Cómo la covid-19 le robó la playa a Lima

El invierno asoma en la capital peruana, la única de Sudamérica con salida al mar. Y los limeños caen en la cuenta de la importancia que la playa tiene para sus vidas.

Una policía vigilando en la playa de Lima. CHRISTIAN SAURRÉ
Una policía vigilando en la playa de Lima. CHRISTIAN SAURRÉ

Ir a la playa me hace daño físico y psicológico. Me duele, lo sufro, es complicado y doloroso. Mi dermatitis crónica es un estorbo. Uso un chullo todos los días —incluso cuando se debe usar saco y corbata— para evitar exponerme como una iguana a los rayos ultravioleta. Aún en invierno debo proteger mi piel, y bajo el sol, mis cuidados son aún más extremos: hago todo lo posible por no terminar en carne viva de la cabeza, el rostro y la frente. Soy un buscador eterno de sombras. Para completar el sistema fotofóbico de tortura, mi piel reacciona a todos los bloqueadores solares de una forma casi anafiláctica. Es por eso que para mí, ir a la playa es lo más parecido a ir al dentista.

Desafiando mi dermatitis está Lima, ciudad en la que vivo y en la que “playa”, es sinónimo no solo de verano sino también de la ciudad misma.  La capital peruana es la única en Sudamérica que tiene el mar al lado. Es un desierto que se remoja en las orillas del océano Pacífico y tiene vista privilegiada para multicromáticos atardeceres de verano. Justo en ese punto resalta el balneario de Lima; y en él, la Costa Verde, diseñada por el arquitecto Ernesto Aramburú en 1968, quien decía: “Si en Europa existe una Costa Azul, Lima podría tener una Costa Verde” —luego seguía— “Lima es un ciego con vista al mar”, la idea era que los limeños sean conscientes de sus playas.

La Costa Verde es una fila de acantilados con vegetación, a 30 minutos del Centro Histórico de la ciudad, esta se extiende a lo largo de seis distritos limeños, con algo de 700.000 habitantes en ellos, y alberga más de 20 playas en sus 13 kilómetros de extensión. Desde los malecones, en la cima de los acantilados, se puede ver mar y ciudad. Hermosa postal, aunque un poco trillada cuando se trata de representar a la capital peruana. Al descender por las autovías que llevan al circuito de playas (la parte baja de los acantilados) se pueden ver, en un fin de semana de verano ordinario, cientos de personas bajando a pie en grupos parecidos a las hinchadas de fútbol, con toallas al hombro, torsos desnudos, tablas de surf, sombrillas, coollers, comida y bebidas, sillas plegables y bañadores ya puestos. Lo más parecido a un éxodo hacia el mar, a la arena, al verano esperadísimo que por fin ha llegado.

Vista nocturna del paseo marítimo de Lima. CHRISTIAN SAURRÉ
Vista nocturna del paseo marítimo de Lima. CHRISTIAN SAURRÉ

La ciudad vive esta estación todos los años siempre como si fuera la última de sus vidas y tal vez, el 16 de marzo del 2020 algunos de nosotros pensamos que podría ser la última. La cuarentena impuesta por el Gobierno del entonces presidente Martín Vizcarra cerró todo: negocios, escuelas, centros comerciales, iglesias, museos, espacios privados y públicos. Las calles quedaron desiertas, el país, como muchos otros en el mundo, se detuvo y nadie pensó en ese instante que sería por tanto tiempo; tiempo que colisionaría con el “Verano 2021” como dos trenes bala. Empezaba a desvanecerse la idea de la playa, el mar y el éxodo hacia el imprescindible verano de la capital.

A mí salvarme del mandato social limeño de ir a la playa no me venía nada mal, detendría un poco la tortura de mi dermatitis focalizada, permitiéndome quedarme en casa sin parecer un aguafiestas antiverano, pero esa sensación, acostumbrada a convivir conmigo en cada verano, no duraría mucho tiempo. La prohibición alimentaba el deseo y nutría mi verdadera identidad de capitalino costero. Benedetti decía que el mar nos obliga a ser orilla, pero en el caso de Lima más que una obligación en realidad es un placer y un derecho.

Amor a las olas

Los limeños siempre están alertas a los primeros calores del sol, que empiezan un par de semanas antes de fin de año, para ir en busca de sus destinos y llegan a su primer día de mar (las temperaturas en el verano de Lima pueden ir de los 27 a 30 grados Celsius) directo al agua. La mayoría se vuelca a las de la Costa Verde, otros van hacia el sur, a balnearios como Punta Hermosa o Asia; y otros al norte, donde Ancón es uno de los destinos preferidos. Esos últimos dos lugares están un poco más alejados del centro de la ciudad. Un verano sin playas en la capital sería un piano sobre nuestras cabezas, un golpe a la moral del trillado “Sí se puede”, un vaso ni medio vacío ni medio lleno, sino que sencillamente un vaso roto. Y el impacto fue un poco así: un adiós momentáneo al chapoteo de la gente, los castillos de arena o de piedras, los bronceados, los cebiches frente al mar, la vida del limeño costero, el entrenamiento de un surfista y, claro, todos los deportes acuáticos que en las playas de la ciudad suelen practicarse por donde se mire.

No es coincidencia que el Perú sea el primer país en el mundo con un sistema legal para proteger sus olas. La Ley 27280 o “Ley de preservación de las rompientes apropiadas para la práctica del deporte”, impulsa a que los tablistas protejan (adopten) la ola que más felicidad les da con un aporte económico que la preserve. La idea es proteger las rompientes que generan las olas peruanas reconocidas mundialmente. Hoy ya hay más de 30 olas inscritas y protegidas en el registro de la Marina del Perú. Es una forma de querer a detalle, ola por ola. A la Mar es un documental realizado para mostrar el proceso que siguieron los tablistas peruanos que decidieron proteger sus olas de forma legal tanto en Lima como en todas las regiones costeras del país. Ellos también detuvieron sus entrenamientos por un tiempo, aunque su amor por el mar ya estaba legalizado.

Documental 'A la Mar'. VIMEO

Los deportes acuáticos fueron de los primeros en librarse un poco del encierro cuarenteno. El 22 de octubre del 2020, el entonces presidente Martín Vizcarra anunció al país la reapertura parcial de las playas. De lunes a jueves y los fines de semana solo los lugares del malecón, fuera de la arena para hacer caminata o running: nunca el limeño miró sus playas con tanto brillo en los ojos. Luego también habilitó deportes acuáticos. Luego las playas se volverían a cerrar de cara al verano que se acercaba, dejando solo habilitadas las playas para personas que practicaran surf. Es así como, en más de una ocasión, personas fueron sorprendidas con tablas de surf sin uso, personas de la tercera edad con tablas nuevas que explicaban a los policías que practicaban el deporte y que por ello no podían echarlas de la playa, incluso una de las ellas fue intervenida por las autoridades con una tabla de cortar verduras argumentando que practicaba el surfing

También vivimos en 2011 el desbordado amor y nostalgia de la alcaldesa de turno en Lima que quiso devolverle a la playa La Herradura, una de las más emblemáticas de la Costa Verde, su look and feel de antaño. Anteriormente ésta había sido una playa de arena que para ese entonces ya se había convertido en una de piedras, que eran partes de las peñas que el mar se encarga de llevar a la orilla. Así que, para cumplir un sueño extravagante, nuestra exalcaldesa envió varios camiones de arena con la idea de dejarla igual que en sus recuerdos de infancia. Días más tarde, los casi 5.000 metros cúbicos de arena valorizados en S/ 125,000 (unos treinta y cuatro mil dólares) se los había llevado el mar. Y es que algunos amores son desmedidos y poco calculados. 

La nostalgia de lo perdido

Los antiguos limeños se manejaron de una manera distante. Pescaban, pero no se bañaban en agua de mar, no como una actividad recreativa. Hoy en día, muchos de nosotros nos mojamos los pies en el mar, incluso mucho antes de saber caminar. Como una suerte de bautismo. Mi abuelo fue la primera persona que mojó por primera vez mis pies en el mar. No lo recuerdo, pero tengo la foto de lo que sería mi primer día en las orillas limeñas. Eso es algo que muchos tenemos guardado. La mayoría de los que vivimos en esta ciudad de más de nueve millones de habitantes.

A estas alturas muchos limeños se han resignado a los decretos del Gobierno para controlar la pandemia de la covid-19. Queda vivir estos días de otoño limeño en que el verano ni siquiera es un recuerdo, sino que parece que nunca existió y nos sobran los motivos para pensar que una parte de nuestras vidas se perdió. Desde el cierre de playas empezó la necesidad de la gente de llegar a ellas de tarde o noche, mirar de reojo a cada lado, esperar que nadie esté viendo, fijar su mirada al mar, bajarse un poquito la mascarilla y respirar. Y olvidarse de aprender a lavarse las manos para remojarse un poco los pies, aunque eso no nos salve la vida. Mientras tanto mi dermatitis y yo tenemos algo muy seguro, el próximo verano iremos al dentista. 

Periodista. Ha trabajado en las revistas Etiqueta Negra Etiqueta Verde y en el diario Perú21. También ha sido productor editorial y subjefe de contenidos calificados de El Comercio de Lima.

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