Martín Rejtman, un cineasta de culto a su pesar

Pionero del cine independiente argentino, el director rueda el que puede ser su último filme. “Producir una película es un infierno”, dice.

El cineasta argentino Martín Rejtman. CORTESÍA
El cineasta argentino Martín Rejtman. CORTESÍA

Siempre que quiero explicar qué significa Martín Rejtman para el cine argentino me viene a la memoria la misma anécdota. A mediados de los años noventa viajé de Buenos Aires a La Habana para trabajar en la cobertura del festival de cine de la capital cubana. En esa edición proyectaron Rapado, el primer largometraje de Rejtman, y cuando terminó la función me encontré con un colaborador de Leonardo Favio, uno de los cineastas más importantes de la historia de mi país. Hizo un gesto indescifrable que yo asocié con la sorpresa, con la misma sorpresa que de hecho me había causado a mí esa película anómala, completamente diferente al cine que se producía en Argentina por entonces. Lo miré y le dije: “Increíble, ¿no?”. Y la respuesta fue inmediata: “Sí, increíble. No puedo creer que inviten a esta película a un festival”. 

Ese malentendido sintetiza de algún modo el lugar de Rejtman (Buenos Aires, 1961) en el cine argentino. Yo dije “increíble” porque había quedado gratamente sorprendido. Siempre preferí que las películas contradigan mis expectativas en lugar de confirmarlas. Acababa de ver una con un argumento minimalista y magnético, alejado de los vicios frecuentes en los guiones tradicionales, con actuaciones completamente fuera de la norma y una utilización del tiempo también diferente a las del “relato ágil” que exige el cine de entretenimiento. Rapado es una comedia, todas las películas de Rejtman lo son —con la excepción de Copacabana (2006), documental donde no hay humor, aunque se mantiene la singularidad de la mirada del director—. Pero es una comedia extraña, protagonizada por personajes que siempre están a punto de ser superados por una realidad que les cuesta aprehender.

Se suele señalar a Pizza, birra, faso (1998), de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, como la película-bisagra que inauguró una etapa virtuosa en el cine argentino que llega hasta hoy. Ese filme, se dice siempre, abrió la puerta que permitió a muchos directores jóvenes utilizar un enfoque distinto al que hasta entonces caracterizaba a una cinematografía chata, haragana, vulgar o pomposamente declamativa, según el caso. Pero Rapado es bastante anterior: se estrenó en el Festival de Locarno en 1992, un dato que tendría peso si a Rejtman le interesara reclamar el padrinazgo del cine independiente nacional que emergió con una fuerza inusitada con Pizza, birra, faso, y de ahí en más con las películas de figuras como Lucrecia Martel, Lisandro Alonso y Pablo Trapero. Pero no le interesa, eso está claro.

Así como su cine provoca asombro e inquietud por no encajar en ningún patrón establecido, él tampoco encaja en el prototipo del artista provocador, el perfil que cultivan cineastas actuales como el catalán Albert Serra o el sueco Ruben Östlund, por ejemplo. Rejtman siempre ha hablado poco con la prensa, y mucho menos se atribuiría algún rol emblemático. Pero sin dudas lo tiene. Observada en perspectiva, su obra cobra un enorme valor, algo que hace poco quedó reflejado en los resultados de una encuesta en la que participó un amplio abanico de gente relacionada con el cine argentino: Silvia Prieto (1999) quedó novena en el ranking de 100 mejores filmes de la historia, un lugar que ocupa precisamente porque esa renovación de la que Rejtman fue un pionero también produjo un cambio en la percepción de la crítica y el público. 

Por todo esto, cuando me enteré de que Rejtman estaba rodando en Lisboa busqué la manera de viajar desde Madrid para verlo dirigir y entrevistarlo. Sabía que era un proyecto que le había costado mucho sostener —siete años de esa gimnasia agotadora a la que obliga la producción de una película independiente— y que el protagonista era Esteban Bigliardi, uno de los mejores actores argentinos de su generación. No sabía, en cambio, que había otro condimento especial: La práctica, la película que ahora mismo está en proceso de montaje, podría ser lo último que veamos de Rejtman. El día que conversamos en la capital portuguesa insistió mucho en esa idea. Las idas y vueltas con productores, el laberinto en el que hay que moverse para obtener recursos, los malabares para acomodar agendas de actores y equipo técnico… Todo eso le hizo perder la paciencia y volverse más escéptico de cara al futuro. “Producir una película es un infierno”, me dice. “Si pienso ahora en escribir un guion nuevo, me parece una tarea imposible”.

El director argentino Martín Rejtman, en el rodaje de la película 'La práctica'. CORTESÍA
Martín Rejtman (centro), durante el rodaje de 'La práctica'. CORTESÍA

* * * *

Charlamos en una mañana lluviosa de Lisboa, y la escena parece calcada de una de sus películas: como en el bar donde quedamos hay una música funcional a un volumen un poco exagerado, salimos a las mesas del exterior, cubiertas por sombrillas. Rejtman se queja del frío, pero entiende que es mejor para grabar. Cuando nos sentamos, descubrimos que cerca de esas mesas hay unos parlantes que propagan la misma música al mismo volumen, con el añadido de los sonidos de la caída del agua y el viento. Nos quedamos, decidimos aceptar las cosas tal como son, igual que ocurre normalmente con los personajes de las historias de ficción del cineasta, que muchas veces parecen chocar de frente e inesperadamente con lo que les va ocurriendo y lo resuelven como pueden, sin seguir ninguna prescripción lógica. 

Sobre las dificultades para concretar el rodaje de La práctica, Rejtman tiene alguna teoría: “Mis películas no entran en ninguna categoría”, asegura. “Yo no hago cine comercial, pero tampoco cine arte. Es más fácil conseguir financiación si hacés el cine que se considera ‘de arte y ensayo’, el que circula más por los festivales, que si hacés lo que hago yo, que es difícil de encuadrar”. ¿Qué hace exactamente Martín Rejtman? “Comedias”, responde velozmente. No abunda en más detalles, pero lo digo yo, entonces: al no ceñirse a las fórmulas de ningún canon específico, sus películas resultan mayormente exóticas. Pueden reflejar de manera oblicua algunas referencias (Yasujirō Ozu, Robert Bresson, Aki Kaurismäki), pero tienen su propio estilo, son películas estrictamente personales y con una identidad reconocible que incluso ejerció influencia en varios sucedáneos, como lo remarcó más de una vez la crítica argentina. En el pequeño santuario de Rejtman también aparecen Howard Hawks, Preston Sturges y Chantal Akerman: “Los que me gustaron siempre”, apunta él. “No me cambió mucho el gusto con el paso del tiempo. Obviamente, aparece gente nueva que hace películas que me gustan, pero el momento de formación es cuando uno se identifica con un tipo de cine”. 

Volviendo al asunto de los problemas para filmar, es finalmente el estatus de rara avis lo que parece complicar las cosas en el caso de este director argentino que vivió en Nueva York y en Roma, practica yoga hace años y escribe muy buena literatura —muy recomendable es su libro de cuentos Madrid es una mierda, que compiló Editorial Barret en 2018 con prólogo de Patricio Pron—. 

Precisamente el yoga marcó el origen de la nueva película. “El disparador fue mi experiencia en un retiro de yoga, sí, en el norte de Chile”, cuenta Rejtman. “Fue una experiencia muy buena y se me ocurrió escribir con ese punto de partida. Todas mis películas tienen algo de autobiográfico, o son cosas  que viví mezcladas con otras que imagino. De eso se suele nutrir la ficción, en todo caso. Lo autobiográfico siempre tiene un lugar, aunque sea solapado o disfrazado”. Pero no hay mucho más que pueda arrancarle en torno al argumento ni al “gran tema” de la película. “Yo le escapo a las definiciones”, dice. “El tema de la película estará en la película misma, no en la intención previa que uno pueda tener. No sé muy bien de qué es esta película, como tampoco sé de qué son mis películas anteriores. Y una vez que las hice, además, no me importa demasiado averiguarlo. Me interesa más el mundo que construyen esas películas que los temas”. 

Rodaje de la película 'La práctica', del cineasta argentino Martín Rejtman. CORTESÍA
El yoga inspiró la historia de la última película de Martín Rejtman. CORTESÍA

Aquella negativa a las prescripciones de alguna lógica dogmática a la que aludí para resaltar la personalidad artística de Rejtman está íntimamente vinculada con la convicción programática con la que el director trabaja sobre su cine: “Los personajes de mis películas hacen lo que tienen que hacer con los objetos con los que se encuentran. Sea absurdo o no. Se encuentran con un arma, la toman y disparan. Si en lugar de un arma fuera una bicicleta, se suben y pedalean. Y así van surgiendo las historias que protagonizan”.

Un poco más explícito a la hora de contar el argumento de La práctica fue el protagonista de la película, Esteban Bigliardi, que se preparó mucho para este papel, física y mentalmente. Como para ratificar su razonamiento sobre la incidencia de lo autobiográfico, Rejtman le entregó al actor parte de su vestuario habitual para complementar los aportes de una vestuarista y directora de arte experta como Flor Caligiuri. Y Bigliardi, un intérprete sagaz y comprometido, asumió su rol con mucho aplomo, por lo menos en las secuencias del rodaje en las que estuve presente. Siempre concentrado, pero a la vez relajado y disfrutando del trabajo. “En la película soy Gustavo, un profesor de yoga argentino que vive en Santiago de Chile y acaba de separarse de su pareja, una mujer chilena. El personaje tiene cierta pasividad”, detalla el actor. “Le van sucediendo cosas y se adapta a eso que le va ocurriendo. Es poco reactivo a las circunstancias, digamos”. Bigliardi opina que el tono de comedia lo generan “las cosas absurdas, ridículas, muchas veces desopilantes” que le pasan a su personaje, aunque no desvela mucho más, porque admite que la película “es difícil de contar, dado que no tiene una trama tan explícita; se van acumulando circunstancias, escenas que tienen una autonomía, un valor dramático por sí mismas. Es un lenguaje tan propio el de Rejtman que mejor que contar sus películas es verlas”.

Bigliardi anduvo bastante por Europa el año pasado, involucrado en dos proyectos muy distintos: La sociedad de la nieve, una ambiciosa producción de Netflix dirigida por el catalán J. A. Bayona en imponentes escenarios naturales; y la estadía en Portugal para La práctica, un film de bajo presupuesto más próximo al cine de autor donde aparece en prácticamente todos los planos. “Trabajar con Martín es una aventura”, afirma. “Es un director muy particular, con una mirada propia sobre el cine. Tiene clarísimo lo que quiere, eso ya se nota en sus guiones, que son monolíticos. Lo que está ahí es lo que filma, sin alteraciones. Es casi imposible cambiar una coma en un diálogo. Eso no es tan frecuente en el cine... Escribe con una musicalidad incorporada, ya sabe de antemano cómo quiere que suene lo que tienen que decir los personajes. Entonces uno tiene un rango para actuar que, en principio, le puede parecer acotado: se puede decir el texto de esta manera, con esta intención y con estos movimientos, no otros. Y en ese rango que te da, está también la posibilidad de ir encontrando matices, como volúmenes distintos dentro de una misma frecuencia que él marca de antemano. Es un trabajo muy interesante”. 

No cualquier actor (o actriz) se adapta a estas reglas. Hay toda una escuela de interpretación más pirotécnica y egocéntrica que se da de bruces con el sistema de Rejtman, con su control riguroso para que nada se salga del tono que pretende. “Puede ser desesperante si lo ves como un corsé, pero a mí me terminó dando mucha libertad”, dice Bigliardi. “Tenía conciencia de los límites que me había marcado y encontré una posibilidad de juego enorme en ese rango limitado. Entran en juego otras cosas también: cuando no hay tanto movimiento, una mirada puede marcar algo. Y la quietud del cuerpo también cuenta algo, ¿no? Para mí fue un placer trabajar con alguien tan seguro de lo que quiere.  Eso les da tranquilidad a los actores y a todo el equipo. De todos los directores con los que trabajé, Martín es el que más claro tiene lo que quiere hacer en el set”. 

La misma confianza y tranquilidad sintió durante todo el proceso de gestación y rodaje de la película Victoria Marotta, una de las responsables de la productora argentina Un Puma, que ya había colaborado con Rejtman en el cortometraje Shakti (2018) y no dudó en sumarse después a un proyecto que tenía ese historial de complicaciones que tanto saturó al cineasta argentino. “Desde 2016 estamos apoyando películas con una fuerte carga estética y política”, cuenta la productora. “Tuvimos la suerte de que todas hayan tenido mucha repercusión en festivales de distintos sitios del mundo. Trabajamos con directores como Teddy Williams, Manque La Banca, Affonso Uchoa, Konstantina Kotzamani… Con Martín también colaboramos en el documental El repartidor, que rodamos durante la pandemia siguiendo a chicos venezolanos que trabajan en los servicios de delivery en Buenos Aires. Con La práctica trabajamos en los últimos seis meses de preproducción, antes de que empezara el rodaje. Antes fue otra productora [La Unión de los Ríos, conocida por su trabajo con Santiago Mitre, el director de Argentina, 1985] la que había hecho un buen trabajo de desarrollo del proyecto que nosotros continuamos. Nuestra apuesta es por un cine entendido como aventura narrativa”.

El actor Esteban Bigliardi y el director Martín Rejtman, en el rodaje de la película 'La práctica'. CORTESÍA
El actor Esteban Bigliardi, conversando con Martín Rejtman. CORTESÍA

* * * *

Todas las películas de Rejtman se pueden ver actualmente en la plataforma española Filmin. Vale la pena ver la obra en conjunto porque permite distinguir el discurso común, sólido, muy articulado, que ha construido el director a lo largo de 30 años. Un abecé estético que respeta a rajatabla porque se lo impuso él mismo. Como buen exponente del arte de la comedia, el director ha sabido encontrar gracia en muchas de las banalidades de la vida cotidiana, pero sus ideas no se agotan ahí. Hay algo del orden de la farsa (me refiero al género que tuvo su origen en el teatro griego) en su cine, pero con una carga dramática subyacente que por lo general proviene de la melancolía. Otra de sus especialidades son los textos, muchas veces kilométricos, que los actores deben decir de tal modo que funcionen en sintonía con los parámetros de musicalidad con los que trabaja el cineasta. ¿Hay una técnica específica para llegar a esos resultados? “Para mí es naturalismo”, contesta Rejtman. “De todos modos, el cine nunca reproduce exactamente la vida cotidiana, ni lo que decimos en esa vida cotidiana. Siempre hay una dramaturgia, por llamarlo de algún modo. Yo intento escribir textos que suenen reales para la escena, más que naturales. Cualquiera que lea mis guiones verá que esos textos no pueden ser dichos de otra manera, están escritos para eso”.  

Durante el rodaje en Lisboa, Rejtman escuchó el consejo de un asesor médico contratado para supervisar una escena que transcurre en un hospital. “Me decía que el actor no era creíble porque no estaba poniendo cara de dolor, y que teníamos que repetir sí o sí la toma”, recuerda. “Pero para mí no hace falta que uno ponga cara de dolor si además va a decir que está dolorido. Me parece redundante que ponga la cara y lo diga. Considero importantes ese tipo de detalles. La construcción que hace mi cine va más por ese lado que por trabajar alrededor de la psicología de los personajes”. 

Rejtman usa esquemas parecidos en el cine y la literatura. Aun cuando sus personajes vivan muchas veces una realidad anodina, siempre, y por variadas razones, entran en acción. En sus relatos pasan muchas cosas, aunque no necesariamente esos sucesos están encadenados con un objetivo dramático diáfano. Hay suficiente información en todo lo que nos rodea como para agregar subjetividades explícitas. “Me quedé pensando en lo que te dije de lo autobiográfico”, me avisa cuando estábamos en otra cosa. “Hoy está muy de moda la escritura del yo, pero no es mi caso. Uso algunas de mis experiencias para escribir ficción, pero yo desaparezco completamente, no existo como personaje. Pueden ser cosas que viví, pero transformadas e interpretadas por personajes”. 

Aclarado el punto, Rejtman me habla de algunos cuentos que tiene empezados y le gustaría terminar pronto. Después pasamos por su infancia, cuando iba muy a menudo a salas que son palacios sagrados para el cinéfilo porteño —Hebraica, la Lugones del Teatro San Martín—, y me cuenta de la determinación con la que decidió viajar a Nueva York para estudiar cine sin tener muchos contactos ni puntos de referencia. Fue una buena idea porque allí se encontraría con la posibilidad de un trabajo elemental pero excitante para un joven inexperto en un departamento técnico de Cinecittà, los magníficos estudios de Roma donde Federico Fellini estaba omnipresente.  

En esa época no imaginaba que iba a transformarse en uno de los padres del cine independiente argentino, en un director de culto. Dos caracterizaciones que lo incomodan, como es evidente en sus palabras: “Claramente, no hago películas para alimentar nada de eso. No le veo sentido a trabajar en función de algo que no sea la película que quiero hacer. Cuando se trabaja en función de cómo te ven los demás, se entra en un terreno resbaladizo. De todas maneras, no sé qué decir de esas cosas porque es lo que dicen otros, no me incumbe a mí. Me pone contento que mis películas sean bien consideradas, claro. El cine argentino cambió mucho desde los años noventa hasta hoy. Y cambió para bien. Si yo tuve algo que ver con ese cambio, genial, me pone contento. Pero no veo la necesidad de las etiquetas. Ni de los rankings. Hace poco eligieron una película de Chantal Akerman como la mejor de la historia del cine. Entiendo que hayan cambiado los paradigmas y me parece muy bien que la hayan elegido en función de eso. Pero lo que no me importa mucho es ver un ranking de películas”. 

El viento ya sopla más fuerte. La música en los exteriores del bar de Lisboa sigue a todo volumen. Estamos por pagar los cafés y le pregunto a Rejtman si efectivamente esta puede ser su última película o era solo una manifestación de un enfado pasajero. ¿Acaso no fue siempre difícil producir una película para un director independiente? “Sí, pero ahora tengo menos energía”, argumenta. “Siento que cada vez sé menos sobre cómo hacer películas. A lo mejor eso quiere decir que no quiero hacer más películas”. Rejtman me mira, sonríe, se para y se va. 

Periodista. Redactor jefe de Ciclosfera y colaborador de la emisora de radio El Destape y de La Agenda de Buenos Aires, ha trabajado en medios como Agencia Télam, Clarín y Radio Nacional y publicado en revistas como Los Inrockuptibles, Rolling Stone y El amante. También ha codirigido la película Ocio (2010) y escrito diversas obras teatrales.

Lo más leído
Newsletter Coolt

¡Suscríbete a nuestra 'newsletter'!

Recibe nuestros contenidos y entra a formar parte de una comunidad global.

coolt.com

Destacados