El ecocidio americano

Las continuas agresiones humanas conducen al medioambiente latinoamericano hacia el desastre.

Dos niños del pueblo awajún, radicado en la selva amazónica peruana, un lugar amenazado por el ecocidio americano. PABLO MIRANZO
Dos niños del pueblo awajún, radicado en la selva amazónica peruana, un lugar amenazado por el ecocidio americano. PABLO MIRANZO

Gonzalo Cardona Molina era el guardián del loro orejiamarillo, especie que habita los Andes colombianos y está catalogada como “en peligro” por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. El 8 de enero de este año fue visto por última vez cerca de su hogar en Valle del Cauca, en el sudoeste de Colombia; tres días más tarde hallaron su cuerpo sin vida.

Las amenazas eran ya una costumbre para Fidel Heras Cruz, campesino de Santiago Jamiltepec (Oaxaca, México). Su defensa del río Verde, que atraviesa esas tierras y del cual una empresa extrae arena y grava de manera ilegal, le habían procurado algunos enemigos. El pasado 21 de enero le dejaron un papel avisándole que iban a matarlo. No le hizo caso. 48 horas más tarde, mientras circulaba con su camioneta, la sentencia se cumplió a balazos.

Herasmo García, líder indígena de la comunidad Sinchi Roca, en Ucayali, pleno corazón de la Amazonía peruana, salió de su casa el jueves 25 de febrero con la idea de verificar la presencia de narcotraficantes en la zona. Al día siguiente, el Ministerio de Ambiente del Perú dio cuenta de su asesinato.

Por razones que pueden ser diferentes entre sí, defender el medioambiente y la conservación de la biodiversidad es una de las misiones más peligrosas en América Latina. En su último informe, dado a conocer en julio de 2020, la ONG británica Global Witness indicó que 212 activistas ambientales habían sido ejecutados en el mundo durante el año previo. La lista de países no deja espacio a la duda: 7 de los 10 primeros son latinoamericanos; Colombia, con 64, encabeza el luctuoso ranking.

Una cifra puede ser apenas eso: un número frío, una noticia breve que pasa de largo en algún periódico local de un distrito perdido en el mapa. También puede dar una idea del grado de dramatismo que alcanzan los infinitos conflictos que afectan directamente los modos de vida, la cultura y la economía de múltiples comunidades —en su mayor parte, rurales—repartidas entre el río Bravo y el último confín patagónico. Pero, fundamentalmente, las cifras espejan lo que está ocurriendo con el medioambiente y la conservación de la biodiversidad en esta parte del planeta, una realidad que suele transcurrir inadvertida y que excede, en mucho, los grandes incendios que cada tanto encienden la Amazonía brasilera.

Vista aérea del río Pilcomayo, en la planicie del Gran Chaco. FLICKR/OBSERVAÇAO DA TERRA BAJO LICENCIA CC BY-SA 2.0
Vista aérea del río Pilcomayo, en la planicie del Gran Chaco. FLICKR/OBSERVAÇAO DA TERRA BAJO LICENCIA CC BY-SA 2.0

El Gran Chaco es el segundo gran pulmón verde de Sudamérica después de la Amazonía. Se extiende a través de Bolivia, Paraguay, Argentina y una pequeña porción del Pantanal de Brasil hasta cubrir un área de 1.140.000 kilómetros cuadrados. En un territorio equivalente a los de Alemania, Francia y el Benelux juntos se congregan hasta 50 ecosistemas diversos, conectados por los finos hilos de la vegetación y el clima.

Ríos caudalosos generan humedales donde abundan las aves; bosques cerrados cobijan una variedad de especies que, en el caso de los mamíferos, supera en variedad la que puede hallarse en las selvas tropicales. Una treintena de grupos étnicos, cada cual con su idioma, sus dioses y sus costumbres habitan los montes, los bañados, las sierras, los arbustales... Saben a la perfección cómo adaptarse al calor hirviente de los veranos y cómo soportar los largos ocho o nueve meses en los que no cae una gota de lluvia. O mejor dicho, lo sabían: en los últimos 25 años su cotidianeidad se está viendo arrinconada por el incontenible avance de las topadoras.

Si en la década de los setenta del siglo pasado el uruguayo Eduardo Galeano descubrió al mundo Las venas abiertas de América Latina, hoy los campos deforestados son sus cicatrices más evidentes, detectables incluso por los satélites que fotografían el planeta desde el espacio, y el Gran Chaco es uno de sus epicentros, con una pérdida de masa boscosa de unos seis millones de hectáreas en las últimas dos décadas. El escritor y periodista argentino Mempo Giardinelli, que nació y vive en el Chaco, lo explica a la perfección: “Uno va por las rutas y en muchos sectores puede creer que el bosque está intacto, pero es mentira. Solo quedan en pie algunas filas de árboles que ocultan la devastación que existe detrás”.

Otras grandes áreas padecen el mismo mal. Un reporte de Fondo Mundial para la Naturaleza emitido en enero de este año reconoce 24 frentes de avance de deforestación en el mundo, de los cuales 9 se encuentran en Latinoamérica. Ningún otro continente lo supera.

“La pérdida del bosque nativo aumenta la inestabilidad de todo el sistema”, afirma Julieta Rojas, ingeniera agrónoma e investigadora del departamento de Suelos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria de Argentina. “Las condiciones ambientales de sequía y viento relacionadas con la deforestación son factores muy importantes en la generación de grandes incendios”, dice la bióloga boliviana Silvia Gallegos, doctora en Ecología de Plantas en la Universidad de Halle-Wittenberg, Alemania. Su país sufre en carne propia esos efectos: 5,7 millones de hectáreas fueron arrasadas por las llamas entre 2019 y 2020.

Las lenguas de fuego que tiñen de rojo el horizonte mientras devoran un bosque impactan la mirada del televidente desprevenido. En medio de noticias sobre otros temas muy diversos, las imágenes suelen ser apenas ráfagas fugaces que tal vez tengan la fuerza suficiente para perdurar en las conciencias de quienes las observan pero al mismo tiempo pueden incitar a la confusión: no se necesita que nadie encienda una chispa para arrasar los bosques, ese trabajo lo realizan las topadoras cada día.

Una avioneta lanza agua sobre un incendio en Santo Tomé, Argentina, el 22 de febrero de 2022. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI
Una avioneta lanza agua sobre un incendio en Santo Tomé, Argentina, el 22 de febrero de 2022. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI

En el Chocó-Darién de Colombia y Ecuador, en las selvas mayas de México y Guatemala, en el Cerrado brasileño, en las áreas amazónicas de Venezuela, Perú, Colombia, Ecuador, Brasil, Bolivia y las Guayanas, o en el citado Gran Chaco, el ecocidio reconoce orígenes históricos comunes y causas directas que acortan las enormes distancias entre unos lugares y otros.

El modelo extractivista que se puso en marcha en tiempos de la Colonia mantiene sus bases fundamentales, solo que la explotación ya no la ejerce una única potencia dominante sino que se reparte a medias entre empresas extranjeras y grandes industrias nacionales. La corrupción, la falta de controles estrictos en el cumplimiento de leyes y normativas, y la impunidad con la que suelen actuar quienes las eluden ponen las restantes guindas al postre. Los ocupantes de los escalones más bajos de la escala social, el medioambiente y la biodiversidad son siempre los encargados de pagar el banquete.

A mediados de los años noventa, la multinacional Monsanto aterrizó en el continente con sus semillas transgénicas, su imprescindible herbicida Roundup elaborado con glifosato y las habituales promesas de aumento de exportaciones, ingreso de divisas y desarrollo para las regiones que adoptaran sus métodos intensivos de explotación agrícola. Sus competidoras directas le siguieron los pasos poco después.

La posibilidad de engrosar las habitualmente alicaídas arcas públicas y las cuentas corrientes de los dueños de la tierra exacerbó las ambiciones. El interés de las grandes compañías alimenticias de medio mundo por participar en el negocio (empresas estadounidenses, europeas, chinas, coreanas, japonesas o árabes fueron adquiriendo millones de hectáreas de campo en la región) colmó el vaso: ya no alcanzaba con el suelo tradicionalmente dedicado a la siembra, había que extenderse hacia regiones hasta entonces improductivas. La tentación no distinguió sistemas ni colores políticos y la expansión de la frontera agroganadera comenzó su avance incontenible. Un cuarto de siglo después, el saldo medioambiental y social resulta desolador.

Donde había bosque, monte o selva hoy se extienden plantaciones de soja, de palma de aceite, de cereales y azúcares para la elaboración de biocombustibles; o de pasturas resistentes al calor y la sequía para alimentar el ganado que perdió su lugar en las tierras más fértiles. Las consecuencias sobre los elementos fundamentales que sostienen la vida son imposibles de disimular. Los suelos se han degradado y salinizado reduciendo su productividad y facilitando las inundaciones, el agua y el aire están contaminados debido a los productos químicos utilizados en la fumigación y el dióxido de carbono expulsado a la atmósfera ha incrementado su volumen, aumentando el efecto invernadero y profundizando el cambio climático. Los períodos de sequía son más duraderos y las lluvias, mucho más violentas.

Para los descendientes de las culturas precolombinas, el cóndor es un dios mitológico. “Cuando vuela, el mallku kunturi recoge en sus plumas la energía de las estrellas, de los cometas, de los astros, y los baja a la Tierra para que la cultura viva. Por eso lo honramos”, relata a media voz Carmelo Sardinas Ullpu, padre espiritual de la comunidad wisijsa de Potosí, en Bolivia. Distribuido por toda la cordillera andina, la supervivencia del cóndor está en vilo de punta a punta del subcontinente: se lo considera extinto en Venezuela, y vulnerable o en peligro crítico en el resto de la región. El envenenamiento es la principal causa de la disminución de individuos. “El conflicto está planteado entre ganaderos y predadores carnívoros. Al ser carroñeros, los cóndores consumen el pesticida destinado a zorros o pumas”, se explica en una investigación realizada por la Universidad del Comahue, en la Patagonia argentina.

Un ejemplar de cóndor sobrevolando la región peruana de Arequipa. FLICKR/PEDRO SZEKELY BAJO LICENCIA CC BY-NC-SA 2.0
Un ejemplar de cóndor sobrevolando la región peruana de Arequipa. FLICKR/PEDRO SZEKELY BAJO LICENCIA CC BY-NC-SA 2.0

El jaguar, o tigre americano, es otro animal emblemático. Depredador tope de la cadena trófica, siempre fue el objeto más preciado por los cazadores. Su supervivencia está en riesgo, pero más que los disparos de escopeta la mayor amenaza es la fragmentación de su hábitat. Caminante incansable, la deforestación y las grandes infraestructuras conspiran en su búsqueda de congéneres para reproducirse o de presas para alimentarse. La necesidad lo empuja a exponerse en zonas más abiertas y pobladas, donde se convierten en blanco fácil para el gatillo dispuesto a ejecutarlo.

Tras los bosques, la biodiversidad es el siguiente eslabón en la cadena destructiva. “La pérdida de biodiversidad es incluso más grave que el cambio climático”, sentencia el profesor Raúl Montenegro, científico de la Universidad de Córdoba (Argentina) y Premio Right Livehood en 2004: “Sin ella desaparecen las cuencas hídricas, se rompe el funcionamiento natural del agua y se empobrecen las fábricas de suelo. La necesitamos para sobrevivir, por eso lo que ocurre en este aspecto es nuestra mayor amenaza a mediano y largo plazo”, es su conclusión.

Las islas Galápagos, mojones de tierra firme a mil kilómetros de las costas ecuatorianas, son un paraíso de biodiversidad que quedó anclado en otros tiempos. El 25% de las especies que habitan su tierra volcánica o las aguas del Pacífico son exclusivas del lugar, y el 97% de su superficie —terrestre y marítima— está protegido por ley. Aun así, los peligros que se ciernen sobre el archipiélago ensombrecen su futuro. Desde la pesca descontrolada de tiburones por los barcos chinos hasta la contaminación masiva por plásticos que llevan las olas, los ataques a uno de los últimos reductos de naturaleza del planeta supera todos los esfuerzos por defenderla.

Las piscifactorías para la cría del camarón han producido daños irreparables en las costas ecuatorianas, igual que las salmoníferas en las chilenas, y las flotas de cientos de embarcaciones chinas y coreanas que cada año se instalan durante meses en las aguas patagónicas ponen en jaque los caladeros de merluza y langostino, además de destruir el suelo marino con sus redes de arrastre y dejar sin alimento a ballenas, delfines y demás habitantes de los mares. El mar tampoco se libra de los problemas.

El resultado, en todos los casos, es idéntico: los servicios ecosistémicos, es decir, el conjunto de beneficios que el correcto funcionamiento de un ecosistema brinda a sus habitantes, sean humanos, animales o plantas, se ven alterados, cuando no directamente destruidos.

La misma dinámica se traslada el aspecto social. “La riqueza en América Latina produce Producto Interior Bruto pero no igualdad, porque nunca llegó la distribución”, sostiene al respecto Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). El aumento en los índices de pobreza, el desplazamiento obligado de comunidades, ya sea de manera violenta o porque ven afectados sus fuentes de subsistencia, las enfermedades y muertes causadas por contaminación o envenenamiento forman parte del menú cotidiano de quienes conviven día a día con estos conflictos y atentan contra cualquier atisbo de desarrollo.

Los recursos naturales han sido desde siempre el principal capital y la madre de todas las desgracias en América Latina. “Si hay una maldición, no es una que no se puede curar”, asegura Daniel Lederman, economista chileno integrando del Banco Mundial. Su optimismo, por ahora, choca de manera frontal con la realidad.

Zona minera en Potosí, Bolivia. FLICKR/BORIS G BAJO LICENCIA CC BY-NC-SA 2.0
Zona minera en Potosí, Bolivia. FLICKR/BORIS G BAJO LICENCIA CC BY-NC-SA 2.0

Litio, cobre, hierro, gas, petróleo, oro, plata, uranio, molibdeno, los denominados “metales raros”... En salares, sierras, cordilleras y mesetas se esconde casi toda la tabla periódica de los elementos. El agua fluye desde las cumbres y glaciares de montaña para formar extensísimas cuencas y desbordar los ríos. La extracción y aprovechamiento de la abundancia repite al pie de la letra el modelo de negocio utilizado con las commodities de la agricultura, la ganadería o la pesca.

Los gigantes de la minería mundial —compañías canadienses, australianas, estadounidenses o alemanas—, por su cuenta o asociadas con corporaciones locales, emplean su capacidad financieras para estudiar el terreno y proponer megaproyectos extractivos. Las necesidades siempre urgentes —y las ambiciones políticas y económicas— de las autoridades locales les allanan el camino a través de facilidades de inversión, exenciones impositivas o medidas fiscales que garantizan las ganancias. Ignorar o hacer la vista gorda en los estudios de impacto ambiental, prometer puestos de trabajo a las comunidades vecinas y presionar a quienes aun así se opongan al proyecto son los infaltables ingredientes que completan el cóctel.

Pese a todo, es innegable que en los años recientes la movilización de la sociedad civil en defensa de fuentes de agua, bosques o especies concretas ha tenido un crecimiento notable. Pueblos enteros se levantan contra la apertura de minas o la fumigación aérea con agrotóxicos, y algunos han logrado frenar o demorar proyectos aprobados por las autoridades. También ha habido algunos avances institucionales. El 22 de abril entró en vigencia el Acuerdo de Escazú, al que adhieren 12 países de la región. Sus principales objetivos se centran en aumentar la protección que los gobiernos deben dar a los dirigentes ambientalistas, la transparencia en la información y la participación pública en proyectos que afecten el medioambiente.

Pero también es cierto que, salvo unas pocas excepciones muy puntuales, en ningún país del subcontinente existen “partidos verdes” con mínimas dosis de representación y poder parlamentario para hacer oír su voz e incorporar el medioambiente a las agendas políticas. El tema no forma parte importante de las campañas electorales ni decide el sentido del voto; la educación en el respeto a los recursos básicos y la vida silvestre todavía no alcanza a las mayorías; los estímulos a las conductas que promueven la conservación son todavía demasiado tímidos y no siempre van acompañados de facilidades para cumplirlas; la apuesta por la “economía circular” y el desarrollo sostenible sigue estando en pañales.  

“Es algo que llevará su tiempo”, repiten a coro los pocos representantes políticos de los diversos países que levantan la bandera de la conservación y la sustentabilidad. Un tiempo que América Latina debería comenzar a transitar ya mismo si pretende evitar un desastre que podría ser irremediable.

Periodista especializado en medioambiente. Ha colaborado en publicaciones como Clarín, El País, La Nación, GEO y Mongabay, entre otras. 

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