Darío Sztajnszrajber, el filósofo que llena estadios

El divulgador argentino ha llevado la filosofía a un público masivo. “El pensamiento se hace con el otro”, dice.

El filósofo y divulgador argentino Darío Sztajnszrajber. ALEJANDRA LÓPEZ
El filósofo y divulgador argentino Darío Sztajnszrajber. ALEJANDRA LÓPEZ

Por si alguien se quedó con la idea de que la filosofía era una disciplina elitista, para pocos o aburrida, que sepa que existe un ser, Darío Sztajnszrajber, nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1968, que llena teatros, plazas, polideportivos y estadios con sus sesiones filosóficas; que lleva la filosofía a la televisión, la radio… y a todos los soportes, porque, en realidad, la lleva consigo y consigue que el público vibre con ella. Y es que, como explica en esta entrevista, “no hay una única manera de hacer filosofía”; y “entender como hegemónica cierta forma de hacer filosofía lo que hace es expulsar otras maneras que no dejan de tener el mismo propósito y la misma vocación, aunque no estén estructuradas a partir de ese aspecto metódico desde el cual la filosofía, sobre todo institucional, se ha impuesto: hablamos de divulgación”. Sí, hablamos de divulgación, entre otras muchas cosas, con Darío Sztajnszrajber, el mayor divulgador en español de esta materia.

- Filosofía en la universidad, académica, institucional, pero también en la calle, en las redes… ¿Qué tiene la filosofía que puede ser así o asá y todo lo contrario, tan diversa, tan distinta?

- Yo creo que hay diferentes maneras de hacer filosofía, y cada una de esas maneras la entiendo como un lenguaje distinto. Así, la divulgación me parece un idioma diferente al de la academia, con sus dialectos incluso… Porque una cosa es la divulgación en términos pedagógicos —explicar conceptos a públicos más amplios que el de los estudiantes—, y otra cosa es la divulgación cuando se entrecruza con el arte, con espectáculos más de tipo teatral, musical o de danza. [Este año, la nueva temporada del programa televisivo de Darío Sztajnszrajber, Mentira la verdad, propone el encuentro entre filosofía y danza]. Son lenguajes distintos, pero inspirados en la misma búsqueda, con los mismos temas, autores, preguntas… Lo que pasa es que se los visita desde otro lugar. 

Lo que la divulgación propone es una recuperación de la legitimidad de preguntas que todos nos hacemos pero que, en general, considerábamos que no tenía mucho sentido ese tipo de indagación existencial que, sin embargo, está presente en nuestras vidas. No creo que el impacto al visualizar este tipo de propuesta filosófica sea un impacto que ponga en contradicción formas distintas de hacer filosofía, sino al revés, lo que hace es democratizar la filosofía, recuperar para nosotros y reconciliarnos con un tipo de trabajo interior que, en general, pensábamos que había que dejar de lado porque la sociedad suele ser bastante dura y excluyente con el tipo de pregunta filosófica que habita en cualquier cabeza, en cualquier cuerpo. Bueno, pues gracias a la divulgación filosófica hay una posibilidad de amigarse con aspectos propios de nuestra vida existencial que considerábamos inútiles e improductivos.

- Usted, que en sus continuos viajes ha llevado la filosofía a tantos países, ¿cree que existe una filosofía nacional, una filosofía en español? Se hacía esa pregunta en 2019, cuando vino a España para presentar uno de sus libros, Filosofía en once frases (Ariel). ¿Le ha encontrado respuesta?

- Obviamente, esa pregunta sigue más vigente que nunca porque la filosofía es un ejercicio de construcción permanente. El gran problema de pensar una filosofía nacional es dar por supuesto, sin ningún tipo de cuestionamiento, las ideas que tenemos de esos dos conceptos; la idea de filosofía y, sobre todo, la idea de nación. En tiempos en los que la deconstrucción de la identidad nacional, por un lado, y la deconstrucción de las formas tradicionales de hacer filosofía, por otro, nos invitan a desplazarnos permanentemente de esos lugares enquistados. Me parece que esa pregunta, más que buscar una respuesta, lo que anima es a pelearse con los encorsetamientos de ambos andamiajes conceptuales. Aquellos que se posicionan en la defensa férrea de una forma única de hacer filosofía o de una identidad específicamente nacional lo que hacen es obturar la posibilidad de un pensamiento que se desplaza, que se mueve.

Dicho esto, sí me parece que la filosofía tiene una aspiración universal, pero que siempre está enunciada desde algún lado, y ese lugar está absolutamente asociado a la subjetividad propia de un lugar particular. Negar esa particularidad es, de algún modo, invisibilizar parte de la forma en que se piensa cualquier concepto. Hay un libro del filósofo Roberto Espósito que va en esa dirección —Pensamiento viviente, se llama— y en que el autor se pregunta si hay una filosofía italiana, recuperando así esta especie de tensión entre lo universal y lo particular. Creo que eso está presente en cualquier filosofía que tenga una aspiración emancipatoria, de apertura, de dislocamiento de los lugares comunes... Hay filosofías que se sienten más cómodas encerrándose en los patrones metódicos que la contienen y le dan cierta seguridad, pero la filosofía que a mí me gusta es una filosofía de la inquietud, del riesgo, del desarme, una filosofía que acepta el lugar de enunciación y lidia con esa tensión entre lo universal y lo particular. El amor, el poder o la muerte son universales. El modo en que desde la Argentina de hoy y, en mi caso, desde la Buenos Aires de hoy, se piensan estos temas necesita hacerse cargo de ellos desde la contingencia específica, desde el lugar desde el que se piensa para generar esa tensión que me parece fascinante.

Lo mismo con el idioma: si la filosofía es, específicamente para mí, un género literario, el modo en que las ideas se van desplegando a partir de la lengua es clave. Los intersticios del lenguaje desde los cuales se va generando el clima filosófico tienen una deuda muy, muy clara con el lenguaje desde el que se la pronuncia. No deja de ser como en esa vieja máxima baudeleriana sobre lo eterno y lo contingente, no dejan de ser los temas universales —el amor, el poder, la muerte y tantos otros— dialogando desde sus diferencias y tensiones con las formas particulares del tiempo y del espacio.

El filósofo y divulgador argentino Darío Sztajnszrajber. CORTESÍA
El filósofo Darío Sztajnszrajber, en una de sus charlas. CORTESÍA

- En su labor filosófica es muy importante la literatura. En el mencionado libro Filosofía en once frases hay incluso una trama narrativa. ¿Qué le debe a la literatura su filosofía, o su forma de hacer filosofía?

- Como decía antes, creo que la filosofía es un género literario y, por lo tanto, una forma de la literatura. Digamos que la pregunta apunta más bien a tratar de entender qué motivos  literarios encontramos los que hacemos filosofía para que esta se expanda, para que crezca al tomar muchas de esas propuestas literarias y le dé a la filosofía cierto crecimiento cualitativo. Tantas veces en clase vamos, cuando explicamos filosofía, a ejemplos literarios o cinematográficos, donde la literatura se vuelve un gran reservorio de ejemplos... Pero, es más, yo creo que la filosofía entera es una forma de hacer literatura; primero, por la obvia razón de que la filosofía es un ejercicio lingüístico, donde toda idea se articula desde el lenguaje y tiene una particular forma de expresarse que hace que uno entienda que eso es filosofía del mismo modo que cuando uno escribe o lee poesía entiende cuál es el género del que se trata. Con la filosofía pasa algo parecido; es un género por el tipo de inquisición que hace sobre las cosas, por el tipo de armado de sus enunciados, donde hay una primacía de la interrogación, hay un deseo de desarticular las verdades hegemónicas… Hay también algo que para mí es muy filosófico y que es el ir y venir de las reflexiones poniendo en cuestión argumentos opuestos y que todo eso se mantenga en un monólogo que mientras se enuncia va mostrando lo que se piensa y también cómo se podría pensar a la inversa. Esa forma de escribir es propia de la filosofía.

Pero también me parece que es literatura porque no deja de ser, y esto es lo más provocativo, una propuesta de ficción. Obviamente, partimos de la idea de una desarticulación de los límites férreos que hay entre la realidad y la apariencia. Cuando digo que no se trata más que de una propuesta de ficción estoy exactamente en las antípodas de pensar que uno puede encontrar taxativamente lo que diferencia a un relato de una verdad. Dicho esto me parece que hay elementos claramente literarios en la filosofía como en toda ficción en el sentido de toda narrativa que lo que busca es conmover, estremecer, zamarrear, dislocar. No deja de ser una experiencia existencial la que propone la filosofía, que está más cerca para mí de una experiencia artística que de lo que es la fría letra de argumentaciones que, por hiperracionales o hipercalculatorias, pierden esa dimensión más corporal, por decir así, de la filosofía Lo literario nos acerca a un aspecto más artístico y, aunque la historia de la filosofía siempre ha sido ese contraste entre la ciencia y el arte, me parece que la filosofía está más cerca del arte que de la ciencia.

- ¿Qué ha aprendido usted de filosofía con su público en alguna de sus masivas manifestaciones?

- Aprendí y sigo aprendiendo filosofía, ejerciéndola en una clase, en un show, en una mesa redonda... No soy de los que piensa el trabajo filosófico encerrado en mí mismo y después, sin importar quién está del otro lado, vomitando las ideas que uno piensa. El pensamiento es una construcción social, se hace con el otro, y se hace de distintas formas. Cuando se habla de público, se habla también de reacciones que hacen que uno vaya tomando ciertas devoluciones y repensando el lugar desde el que uno práctica la filosofía. A veces, yo voy con ideas y no tengo la devolución esperada, y eso me exige moverme del lugar del que creía que algo podía funcionar. Temas como la muerte, Dios y el amor son, de lejos, los que en cualquier presentación se sabe que van a funcionar y que trabajarlos va a concitar rápidamente la atención. Son temas que están demasiado presentes en la necesidad de cierta respuesta. Con matices. Por ejemplo, en uno de los espectáculos de filosofía y rock, Salir de la caverna, preguntábamos cuáles eran las cadenas contemporáneas para el prisionero de la caverna. En el 95% de los casos se repetían las mismas respuestas, lo cual mostraba justo eso; el poder de la caverna. Con todo, siempre había alguien que decía algo nuevo, y lo interesante del relato de la caverna es que no se liberan todos los prisioneros juntos; siempre hay alguien que empieza a visualizar una anomalía, lo que nos permitía jugar con este paralelo.

Yo creo realmente que se aprende filosofía dando clase, teniendo que explicitar una idea, ver lo que esa idea genera en el colapso con otra. Me parece que ahí hay algo más de una filosofía en movimiento que de una filosofía momificada en la repetición vacua de ideas ya preestablecidas.

- Otro de sus libros, Filosofía a martillazos (Ariel, 2019), tiene un título que remite a Nietzsche. ¿Qué tiene él que no tengan los otros filósofos? ¿Qué filósofos recomienda para entrarle a la filosofía?

- No es que tenga algo que no tienen los otros pensadores, sino que hay encuentros contingentes que instauran cierto recorrido personal. Yo me encontré con Nietzsche de un modo muy particular que tiene que ver con mi propia biografía adolescente. Pudo haberme llegado otro autor, pero me llegó Nietzsche y, evidentemente, algo de esa manera de escribir resonó en ese adolescente que estaba peleándose contra sus propias oscuridades. Me parece fundamental entender que, más allá de ciertas modas, o de ciertas eficacias de ciertos autores, lo que hay es un encuentro fortuito o que tiene que ver con asuntos más bien biográficos. A mí me dio Humano, demasiado humano una bibliotecaria de la que yo estaba enamorado a mis 16 años para que lo leyera. Ese acto yo lo leo como un gesto de amor —entre comillas, porque yo sí estaba enamorado, no ella de mí—. Me fui con mi libro de Nietzsche bajo del brazo, creyendo que se había consumado el amor. Obviamente, cuando empecé a leer no entendí nada, no tenía una lectura previa de la filosofía, pero de algún modo condiciona.

Después, leyendo a Nietzsche y su propuesta, ese pensar el final de un ciclo desde su origen hasta su fin, ese poder empezar a vislumbrar en su idea del ultrahombre la posibilidad de un desarme de esa forma de ser humano para pensarnos realmente en otro lugar en relación al universo, a mí me capturó desde el inicio. Nunca creí que, desde lo que somos, podíamos exacerbar algunas de nuestras funciones para superarnos a nosotros mismos. Siempre pensé que no hay superación, hay deconstrucción, hay desarme y cambio de plano y Nietzsche fue el autor que más me hizo conectar con esas ideas. Zaratustra me parece un libro ejemplar, no sé si es un libro para entender a Nietzsche, porque es más bien un libro de intervención filosófica: uno toma cualquiera de los discursos en un momento específico y el libro siempre te dice algo. Como dice el subtítulo, es un libro para todos y para nadie, capaz de generar esa sensación de desencaje permanente.

¿Con qué libro entrar a la filosofía? Con el libro que aparezca en el momento menos esperado. Nietzsche dice que sus grandes ideas se le aparecían, y cuenta en el Ecce homo cómo lo asaltaron —el Zaratustra, el eterno retorno— mientras caminaba por la montaña. Los libros llegan, sobre todo si uno emprende la búsqueda. También yo soy muy de los manuales, los defiendo como modo de entrada. A mí me han servido muchísimo ciertas introducciones a autores como Heidegger, al que pude leer después de dos o tres introducciones que me permitieron realmente conectar de otro modo.

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche, en una fotografía de 1882. GUSTAV ADOLF SHULTZE
El filósofo Friedrich Nietzsche, en 1882. GUSTAV ADOLF SHULTZE

- Durante la pandemia se ha recurrido con insistencia y se ha buscado el parecer de los filósofos. ¿Por qué? ¿Qué cree que se busca en sus respuestas?

- Se buscó a los filósofos al principio porque hubo como una conciencia de que la pandemia interrumpía nuestra experiencia del orden temporal y espacial, que la ponía entre paréntesis, en epoché —esta idea de suspensión del juicio, por decirlo así—, pero que, en este caso, no era buscada, sino obligada por una pandemia que lo que hizo fue devastar nuestra relación con la normalidad. La filosofía permanentemente viene proponiendo poner entre paréntesis la normalidad para entender justamente la forma de construcción de lo normal en términos de disciplinamiento, de hegemonías, de ciertos patrones culturales… Lo que la pandemia hizo fue casi como habilitar un claro en el bosque, entre comillas, para dar la oportunidad, la ocasión, el kairós de hacer filosofía. Tanto buscar el tiempo y el espacio para hacer filosofía y la pandemia, con todo el desastre que genera, con las muertes, paradójicamente habilitó el que uno realmente se cuestionara en qué lugar está y por qué llegamos acá. Y es increíble, porque cuando se piensa la pandemia no se la piensa en continuidad con el mundo del que provenía, sino que, al revés, hay una romantización del pasado y una idea de que, cuando la pandemia termine, volveremos a ser felices como antes. Ese “antes” es como disuelto de sus responsabilidades y de ser causa de la pandemia justamente. Se abrió, por tanto, ese claro y ese tiempo para hacerse las grandes preguntas. Duró un poco porque lo que sucedió, como todo, es que también se normalizó la vida en pandemia y ahí la posibilidad de hacer filosofía se redujo una vez más, pero sí tuvo ese momento inicial de fuerte carga filosofica que espero se haya aprovechado mucho.

- Esta entrevista se remata con una frase de Filosofía a martillazos, por si quiere añadir o comentar algo: “No se olviden de que la filosofía siempre va en contra del sentido común”.

- El sentido común es, básicamente, el gran adversario de toda filosofía, porque al ser esta una forma de pensar que justo escapa a las formas instituidas está todo el tiempo peleándose contra el modo en que “se” piensa desde la normalidad cotidiana. El sentido común es acogedor, es consolador, genera una función de pertenencia, de tranquilidad, es fuertemente farmacológico… Nos da todas las posibilidades de sentirnos parte de algo, pero desde esta misma perspectiva lo que hace es anular este eje de nuestra condición que es la finitud. Hay como una especie de adormecimiento de una finitud que nos exige estar reconciliándonos con nuestras angustias, con nuestras faltas, con nuestras imposibilidades… El sentido común tiene esos elementos muy propios de lo que Marx llamaba el opio del pueblo, porque narcotiza, alenta, genera posibilidades de cierto amaestramiento, pero al mismo tiempo otorga un momento de disfrute de goce que, me parece, se vuelve la forma más eficaz de dominación. La libertad tiene mucho más que ver con la angustia que con la tranquilidad y la filosofía no puede ser sino un ejercicio de libertad.

Periodista cultural. Colaboradora de medios como La Maleta de Portbou, El Salto y La Marea o de las revistas Diseño Interior y La Aventura de la Historia, con temas que van desde la filosofía y la poesía hasta la arquitectura y el diseño. Es autora de la novela La otra vida de Egon (2010) y los libros de relatos Siete paradas en el país de las sombras (2005) y La carretera de los perros atropellados (2012). 

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