Hubo un tiempo donde los asuntos y acciones militares se gestionaron desde los ministerios de la guerra. Después, cuando se combatió en diferentes escenarios, tierra, mar y aire, la especialización exigió dar paso a los ministerios particulares de cada ejército. Más tarde, en los tiempos donde comenzó a aceptarse que llegaba el final de la Historia, hubo que acomodar la Revolución de los Asuntos Militares en el Ministerio de Defensa. Había que enfrentarse a lo conocido y también a las nuevas amenazas que surgían en el espacio y el ciberespacio. Además, había que hacer frente a las definidas como nuevas misiones. Nuevas misiones que no son tan nuevas si se tiene en cuenta la historia militar. La acción conjunta e integrada comienza a ser la rutina del oficio militar. No es fácil integrar todas estas actividades en la misma doctrina.
La sociedad líquida que se aproxima a la sociedad gaseosa puede que exija una nueva denominación al departamento de la administración central del Estado: Ministerio de la Seguridad Transversal, o algo parecido. Además, el nuevo escenario que se añadirá a los conocidos será la zona gris de la sociedad y la personalidad de los ciudadanos. Exigirá un nuevo modo de combatir más sutil a unos soldados distintos a los conocidos.
En cualquier caso, en el trayecto que ha seguido la razón de ser de lo militar, la guerra ya no será un concepto que sea aceptado en el diccionario de lo políticamente correcto. En las últimas etapas de la tendencia, lo militar se desmilitariza. Se actúa en las nuevas misiones de paz, en el apoyo a las emergencias y desastres, en los conflictos asimétricos, híbridos, de nueva generación. No hay acuerdo al calificar el conflicto. El término contundente de guerra, el de siempre, desaparece, como ya ha desaparecido de algunos códigos y ordenanzas militares.
El poder duro, clásico y convencional que se apoya en la suma de soldados, carros de combate, aviones y buques se sustituye por el poder blando. Poder blando considerado así por los recursos en los que se basa, no por sus consecuencias, que son tan determinantes y destructoras como las provocadas por los misiles. En la nueva sociedad, en la forma de combatir se emplean recursos más sutiles que poco tienen que ver con los actuales arsenales militares. Por señalar algunos: el control de la producción y del mercado de bienes estratégicos (tierras raras) que controlan el presente y sobre todo el futuro de las tecnologías punta y las economías dominantes; la acumulación de la deuda del enemigo potencial utilizada como amenaza disuasoria para desestabilizar su economía monetaria; la inversión selectiva de los fondos soberanos en sectores estratégicos que condicionan la soberanía del Estado; la compra y control de las tierras de cultivo de países menos desarrollados. A estos recursos se añaden acciones generadoras de inestabilidad como el bloqueo de un estrecho de mar provocado por un accidente aparentemente normal, o el uso de medios de transporte que se convierten en armas letales.
La calificación de la guerra con otros términos es lo de menos. Importa que los líderes estratégicos, políticos, analistas y formadores de opinión, también los redactores de la doctrina militar no olviden el principio estadístico: la posibilidad más remota e indeseable, la guerra, tiene una probabilidad finita de que aparezca con crudeza en nuevos campos de batalla. La evidencia reciente demuestra la validez del principio. En poco tiempo se ha cumplido lo que se dice en el Apocalipsis. Un caballo trajo la pandemia; otro, la hambruna consecuencia de la crisis económica; y un tercero, la guerra, las guerras. No han sido hechos aislados. El tiempo ha demostrado que los jinetes imponen la destrucción actuando de manera conjunta. Siempre ha sido así. Las consecuencias devastadoras de uno han terminado por afectar a los otros. Siempre cabalgan juntos, arrasando. La Historia lo confirma.
La evidencia del principio estadístico es contundente. Se mantiene la incertidumbre: no se sabe cuándo ni dónde se va a producir la crisis que termine por desencadenar el apocalipsis. La evidencia de la realidad siempre resulta incomoda, más en las sociedades desarrolladas, avanzadas, modernas, líquidas. Se busca la tranquilidad de lo que se ignora de manera voluntaria. Lo que molesta se declara no deseable y por eso mismo falsamente improbable.
En el ciudadano común, semejante actitud resulta comprensible para mantener el optimismo esperanzado. El esfuerzo de su vida cotidiana tiene que dedicarlo a hacer frente a la coyuntura, a su coyundura. El olvido acomodaticio resulta inaceptable entre los gestores y responsables de los asuntos públicos. Cierto, el escenario hipotético no debe embargar la acción de gobierno, como tampoco se puede aceptar correr riegos por mantener la ignorancia partidista. La realidad impone sus leyes, que poco tienen que ver con las explicaciones teóricas de los manuales de relaciones internacionales. En asunto capital no debe ignorarse la exigencia demostrada: la seguridad garantiza el avance en el desarrollo que conduce a la modernidad, a la justicia y consolida el Estado de derecho.
El tránsito social en la modernidad ha reforzado la paradoja. Ha desparecido, hasta hace poco, la confrontación militar entre los Estados, el choque simétrico entre ejércitos, el enfrentamiento de un soldado contra otro soldado. En el tiempo que corre, las guerras se producen dentro del Estado y de forma asimétrica. Unos soldados combaten de acuerdo con las normas éticas y los convenios del Derecho humanitario. Esos soldados se enfrentan a los que aplican en su beneficio y de forma expresa la táctica de obviar lo que dictan convenios y acuerdos. Así, la justicia en la guerra queda desequilibrada. Aunque excepcional, hay situaciones donde “los buenos soldados también hacen cosas malas”, tal como describe con la crudeza de la experiencia Giovanni Alberto Gómez Rodríguez, militar colombiano en activo.
Lo que sí resulta paradójico es que la tecnología militar, cada vez más sofisticada y precisa, reduce las bajas entre combatientes y aumenta las de la población civil, apenas en el frente y sí en la retaguardia. Si los principios éticos de la guerra siempre se plantearon y se exigieron en la declaración de la guerra justa, así como en el desarrollo de la contienda, la exigencia se amplía al concluir la guerra. El análisis lo desarrolla el general Moliner con rigor: La ética militar como marco de reflexión sobre la guerra y la profesión militar. La regulación ética del uso de la fuerza comenzó a plantearse cuando los combatientes pusieron distancia al enfrentarse entre ellos cuerpo a cuerpo. Cuando emplearon las flechas, los cañones, los torpedos, las bombas lanzadas desde aviones, los misiles. La exigencia de cumplir con los principio éticos en la acción militar es mayor cuando los combatientes se difuminan en un campo de batalla cada vez más amplio e indefinido. El uso de los drones y de los sistemas de armas autónomas supone un aumento de la exigencia. Exigencia mayor cuando se actúa en las difusas acciones psicológicas.
No hay nada nuevo bajo el sol
En la esencia de la guerra, poco hay de novedoso. Si se repasan los tratados, las doctrinas y reglas del enfrentamiento siempre surge el mismo objetivo: vencer al contrario con el menor esfuerzo propio. En el pensamiento de los analistas militares y civiles siempre se encuentra este principio. Puede verse en el trabajo colectivo coordinado por el general Luis Feliu Bernárdez, Semblanza y pensamiento de militares españoles. En cada momento se ha encontrado la solución racional de este principio con los recursos y modo de actuar propios de la época. Cierto, también se ha impuesto el éxito, que termina no siéndolo, aplicando la cerrazón de la violencia extrema. En la historia militar y en los escalafones militares han coexistido distintos militares. Los militares del cerebro, los que se imponen la reflexión y el análisis del coste-beneficio de los planes que buscan un escenario benéfico para la mayoría. Junto a estos militares han formado en las unidades militares del corazón, que proponen la acción inmediata para defender en su presente el mantenimiento de su pasado particular. Y entre los dos extremos, toda una tipología de actitudes matizadas. Como en las demás profesiones no existe el militar, existen militares que viven en su tiempo y su vida con desigual intensidad, como el resto de los ciudadanos. Se comprueba también con datos de encuestas.
La historia es cíclica, lo mismo que la evolución de la sociedad y de sus instituciones. En esta tendencia no cabe imponer la hora cero. Tampoco, y mal que pese, se puede romper con la tradición, a no ser por la imposición temporal de conductas adanistas que imponen la realidad que les interesa. Se es lo que se ha sido, y será lo que se es. Por supuesto dejando a un lado lo irracional, lo negativo y excluyente, sumando lo positivo y lo inclusivo. En este sentido, la militar es una organización institucional compleja que debe asumir lo nuevo en su tradición, incorporando las novedades y asumiendo el cambio de las convenciones propias de cada momento histórico.
Como en otros tiempos se mantiene el principio de que la destrucción completa del enemigo aporta poco y menos a largo plazo. Se exige la acción militar que suponga al contrario el convencimiento que prolongar el esfuerzo de resistencia sin sentido resulta le resulta destructivo. Por supuesto, no se discute que el objetivo de ganar los corazones del enemigo procura satisfacciones. Y lo produce al líder del combate que se baja de su complejo sistema de armas que ha utilizado en el campo de batalla. Puede que se escriba así en el manual que guía las reglas de enfrentamiento en la batalla posmoderna. Mientras tanto se mantiene el trauma que vive el soldado en la soledad del combate personal que le exige vivir, o morir.
Cañones o mantequilla
Otro dilema de la defensa, de la guerra como razón de ser, se ha planteado desde tiempos pasados. Los economistas clásicos lo resumían de manera sencilla pero contundente: cañones o mantequilla. El dilema de las decisiones de gobierno se planteaba en términos de suma cero: en la guerra, gastar en cañones reduce las aportaciones para la mantequilla, para el bienestar tangible de los ciudadanos. Hay que advertir que en los tratados antiguos redactados por militares del cerebro este dilema propuesto de manera sencilla y excluyente quedaba rechazado. Valga la advertencia en este sentido que Álvaro Navia Osorio y Vigil, marqués de Santa Cruz de Marcenado, hizo en sus Reflexiones militares, publicadas en 1724. El marqués le avisó al príncipe que debía imponer cautela en su esfuerzo militar para evitar el derroche que terminaría por debilitar los recursos disponibles para otros objetivos, en concreto, el bienestar de la sociedad. Reclamaba la necesidad de acudir a las alianzas para ganar con el esfuerzo colectivo y así no hipotecar los recursos limitados de las partes. Ese pensamiento venía de más atrás y se mantuvo a lo largo del tiempo. Por supuesto tampoco faltaron militares del corazón, apoyados por no pocos civiles que reclamaban lo contrario: la fuerza sobre cualquiera otra exigencia y siempre en primer lugar.
A pesar de la sabiduría del consejo, hubo momentos excepcionales donde algunos políticos impusieron el criterio de lo primero a costa de lo segundo. Puede que el final de la Guerra Fría también se pueda explicar al reconocer el sin sentido del planteamiento en términos extremos. Las dos grandes potencias terminaron reconociendo que la continuidad de la doctrina de la destrucción mutua asegurada exigía un esfuerzo que anticipaba el agotamiento mutuo asegurado de sus economías. Abel Agabegyan, en su Perestroika económica, en su condición de presidente de la Academia de Ciencias Económicas de la URSS y asesor de Gorbachov, demostró que resultaba imposible mantener el esfuerzo económico para competir con EE UU en la confrontación para imponerse en la Iniciativa de Defensa Estratégica (Star Wars). En EE UU se llegó a conclusión parecida. Y se firmaron los Acuerdos de Helsinki, que causaron una oleada de optimismo que duró poco.
No es una novedad del pensamiento moderno y avanzado. La guerra siempre ha sido costosa en cuanto que exige disponer de los recursos adecuados y de la formación y dedicación exclusiva en esta función de una parte significativa de la población. Costosa y mucho más por los efectos que supone la destrucción de capital humano, también del capital físico. En la guerra se produce la destrucción decidida, o colateral, del capital cultural de las sociedades; también el medioambiental. Se quiebra la tendencia de desarrollo. Se abandonan expectativas. Crece el pesimismo y, paradojas también se crea la solidaridad ante el desastre.
Planteada la defensa en términos de suma cero se acepta el coste considerable de oportunidad al tener que abandonarse otras opciones. Aceptada la propuesta en estos términos, se reconocen de manera simple los costes crecientes de los sistemas de armas que desplazan a los que han quedado obsoletos. Aumente el esfuerzo del gasto en defensa relacionado con el producto interior bruto de los países, así como la importancia del capítulo militar en el presupuesto de los gobiernos. Los desequilibrios quedan de manifiesto cuando se cruzan esos datos brutos con la proporción del gasto militar per cápita. También cuando se analiza la distribución de ese gasto en las diferentes actividades que requiere la vida y preparación de lo militar: personal, inversión, formación, logística.
La crítica sobre el gasto en defensa, valorado siempre como excesivo bajo esta perspectiva, se resume en cuatro argumentos: por un lado, cada unidad monetaria gastada en la defensa es una unidad monetaria que deja de invertirse en otros bienes valorados como fundamentales, bienes y servicios que siempre son considerados de mayor utilidad objetiva. En segundo lugar, si no se dispone de recursos propios, la financiación del gasto militar corre a cargo del endeudamiento que frena el desarrollo presente y, sobre todo, el del futuro, aumentando la presión fiscal y reduciendo la renta disponible de los ciudadanos. En tercer lugar, se considera que el gasto en defensa siempre termina beneficiando a unos pocos intereses privados que forman el complejo militar-industrial que presiona al Gobierno para que el gasto no se reduzca, para que aumente, o incluso para que surjan nuevos conflictos que deben ser abastecidos con nuevas armas. Por último, y de manera apresurada, se destaca que el avance en la tecnología militar se realiza a costa del desarrollo de la tecnología civil.
Encontrar el equilibrio
El análisis extremo da la razón a quien lo propone, pues solo se tiene en cuenta la primera derivada del argumento. La ecuación tiene otra solución que no excluye otro resultado igualmente válido: suma positiva. Una variable no elimina a la otra, ambas se complementan en valores de consenso. La dificultad estriba en ponerse de acuerdo en las macromagnitudes que describe el gasto en cañones y en mantequilla. Una buena parte de los tratadistas militares y de los teóricos de la economía política reconocieron y reconocen que los dos extremos resultan necesarios entre sí, son complementarios. Para facilitar el acuerdo, proponían buscar y alcanzar alianzas donde todas y cada una de las partes resultaba beneficiada por la suma del esfuerzo parcial de cada uno de los participantes en la unión.
Encontrar el punto óptimo de equilibrio real no resulta fácil. Como toda política pública, exige el consenso de las partes que intervienen en los dos escenarios. Politizar las decisiones de unos imponiéndolas al resto, por exceso y también por defecto, no resuelve nada y agrava todo. Cierto que la defensa es un bien intangible de difícil cuantificación en términos de coste-beneficio. No es menos cierto que el gasto en defensa para alcanzar un nivel satisfactorio de seguridad se alarga en el tiempo. Desde que se percibe una amenaza y se siente la necesidad de contar con un nuevo sistema de armas con el que hacerle frente, trascurre un tiempo donde hay que convencer a quien no siempre es experto en todos sus extremos. Hay que prever dotaciones presupuestarias que inicien la inversión. La novedad descubre exigencias no previstas en el plan inicial lo que supone añadir gastos no previstos.
El gasto en defensa, si es el adecuado y se corresponde con las necesidades del Estado y sus objetivos estratégicos, asegura la tranquilidad de todos. De esta forma pueden dedicarse las energías de todos, de la mayoría, a seguir por el “pasillo estrecho” (Acemoglu y Robinson) que conduce al Estado de derecho y a la competitividad que garantiza avanzar hacia la modernidad. Gasto en defensa que asegura la disuasión de quien puede entorpecer ese camino de progreso y bienestar. La defensa también se ejerce disuadiendo al contrario.
Alcanzar la solución, obligación de todos
Aunque la obligación es más de unos que de otros. Sobre todo, responsabilidad de los políticos. Por supuesto los militares no pueden ser sordos, mudos y también ciegos en su oficio, como se ha exigido no pocas veces. Deben aportar a los demás el saber que les es propio. Queda clara su posición: están en el Estado, pero no son el Estado. También deben participar en poner orden a las ideas los analistas e investigadores, profesores y, por qué no, formadores de opinión. A todos se les pide que informen argumentando a favor o en contra, pero siempre considerando la segunda, tercera derivada, y las que sean necesarias para conocer las consecuencias de sus propuestas.
El alejamiento del escenario de la guerra ha justificado que los porcentajes del gasto militar en los presupuestos y en relación con la riqueza producida en los países hayan seguido una tendencia decreciente. Así se cobran los dividendos de la paz. Tendencia exigida por la mayoría de la opinión pública que pocos gobernantes en activo —y menos todavía entre los que aspiran a serlo— la modificarían al alza. Aceptan la recomendación y el compromiso en la declaración solemne de aumentar las inversiones para responder a los riesgos, pero llevar a la práctica lo reconocido no resulta fácil, tampoco cómodo.
El análisis comparado de las encuestas en todo lugar y tiempo confirma la tendencia. Si en algún momento se opina lo contrario es porque el aumento del gasto militar se presenta de manera que los ciudadanos lo perciben como la forma de resolver un problema considerado fundamental. Un ejemplo es la supresión del servicio militar obligatorio y su sustitución por el servicio militar considerado profesional, exclusivo de unos pocos que ingresan en filas de manera voluntaria. En esa circunstancia se está dispuesto, de manera momentánea, a gastar más dinero hasta que, una vez consolidada la nueva situación, se vuelve a reclamar la reducción del gasto militar. También se comprueba con datos de opinión pública. Ocurre con la respuesta a la guerra en Ucrania. En los primeros momentos de la invasión rusa y ante la visión del drama, todo gasto en ayuda militar pareció escaso. Pocos se quedaban atrás en la aceptación del esfuerzo. Cuando pasan los meses y la noticia se transforma en rutina, el ánimo decae. Disminuye la opinión favorable a mantener el gasto. Son datos de los eurobarómetros.
El gasto en defensa siempre es percibido y valorado en estos términos. Es un gasto que no se considera inversión, salvo en los lugares que se benefician de las actividades de la defensa, donde no se está dispuesto a reducir el gasto. Hay otro argumento que explica el razonamiento de la mayoría de la opinión pública. Por lo general, lo militar que se dedica a las misiones de paz y ayuda a la sociedad se valora de manera positiva. El argumento razonado resulta sólido para el ciudadano del común. Si el éxito se alcanza con recursos contados, menos de los que deberían ser, reconocidos así, para qué gastar más. Por otro lado, la exigencia de la seguridad colectiva no se considera como exigencia, pues no se perciben las amenazas.
Otra cosa es la seguridad interior, propia. En este caso no se escatima la exigencia de garantizar la seguridad personal, inmediata, local, para la que sí se exige todo el esfuerzo posible. Siempre se exige más. No deben faltar recursos para reducir la inseguridad percibida y valorada de manera subjetiva, aunque la inseguridad objetiva sea mucho menor. En cualquier caso, se acepta el gasto desmilitarizado, el que supone el mantenimiento y desarrollo de las misiones de paz, o la ayuda ante las emergencias y los desastres. Curioso. No se muestra la misma disposición frente al gasto de esos mismos militares cuando actúan bajo la concepción clásica donde se mantiene e impone el combate.
En esta peculiar espiral de opinión pública, no tiene sentido gastar en un escenario que además de poco probable es menos deseable. Ante esta excentricidad se crean las condiciones para que se impongan las consecuencias de la profecía que se autocumple: si se define como verdadero lo que no lo es, y si por parte de quien es responsable de poner orden a las contradicciones no lo hace, lo falso termina por convertirse en verdadero y se actúa en consecuencia.
De no poner orden al argumento contundente se termina por concluir que nada hay que hacer, pues nada se puede hacer. Condición propicia para que se imponga un argumento mayoritario en contra de invertir de manera racional para garantizar la seguridad presente y futura. Contra el riesgo que supone esta actitud ya se avisó en la Segunda partida de Alfonso X el Sabio (1256). Allí se avisó que no se podía improvisar cuando se necesitaban los recursos para hacer frente a las amenazas imprevistas. El Rey Sabio recomendaba tener bien aprovisionados los castillos y plazas fuertes, también contar con sabidores de la guerra en la tierra y en la mar, bien formados y organizados.
Cambios en el dominio tecnológico de la defensa
El que fuera general de Ejército español José Faura (1994-98) señala en sus memorias que, cuando recibió su despacho de teniente, al salir de la Academia General Militar, en 1953, “el mulo era el principal medio de transporte de las unidades de Infantería”. Cuando se retiró como jefe del Estado Mayor del Ejército, “los helicópteros, los misiles y las comunicaciones por satélites eran de uso habitual”. Los que le siguieron al mando del Ejército han tenido que incorporar sistemas de armas cada vez más complejos.
Las imágenes que resumen el cambio radical en la tecnología militar pueden ser la carga de la caballería polaca al comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la explosión nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki en el final de esa contienda. En los años de la Guerra Fría el avance tecnológico fue exponencial, y lo fue en los más diversos sectores de la economía. Por señalar y resumir de manera excesiva: durante la Gran Guerra, la aportación militar a la revolución en la sociedad civil fue el avión; en la Segunda Guerra Mundial, la energía nuclear; y en los años de Guerra Fría, internet. Hay otros indicadores, queden los señalados.
Se puede aceptar que 1989 puso el final del ciclo donde el sector de la defensa fue el impulsor de la creación, innovación y avance de la tecnología militar y su trasferencia al mundo y uso civil. El optimismo creado por el fin del mundo bipolar redujo de manera considerable el esfuerzo por continuar la carrera de armamentos. Comenzó la reducción de los ejércitos y, en consecuencia, la de los presupuestos dedicados a la defensa. El efecto supuso el desplazamiento del centro de influencia del sector industrial y de investigación impulsados por las necesidades y usos militares, al sector civil.
La tendencia cíclica en la relación entre defensa y técnica resulta ser la sucesión de los cambios de doctrina y táctica con la que se hace frente a las nuevas formas de combatir. En lo que interesa aquí, defensa y técnica, las etapas en el ciclo de la historia de la guerra pueden resumirse en las dos formas de hacer frente a las exigencias de los Estados Mayores de los ejércitos. Los cambios producidos en y desde la misma institución militar que movilizan los recursos del sector industrial civil que termina siendo aprovechado por la sociedad. La segunda forma se produce en el sentido contrario del origen y aprovechamiento. En esta segunda fase es la iniciativa privada, industrial, la que avanza, y ese avance es aprovechado por los Estados Mayores incorporando la innovación a la doctrina del uso de la fuerza y a los arsenales.
Por supuesto, los dos modelos de innovación no son exclusivos del mundo militar y del mundo civil. Siempre, en todo momento, se ha producido una relación de entendimiento entre esos dos mundos, o entre los que ejercen el mando e influencia en cada uno. En los dos casos, la relación resulta beneficiosa para ambos. El presidente y general Eisenhower avisó del riesgo de la influencia excesiva —negativa según él— que vivió en sus dos condiciones del complejo militar industrial cuando impone sus objetivos particulares que van más allá de los objetivos estratégicos del Estado, del bien común.
La evolución de la técnica, tal como la estudió Lewis Mumford en Técnica y civilización (1934), supone responder a las necesidades de mejora de lo que ya existe. El objetivo es aumentar su productividad reduciendo los costes de funcionamiento en el análisis clásico de las tablas de contabilidad input-output. Un paso importante se produce cuando se crea un sistema nuevo para hacer frente a una exigencia que se presenta por primera vez. Ese invento puede ser la consecuencia de la actitud innovadora del empresario que propone la “destrucción creativa” de lo que ya no sirve (Schumpeter). Mumford no pudo ver la fase a la que se ha llegado: innovación disruptiva. En este momento importan la máquina y el proceso de producción, pero, sobre todo, lo que caracteriza este momento disruptivo es el cambio que se produce en las relaciones de la sociedad, del mercado, de la guerra, que está determinado por el uso de las nuevas tecnologías.
Tras la desmilitarización que se produjo a partir de 1989, el centro de gravedad de la innovación y la importancia de la técnica está dirigida por la iniciativa privada, por el mundo civil. Iniciativas que han creado una compleja red de startups que nada tienen que ver con la rigidez estructural, del riesgo medido y la de decisión basada en la experiencia del mundo empresarial sobre el que se sustentó el mundo bipolar. Frente a esa realidad se impone la innovación emergente apoyada en el intercambio de información abierta donde no existen los límites geográfico-administrativos. Las nuevas empresas de la nueva tecnología y de la comunicación han superado en influencia, capital e inversión-desarrollo-innovación a las empresas convencionales que han estado controlado el sector de la defensa.
En el nuevo dominio se pretende superar las rémoras que caracterizaron la época previa. Hay que reconocer que funcionaron, pero fueron otras las circunstancias que lo permitieron. Hubo un control exhaustivo por parte militar de todo el proceso. Se impedían por principio las modificaciones del proyecto inicial. Caso de aceptarlo, había que superar un complejo y largo proceso de negociación entre las partes. Al ser una producción vinculada exclusivamente a la defensa nacional, surgía una nueva exigencia. Se imponía una estricta y rigurosa confidencialidad para evitar que algunos de los componentes y del proceso de producción pudieran ser conocidos por un enemigo potencial. En el caso de que el sistema incluyera elementos producidos por un aliado, este podía exigir un nivel mayor en el control del proceso de producción. Por si no fueran pocas y limitantes las cautelas, había que contar con la exigente burocracia administrativa de lo mínimo que chocaba con el dinamismo de la actividad civil. La flexibilidad y la respuesta inmediata ante lo imprevisto no formaba parte del estilo de la innovación cerrada. Así se puede caracterizar esa época donde buena parte del sector militar tenía que responder ante la administración central del gobierno, siempre cautelosa —mejor, recelosa— de lo que no controlaba.
Ante la pérdida de efectividad del sistema de producción, algunos sectores de la defensa tratan de aprovechar las ventajas tecnológicas que se ofrecen en el nuevo ecosistema tecnológico. Ecosistema donde lo público coopera con lo privado, comprobando que así los beneficios llegan a todos. A las iniciativas empresariales se suman los esfuerzos de los centros de investigación, las universidades y las redes de startups. La eficacia del ecosistema se explica por la confianza de todos y con todas las partes. Es la primera exigencia que caracteriza el éxito. También por la comunicación abierta manteniendo las precauciones de evitar filtraciones y posibles incursiones no deseadas por la debilidad o confianza excesiva de algunos de los participantes. La parte privada del ecosistema cuenta con el apoyo de lo público al garantizarle las adquisiciones, reduciendo los riesgos pues los proyectos están respaldados por la administración central, así como por la actitud y el nuevo estilo de mando militar, que resulta flexible en la nueva rigidez. Esta actitud aparentemente flexible e incontrolable supone no disminuir el estímulo del esfuerzo, la colaboración creativa y el cumplimiento de las normas de calidad.
El nuevo sector de la defensa trata de dejar atrás la burocracia ineficaz en todos los sentidos. El nuevo escenario exige la disposición a participar sin reservas, salvo las estrictamente imprescindibles dada la sensibilidad de todo lo que tiene que ver con la defensa en los desafíos que plantea la nueva tecnología. Los militares que pretenden ser útiles para la profesión no pueden sentirse —ni se sienten, hay ejemplos— ajenos al desafío. Tienen que mostrar apertura para colaborar con todo aquel que presente objetivos y soluciones realizables. Incluso deben ser promotores de la innovación. Ganarse de nuevo la confianza del sector universitario en la parte que interese para los objetivos que se pretende. Aunque ya existe, excepcional por ahora, también se considera normal el concurso con hackers.
La colaboración en el ecosistema plantea un problema no menor: la investigación, desarrollo, comercialización, venta y distribución de los productos y las tecnologías de doble uso, militar y civil. De nuevo, aparecen las exigencias éticas de ponerlas al alcance de todos, así como las formas de regular su distribución sin que reduzca la seguridad del bien superior. No es fácil, pues esos bienes aportan un potencial que puede considerarse desconocido en sus últimas consecuencias. Se trabaja en la frontera del progreso en todo lo que tiene que ver con materiales con propiedades excepcionales. Los descubrimientos en la medicina y la biotecnología. Las generaciones sucesivas de las redes FuturoG que aumentan el rigor en el posicionamiento del usuario, la mayor seguridad en las comunicaciones, órdenes y mensajes que circulan por ellas. Redes cada vez más integradas entre sí y redes que permiten la integración de sistemas diferentes y capaces de resistir los ataques de acciones contra ellas. Todo lo anterior se puede desarrollar gracias a los avances en la micro y nanoelectrónica. La ciencia cuántica. La obtención y almacenamiento de nuevas formas de obtención de la energía. La inteligencia artificial y la conexión del hombre, soldado, con una máquina. Un futuro donde comienza a vislumbrarse en el presente caracterizado por la incertidumbre, lo complejo y por el ritmo exponencial del cambio.
Cuando comienza un nuevo ciclo, no todos los que lo protagonizan están abiertos a asumir los costes que supone dejar lo conocido y asumir los que corresponden a los beneficios desconocidos pues están por llegar, si llegan. El choque es inevitable. Mantener la disputa entre lo viejo y lo nuevo además de no solucionar nada agravan las propuestas del cambio. La ventaja de la institución militar es el mantenimiento del valor de la disciplina. Para lograr el éxito se debe contar con jefes que sean verdaderos líderes estratégicos, y que además reúnan la condición de una formación y personalidad donde se combina un peculiar altruismo egoísta. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ortega y Gasset, 1914). Semejantes exigencias no siempre son fáciles de encontrar en el profesional adecuado que debe ser promocionado al puesto de dirección clave.
¿Quién ha dicho que los elefantes no pueden bailar?
El tránsito de la defensa cerrada sobre sí misma a otra abierta no es fácil, pero sí posible, y más todavía deseable. No faltan ejemplos. No se trata de imponer la hora cero que olvide lo pasado por mandato, ni tampoco de renunciar a ese pasado de manera voluntaria. En todo pasado se pueden encontrar grandezas y miserias. Tanto las unas como las otras deberán ser asumidas para que del aprendizaje se proyecte el futuro de una defensa que garantice la seguridad de todos, incluso de los que opinan en contrario.
Cambiar es posible cuando se reconoce la necesidad razonable de la mudanza, existe la voluntad de hacerlo y se toman decisiones continuadas para alcanzar el objetivo. El título de este apartado lo tomo prestado del libro de Louis V. Gerstner donde da cuenta del encargo para cambiar, de forma revolucionaria, la compañía IBM, el gigante azul, cuya historia, estructura y funcionamiento bien se puede identificar con un ejército tradicional. El cambio se llevó a cabo. Solucionaron los problemas y surgieron otros nuevos, pero se resolvieron los problemas fundamentales que habían puesto en riesgo la propia existencia de la empresa.
Se debe terminar como se empezó. La posibilidad más remota e indeseable tiene una probabilidad finita de que pueda aparecer: la guerra. No es deseable por nadie, por la inmensa mayoría; tampoco por la mayoría de los militares. No obstante, supone un alto riesgo olvidar la regularidad estadística.
En situaciones excepcionales la guerra, la guerra justa es la última razón del Estado de derecho. Bertrand Russell, en el segundo tomo de su autobiografía (1914-1944), reconoció y exigió la necesidad de acudir al combate “para que se salvase el mundo” ante el mal mayor que suponía el nazismo. El paso del tiempo planteó una exigencia semejante. En esta ocasión fue Ralf Dahrendorf, en El recomienzo de la historia. De la caída del muro de Berlín a la guerra de Irak (2004). Señaló: “A mi modo de ver la guerra jamás está justificada. Pero hay épocas en las que es necesario hacer lo que es moralmente dudoso por el bien de las estructuras que permiten el triunfo de nuestros valores”.
Cañones y mantequilla. Como demostró John Nash en el análisis de las decisiones complejas, se puede encontrar el punto óptimo de equilibrio entre los elementos que forman la propuesta. Como se puede y el objeto de la propuesta es alcanzar un mundo más racional, resulta una obligación moral y colectiva hacer el esfuerzo necesario para encontrar ese punto óptimo. Se debe contar con el apoyo de todos, de la mayoría y, sobre todo, de los responsables que de forma voluntaria de presentan a defender la voluntad de la mayoría.