Juguemos en el ‘Bosco’

Alicia Cano viajó desde Uruguay a un pueblo de Italia para descubrir sus raíces. De ahí nació un documental que es una fábula sobre el tiempo.

La cineasta Alicia Cano, en una escena de la película documental 'Bosco'. MUTANTE CINE
La cineasta Alicia Cano, en una escena de la película documental 'Bosco'. MUTANTE CINE

1. ¿De qué se trata Bosco? Qué difícil para la directora cuando tiene que responder esto. Contanos, Alicia, en pocas palabras, ¿de qué se trata Bosco? En el tráiler hay una posible respuesta: una fábula sobre el tiempo. Y creo que hicieron bien en acudir a este subtítulo elusivo. Lo querés sintético, ahí tenés, redondito: Bosco es una fábula sobre el tiempo. Agregar otra palabra implicaría abrir una canilla interminable. 

Esto lo pienso mientras nado crol en la piscina del club del Banco de Previsión Social de Montevideo. Aplacados por el agua y los tapones de silicona, puedo sentir los gritos y la música de la clase de aquagym: “Gitana robaste mi alma, gitana me vuelves loco”. Aun así, la natación es una actividad inmejorable para perderse en los pensamientos; una vez que se automatiza la respiración y las brazadas, solo queda la línea negra del fondo, y lo que sea que uno tenga latiendo en la cabeza.

2. En la ciudad de Salto, Uruguay, una nieta le pide a su abuelo que le cuente su mito de origen. La nieta, aunque quizá en ese momento no lo sabía, es cineasta, y entonces lo empieza a filmar. El abuelo le habla de Bosco, un pueblito italiano que fundaron sus ancestros y que solo conoce a través de cuentos. ¿Y cómo es Bosco?, pregunta la nieta. El abuelo es un hombre práctico, alguien que, por ejemplo, tiene anotados cronológicamente todos los trabajos de su vida, o que adaptó una silla de tractor para hacerla giratoria y poder observar de manera más eficiente las cosas que pasan en su vereda. “Miro para allá, y con muy poco esfuerzo, miro para acá, y miro para allá”, dice, orgulloso. La respuesta que le da a su nieta es también es de orden práctico: si querés saber cómo es el Bosco, andá cuatro o cinco días y lo resolvés todo.

Bosco di Rossano es un pueblito montañés en el norte de Italia. Según el inventario que lo introduce en la película, en Bosco hay 123 casas, 1 almacén ambulante, 2 fuentes, 1 pista de baile, 1 iglesia, 639 lápidas, y 13 habitantes, entre los cuales hay 1 curandera, 1 pastora, 1 cantinero retirado, 1 partisano, 1 cazador, 1 romano, 1 obrera ferroviaria. De todas formas, es lógico pensar que, aunque sea mínimamente, estos números fueron cambiando durante el transcurso de la película, ya que la búsqueda no le llevó a Alicia Cano Menoni cuatro o cinco días, sino 13 años.    

Entonces tenemos Salto y Bosco, dos mundos narrativos, uno a cada lado del Atlántico, y en el medio una nieta que empieza a tender puentes entre ambos. Puesto así no parece una premisa muy tentadora, pero algo extraño pasa en el cine: asistimos a viajes físicos, geográficos, temporales, luminosos, emocionales, viajes entre el sueño y la vigilia; apenas arranca la película los espectadores empezamos a perder pie (o al menos eso me sucedió a mí) y en un momento, entre las idas y vueltas, nos damos cuenta de que ya estamos perdidos en la fábula de Bosco, que, por otra parte, en italiano significa bosque.               

El pueblo italiano de Bosco, en el documental de Alicia Cano. MUTANTE CINE
El pueblo italiano de Bosco di Rossano, en el documental de Alicia Cano. MUTANTE CINE

3. No siempre usé tapones de silicona para nadar. Hasta hace unos 10 años, cuando lo hacía regularmente, nadaba a oreja pelada. Pero en mi regreso al agua, luego de dos casos de otitis, un médico venezolano me dijo: “Luego de los cuarenta, el cuerpo humano se va deteriorando; los dientes, los ojos, las piernas, todo. Los oídos no son la excepción. Ahora te entra agua por donde antes no”.

Maldito y elocuente médico venezolano, pienso, y me sumerjo hasta tocar el fondo de la piscina con las manos. Hace poco vi un documental sobre unos buzos escoses que se metían a más de cien metros bajo el mar para arreglar las cañerías de las petroleras. A esa profundidad, decían, la presión y la oscuridad son tan intensas que, al igual que los astronautas, sienten que están habitando otra dimensión. Ahora yo intento lo mismo pero a dos metros de profundidad: cierro los ojos, largo el aire y me pego al fondo de la piscina como una mantarraya. “Si cierro los ojos, veo paisajes que no sé si existen”, dice el abuelo de Alicia. Se refiere, por supuesto, a los paisajes del Bosco. Eso es lo que estoy buscando, un experimento con el tiempo, pero la música del aquagym me llega mucho más nítida que cuando estaba nadando, escucho la voz de Marc Anthony —“Valió la pena lo que era necesario para estar contigo amor, tu eres una bendición, las horas y la vida de tu lado nena, están para vivirlas pero a tu manera”—, y de todas formas ya tengo que volver a flote porque me estoy quedando sin aire.               

4. Hace unos meses, a mi hija le mandaron el deber de buscar información sobre sus antepasados. Tenía que llegar, de ser posible, al nombre, fecha y lugar de nacimiento de sus ocho bisabuelos. Yo no tenía muy clara la información ni muchas ganas de rastrearla, así que le di datos aproximados. Mi abuela paterna era española o hija de españoles y no llegué a conocerla. Mi abuelo paterno era andaluz, casi no tengo recuerdos suyos, pero arrastraba una leyenda de dandi aventurero que incluía expediciones patagónicas, mujeres, boxeo, negocios, tauromaquia, y una japonesa varias décadas menor que terminó siendo mi abuelastra japonesa.

Con mis abuelos maternos sí tuve una relación arquetípica, con sus cuentos, enseñanzas y ravioles de domingo. Creo que mi abuela nació en Italia y se vino muy chica. Creo que antes de llegar a Argentina pasó por Paraguay y que a veces decía algunas cosas en guaraní. Mi abuelo también era hijo de italianos, pero nació en Argentina. Su nombre era Alberto Fortunato Marcolini. Vivió hasta los 99 años y (esto lo reconozco ahora) fue la figura masculina más influyente en mi vida, mucho más que la de mi propio padre.    

5.  Al final de la película El gran pez, el hijo comprueba que los extraordinarios cuentos de su padre, que ya le tenían los huevos bastante llenos, eran exagerados pero también tenían algo de cierto. Según lo que dice la directora, esto no fue así con Bosco. Cuando por fin llegó al pueblo, descubrió que los cuentos y descripciones que había escuchado de su abuelo, y que el abuelo a su vez había escuchado de sus propios padres y abuelos, coincidían estrictamente con la realidad del lugar. Descubrió —y esto tiene que haber sido un sacudón— que, a pesar de la erosión del tiempo, migraciones, nostalgia y relato, la fábula era real. Era algo que podía sentir con las manos, ver, escuchar, olfatear. Y, por sobre todas las cosas, era algo que podía filmar.

6. Como dijimos, en Bosco hay 13 habitantes, pero la película pone el foco en dos viejitas. Una es Gemma, una curandera que cuenta los pasos hasta el cementerio (son 800), cuida las tumbas, habla con los muertos cuando se siente triste, les besa las lápidas, planta en su huerta todo lo que necesita para sus remedios caseros, y sigue poniendo el plato en la mesa para un hijo que hace años que no está.

La otra es Rita, mi preferida, una viejita fuertísima que vive entre ovejas, gatos, gallinas, verduras, hongos, sapos, lagartijas, insectos. “Yo ayudo a las ovejas a vivir y ellas me ayudan a mí”, dice, y logra que conceptos tan bastardeados como “conexión con la naturaleza” o “autosustentable” por una vez resulten auténticos. Sus dos cosas preferidas parecen ser cantar y palmear a animales en el culo.

En una escena vemos un bicho sobre su brazo. No sé si es un tábano o una abeja, pero está claro que puede morder. Rita lo deja recorrer su brazo. Mirá cómo se afila los dientes, dice. Luego de un minuto y medio de suspenso, sin perder la calma, lo agarra de un ala y le aplasta la cabeza entre el índice y pulgar. Apenas lo deja en un muro en el jardín aparece un pajarito y se lo come. Rita dice: “¿Viste cómo le da de comer a su cría? Se lo pone en la boca a su cría”.

Fotograma de 'Bosco', la película documental dirigida por Alicia Cano. MUTANTE CINE
Un rebaño de ovejas, en un fotograma de 'Bosco'. MUTANTE CINE

7. Sobre un costado de la piscina hay unos chorros de agua caliente que ahora estoy usando para masajear mi zona lumbar. Desde esta posición, además, tengo una vista privilegiada de las chicas de aquagym. Son unas 20, con un promedio de edad de 70, parecido al de Bosco. Dos de ellas todavía usan esas mamparas plásticas que quedaron de la pandemia. Algunos días hay hombres en la clase, pero hoy no es el caso. Me encanta mirarlas: sus coreografías, esfuerzos, bijouterie, sus mallas negras o marrones, sus escotes, sus quejas y gritos de alegría. Hace un tiempo, cuando todavía entrenaba con el equipo del club, se dio una batalla por la temperatura del agua entre nadadores y señoras. Ellas la querían más caliente y los nadadores más fría, y tuvo que intervenir la comisión directiva para resolver el conflicto. Pero ahora parece todo paz y amor, e incluso un poco más, porque recién pasó caminando un nadador musculoso por delante de la profesora y las chicas hicieron a coro un gritito cachondo juguetón.

8. A mi abuelo también le gustaba sacar la silla a la vereda. En sus últimos años, cuando las piernas le flaqueaban, usaba un andador que se transformaba en asiento gracias a un soporte que se podía subir y bajar. Mostraba el mecanismo como si fuera un pase de magia: ahora es asiento, ahora es andador. Y en cierta forma lo era porque le permitía salir por su cuenta al sol, leer el diario, escuchar sus tangos en la radio portátil, hablar con los vecinos y los porteros de edificio, pedir que le jugaran a la quiniela en el quiosco de la esquina, preguntar a las señoras cuántos años le daban.

Mi abuelo me enseñó a jugar al truco y a patear una pelota. Había atajado en el club Ferrocarril Oeste. A los 90, seguía entero de físico y cabeza, tanto que mi pareja de ese momento me jodía con que me iba a dejar por él, y a mí me gustaba que entre ambos existiera ese finísimo flirteo. Un recuerdo que no sé cuánto tiene de cierto. En un evento preescolar organizaron una carrera de padres con sus hijos a caballito. Mi padre se excusó porque para ese entonces ya tenía problemas de columna. Supongo que me podría haber cargado mi madre, pero estamos a principios de los ochenta y no sé si esa era una opción viable. Entonces apareció mi abuelo y sin decir nada me cargó sus hombros. Tenía casi 70 años. Me gustaría decir que ganamos esa carrera, pero eso sería más para un texto sobre El gran pez que sobre Bosco, y, de todas formas, tampoco tiene mucha importancia. 

9. Bosco, como toda fábula, tiene un aire de sueño. Para llegar a ese efecto seguramente hubo intuición, sensibilidad, esas cosas inasibles, pero también mucho oficio: estructura, música, sonido, fotografía, y por sobre todas las cosas, un prodigioso trabajo de edición. Hace falta una cantidad demencial de búsquedas, intercambios, pulidos y largos audios de WhatsApp para condensar 13 años de filmaciones y recuerdos en un aceite prémium de 80 minutos.

Durante la edición de este texto, puse y saqué varias veces la palabra “prémium” de la oración anterior. Me gusta como suena, pero no creo que sea necesaria, y por eso la había sacado, pero después recordé que una vez un flaco me quiso vender un aceite de cannabis a un precio altísimo, y para convencerme me describió su propio trabajo de análisis y decantación, y que hacía unas semanas le había vendido su aceite prémium a Justin Bieber en Buenos Aires y le había pegado tan fuerte que tuvo que cancelar el show. Entonces tuve que volver a poner la palabra “prémium”, porque me sirve para presentar la analogía con lo que el vendedor llamaba el aceite del Justin, y para mostrar lo maravilloso y vueltero que puede ser cualquier proceso de edición.

10. Además de las cosas ya mencionadas, en Bosco hay cabras, castaños, canzonettas, hay polvo, polen, partículas en el aire; de noche hay lobos, creo que también un zorro; hay molinos, vapor, cosas que giran, agua que fluye, hay una pareja de viejos que no puede abrir un frasco que había cerrado su hijo, hay recuerdos de la miseria en tiempos de guerra; en verano hay una semana de fiesta, con niños, bailes y parientes que llegan desde Francia; en invierno hay nieve, fuego, nueces, un pueblo que hiberna; hay un viejo que recuerda que cuando tenía cuatro años, el abuelo del abuelo de Alicia llegó al pueblo con una bolsa de caramelos, y que fue una experiencia inolvidable porque nadie en el pueblo había probado un caramelo. “Todavía puedo sentir el gusto en la boca”, dice el viejo y la evocación lo ilumina, y supongo que Alicia, del otro lado de la cámara, también se ilumina, porque la historia de los caramelos es exactamente la misma que le contaba su abuelo en la casa de Salto.

Dos de las protagonistas de 'Bosco', la película documental de Alicia Cano. MUTANTE CINE
Dos de las habitantes del pueblo de Bosco. MUTANTE CINE

11. En el pueblo de Bosco no hay niños ni expectativa de niños. Tampoco creo que haya una mayoría a favor de la ley de matrimonio igualitario ni de la despenalización del aborto. ¿A qué viene esto? Quizá venga de un capítulo de Seinfeld en el que Elaine parece haber encontrado “su hombre ideal” y Jerry, por pura maldad, le pregunta si ya sabe cuál es su posición sobre el aborto. Pero no tengo evidencia de que no exista esa mayoría, solo una presunción basada en que se trata de un pueblo de viejos católicos italianos.

En realidad, creo que es un mecanismo de defensa: cuando algo pinta muy lindo, pienso: ¿bueno, pero por otro lado qué? Esto me ayuda a matizar, pero también me recuerda esa frase de Foster Wallace que dice que la ironía es la canción de un prisionero que ha llegado a amar su propia celda. Bosco, en cambio, es una película abierta, sentimental, libre de cinismo e ironía. Incluso en los momentos de humor (los hay, muchos, por ejemplo, el paso de comedia entre la pastora que quiere cantar y el viejo que la interrumpe) la gracia es compartida por los protagonistas y el espectador.

12. En la revista La Cancha de marzo de 1938 salió una nota titulada “El Clark Gable de Ferro” en la que aparece mi abuelo en una producción fotográfica metiendo facha, bigotito y sonrisa. En una revista El Gráfico de ese mismo año aparece en un partido contra Independiente en el que el paraguayo Arsenio Erico (siempre me decía que llegaba más alto con la cabeza que él con las manos) le metió dos goles. Hace poco encontré esas revistas en la feria de Tristán Narvaja y fue para mí una forma de corroborar su fábula. 

Cada domingo, él y mi abuela me regalaban un chocolatín Jack, esos que traían un muñequito de plástico adentro. También caramelos de anís y pastillas de menta. Mi abuelo se enojaba cuando alguien no terminaba su plato. Decía que toda su infancia había comido polenta con pajarito. Tenía una joda en la mesa que hacía tanto con niños como con adultos: señalaba algo a tu espalda y, cuando te dabas vuelta, te robaba una papa frita o lo que fuera que estuvieras comiendo.        

Cuando ya era viudo y tenía más de 90, le agarró una convulsión durante una cena familiar y su dentadura postiza salió volando por el aire. Por suerte, había más gente para ayudar, porque por varios segundos no pude hacer nada más que mirar esa sonrisa blanca perfecta sobre el piso de madera. 

13. La clase de aquagym entró en etapa de afloje y ahora suena ‘Everything I do, I do it for you’, la canción de Bryan Adams que aparece en Robin Hood. Hace un par de días vi la película con mi hija y tuve que explicarle quién es Kevin Costner y por qué el presidente de Uruguay todavía intenta copiarle el peinado.

Creo que me terminé de joder la columna durante un asado. Habíamos tomado mucho vino y en un momento las niñas empezaron a jugar a “el piso es lava”. Mi hija, que ya tenía unos ocho años, se subió a mis brazos, y una amiga suya se subió a los brazos de su padre. Todos se nos quedaron mirando y después de unos minutos de resistencia entendimos lo que estaba en juego: uno de los dos iba a ser el primero en dejar caer a su hija. Y para sumar más autopresión, el padre de la otra nena era bastante más chiquito que yo, y en realidad ni siquiera era el padre biológico sino la pareja de la madre.

Si cierro los ojos y me pongo el chorro de agua caliente en un punto exacto entre las vértebras L4 y L5 del lado derecho creo que puedo llegar a una especie de nirvana. Hace tiempo que tengo en la cabeza la idea de un hombre que, mortificado por sus dolores de columna, construye una piscina en su casa y de a poco se va convirtiendo en un ser anfibio. En un momento quiere salir de la piscina y descubre que ya no puede sostenerse erguido sin el empuje del agua. Podría ser un cuento o una especie de biografía. Un experimento con el tiempo es uno de esos libros que siempre cita Borges. An experiment with time, suena un poco mejor en inglés. Creo que el “con” es lo que entorpece la frase, pero no encuentro otra forma de decirla. Al final de la película, cuando el abuelo de Alicia describe esos paisajes de Bosco que no sabe si existen, pareciera estar narrando su propio Aleph.

Veo las casas cerradas, sentimiento por verlas cerradas. Veo la fuente que llevó mi abuelo al Bosco. Veo la familia Menoni sentada en una mesa, muy pocos de ellos, todos ellos de edad avanzada. Veo el cementerio con todas las tumbas, con todas sus sepulturas hechas en mármol blanco. Veo la iglesia con las inscripciones en la puerta de los fallecidos. Y veo un molino para hacer harina. El paisaje del Bosco es divino, rodeado de montañas. Nunca fui al Bosco. No fui, no fui, no fui.

No sé si la similitud es buscada, pero hay varios factores que me llevan a esta asociación: a) La repetición de la palabra veo. b) La descripción está montada sobre las imágenes de la operación de ojos del abuelo. c) Soy un escritor argentino. d) La del abuelo también parece la enumeración parcial de un conjunto infinito.

Fotograma de 'Bosco', la película documental dirigida por Alicia Cano. MUTANTE CINE
El cementerio de Bosco. MUTANTE CINE

14. Siento que alguien me llama y abro los ojos. Es una de las entrenadoras que tenía cuando nadaba con el equipo. Está esperando que responda algo, pero no sé qué. Me da pudor porque sospecho que me queda de cara de pajero cuando estoy perdido con el chorro de agua caliente sobre los nervios lumbares. ¿Cuándo vas a volver a entrenar?, me dice. Le respondo que ahora soy un nadador social. En unos años nos vemos ahí, me dice, y señala la clase de aquagym. Lo dice para provocarme, pero las chicas están formando un círculo en el que una masajea la espalda de la anterior con una pelotita de tenis y la verdad es que ahora mismo me encantaría acercarme nadando despacito e integrarme a esa cadena de frotamiento. La profesora se va y yo me pregunto si las chicas de aquagym también van a gritar por mí cuando tenga que pasar delante suyo camino al vestuario. Pero ahora están relajadas, ya pasó el momento de euforia. No creo que me convenga arriesgarme.

15. Anoche fui a ver al Chango Spasiuk y durante todo el recital estuve dominado por dos sensaciones. La primera es que ver al Chango arriba de un escenario es lo más cerca que puede llegar un ateo de sentirse en presencia de Jesús o Buda o algún tipo de Salvador. La segunda es que, en muchos aspectos, sentí que todavía estaba dentro de la fábula de Bosco. Es cierto que tengo la cabeza tomada por esto que escribo, pero en la música del Chango también hay algo de leyenda, algo que une Polonia y Misiones con el mismo espíritu de juego y nostalgia. Incluso lo que se proyectaba en la pantalla de fondo, las letras blancas del nombre sobre el fondo verde de la naturaleza, parecía parte del mismo diseño gráfico.

16. Hoy es domingo y se me ocurre un experimento para comprobar si la afinidad sigue aguantando: voy poner música del Chango sobre imágenes de Bosco. El primer tema que aparece en YouTube es ‘Mi casa, mi pueblo, la soledad’. Le doy play y en otra ventana abro el tráiler de Bosco y lo dejo correr sin sonido. Creo que la mezcla funciona, sobre todo cuando se muestran las imágenes de archivo del pueblo, los niños, las calles de tierra, la gente bailando en pareja.

En los comentarios al video del Chango, muchos le agradecen por sentirse transportados a sus orígenes. Una buena fábula debe ser universal y apropiable, y entonces al Chango le agradecen, no solo lo dicen desde Misiones y aledaños, sino desde todas partes del mundo.

El usuario Katja77, por ejemplo, dice: “Una música de ensueño, me hace recordar un bello pueblo, rodeado de montañas, y aunque es de Argentina, su sonido y belleza me transporta a San Carlos Sija, Guatemala”. El usuario Gabriel Acuña dice: “Me puse a llorar, loco, simplemente y no sé por qué. Bueno, en realidad recordé a mi abuela y sus uñas largas acariciándome la cabeza”.

17. Mi abuelo tenía la costumbre de regalarme caramelos Media Hora. Él creía que me gustaban y yo no me animaba a desengañarlo; pero lo cierto es que el Media Hora es un caramelo abominable para el paladar de un niño. Mezcla de azúcar, anís y vaya uno a saber qué, el caramelo tiene gusto a nostalgia, a frustración, a Roberto Arlt.

Los domingos, después del almuerzo, mi abuelo me subía a su cansado Fiat 600 y me llevaba de su casa a la mía, de Caballito a Belgrano. Ponía la radio de tango, subía el volumen hasta derrotar a su sordera y me daba un Media Hora. Solía decirme: “Aclara la voz. Apaga la sed. Tenemos treinta minutos hasta tu casa. Si querés que te dure todo el viaje, tenés que dejarlo bien quietito en la boca y aguantar la tentación de morderlo”.

Yo sufría todo el viaje, chupando amargura por la boca y por los oídos. Pero ahora, no puedo evitar una media sonrisa cada vez que lo recuerdo. 

El Media Hora es un antihéroe y como el tango tiene un efecto tardío. Recién lo disfrutan los nietos cuando han dejado de serlo.

Este es uno de los primeros cuentitos que escribí, hace unos 20 años. Recuerdo que se lo mandé por mail a Daniel Divisnsky, el fundador de Ediciones de Flor, y a los pocos días me respondió que le había gustado. Entonces aproveché para mandarle otros cuentos y preguntarle si le interesaban para su editorial. A la semana me llegó su respuesta. Solo decía: “¡Seguí participando!”.

Escritor y editor. Autor de los libros de cuentos Variaciones de Koch (2011) y Nueve formas de caer (2018) y de las novelas Rugby (2010) y ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic? (2015), ganadora del Premio Clarín. Su última obra es ¡Canten, putos! Historia incompleta de los cantitos de cancha (2020), que recoge crónicas publicadas en medios como Anfibia y Brando.

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