes eriales, en donde, una vez desaparecidos los edificios, no se volvió a construir. También las inundaciones periódicas del gran cauce del Térraba producto de las lluvias torrenciales han influido en su abandono. La ciudad se ha ido desplazando hacia el interior, buscando lugares más alejados del agua y el cemento ha ido sustituyendo a la madera.

No obstante, algunas de las casas tradicionales que han logrado resistir el paso del tiempo lucen restauradas y coloreadas, con murales que representan la historia y la idiosincrasia de Puerto Cortés. Son parte del proyecto De Puerto a Puerto, que trata de revitalizar, con enfoque turístico, la ruta fluvial que comunica esta ciudad con otros dos antiguos embarcaderos: Sierpe y Puerto Jiménez. La ruta para los visitantes no necesariamente ha de realizarse en bote o lancha. También pueden usarse las modernas carreteras y otros caminos secundarios acondicionados para ello. Lo importante es dar a conocer la historia de estas localidades —muy desconocida incluso para los costarricenses—, rescatar la esencia que alcanzó en la época bananera y ofrecer el variopinto abanico de expresiones multiculturales que forjaron su identidad.

Mural en una de las viviendas de la ciudad de Puerto Cortés, Costa Rica. LUIS BRUZON DELGADO
Mural con motivos típicos de la ciudad en una de las viviendas de Puerto Cortés. L.B.D.

Jahaira Ramírez es guía turístico de Puerto Cortés, una de las líderes de la iniciativa de revitalización. Junto con el pintor local Jorhany Trejos, revisa el aspecto de las casas tradicionales que primero han sido restauradas con madera de melina, muy propia de procesos de reforestación en Costa Rica con fines constructivos, y luego decoradas con motivos típicos de la localidad. En las pinturas se ven las antiguas barcazas del embarcadero, junto a trabajadores acarreando racimos de banano, la fauna tradicional del lugar con las típicas guacamayas rojas o lapas y las características bicicletas de los vendedores.

No quedan por fuera de ese repertorio los motivos arqueológicos, como las esferas de piedra. No hay que olvidar que muy cerca de Puerto Cortés se encuentra el sitio arqueológico Grijalba 2, que junto a otros tres cercanos —Finca 6, Batambal y El Silencio —, en 2014 fue declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO, al albergar estos artefactos esféricos precolombinos que solo existen en el sur de Costa Rica y que, según las teorías arqueológicas más avanzadas, fueron símbolos de poder de las antiguas culturas que habitaron el valle del Diquís. El proyecto De Puerto a Puerto incluye la visita a estos lugares, y tiene sentido, pues fue precisamente la compañía bananera la que descubrió las esferas cuando deforestó el área para plantar el banano.

Casas restauradas en la ciudad de Puerto Cortés, Costa Rica. LUIS BRUZÓN DELGADO
Dos ciclistas pasan por delante de una hilera de casas restauradas en Puerto Cortés. L.B.D.

Jorhany ha liderado un grupo de jóvenes que avanza en la decoración de las casas de Puerto Cortés, empezando por las que todavía quedan en pie, en la larga recta que conduce al embarcadero. Disfrutar de un mirador que permita admirar la desembocadura del río Balsar en el Térraba y su juego de colores, para después caminar por las antiguas calles que trazó la compañía bananera, es su sueño. Tanto él, como Jahaira y otros vecinos pretenden de esa manera rescatar manifestaciones como la música local, los trajes tradicionales, la gastronomía y demás expresiones culturales que se adivinan en las antiguas fotografías que conservan Luis Humberto Figueroa y otros nostálgicos de El Pozo.

Puerto Cortés nunca volverá a ser aquella ciudad elegante, famosa por el hotel Nápoles, los teatros Flora y Chiang Kai Shek, la Soda Oriental o tantos otros establecimientos que le dieron vida, publicitados en los periódicos de la época. Pero, al menos, trata de recuperar los rasgos de un esplendor que quedó enterrado, como las viejas vías del tren bananero.

Periodista y realizador audiovisual, con especialidad en etnografía y desarrollo. Ha trabajado en medios como la Agencia EFE y en instituciones de cooperación internacional. Autor de diversos libros y documentales sobre la realidad social y cultural de Centroamérica.

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